domingo, 24 de noviembre de 2013

Francisco Espínola - Rodríguez


RODRÍGUEZ
de Francisco Espínola. 

Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? -le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro, y de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer? Decí Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras en el mejor de los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía del bigote. –Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes, usted!-fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se puso a liar.
Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora sí, había pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo
puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y señaló,
soberbio:
-¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer
librarse de tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando
con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos
entre los pastos.

Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al
acompañante, sorprendido del propósito, le fulguraron los ojos. Pero
apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y
dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:

-¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!

Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una
azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del
pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.

Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la
cabeza, y aspiró.

-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas-murmuró entre la amplia humada Rodríguez,
siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.

Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de
agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente
ahínco, la mente hecha un volcán.

-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?

Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino,
temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el
importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado
con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya
echando humo el cuero.

-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez!-se prolongó, casi
hecho imploración, en la noche.

Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo
de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo

bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a
Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande
que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?...
¡Fijate!

-¿Eso? Mágica, eso.

Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del
brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.

-¡Te vas a la puta que te parió!

Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber
surgido entre un ahogo-seguía muy campante bajo la blanca, tan
blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir
enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes,
para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.

(Extraído de Francisco Espínola. Cuentos completos. Arca
Editorial. Montevideo, 1987)

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Biografía en Wikipedia:
Francisco Espínola, llamado habitualmente Paco Espínola (San José, 4 de octubre de 1901 - Montevideo, 26 de junio de 1973) fue un escritor, periodista y docente uruguayo perteneciente a la «Generación del centenario».

Realizó en San José sus estudios primarios y liceales, y en Montevideo inició sin completar el bachillerato de Medicina. Luego de esto sus padres lo inscribieron en el liceo San José de la Providencia. Se inició en el periodismo colaborando en publicaciones de su ciudad natal y de Montevideo.

Participó de la revolución armada contra la dictadura de Terra y fue capturado como prisionero en la acción de Paso de Morlán en 1935.

Escribió cuentos para niños, novelas y obras de teatro. Fue un docente nato y ejerció como profesor de Lenguaje y de Literatura en el Instituto Normal de Montevideo desde 1939 y de literatura en Enseñanza Secundaria, desde 1945 y de composición literaria y estilística en la Facultad de Humanidades y Ciencias, a partir de 1946. En 1961 recibió el premio Nacional de literatura.

También se destacó como narrador oral y su voz leyendo sus propios cuentos fue registrada en un fonograma coproducido por Sodre y Antar en 1962. El mismo fue reeditado en casete por Ayuí / Tacuabé en 1987 en el volumen Paco Espínola cuenta, vol. 1, aunque con una versión de Que lástima! distinta al del original. Otras grabaciones que hasta el momento no habían sido editadas fueron lanzadas por el mismo sello en casete en 1999 con el nombre de Paco Espínola cuenta, vol. 2. Finalmente, ambos casetes algo ampliados fueron reeditados en CD en el año 2001.

En sus últimos años se adhirió al Partido Comunista de Uruguay. Paco Espínola falleció en la noche del 26 de junio de 1973, en vísperas del golpe de estado que dio inicio a la dictadura cívico-militar que se extendería hasta 1985.

Perteneciente a la «Generación del centenario», su obra se ubica, junto con la de Juan José Morosoli, dentro del regionalismo por su intención de reflejar lo propio: paisajes, situaciones, anécdotas, tipos y hábitos, desde un nuevo punto de vista.

Los personajes de sus obras son seres desamparados, provenientes de los suburbios, relegados y perdidos en un mundo social que los excluye, pero no insiste en la fórmula del nativismo ni del naturalismo, sino que ahonda en estos seres singulares sólo para comprenderlos.

Una de las salas de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación lleva su nombre. La escuela a la que concurrió también lleva su nombre: Escuela 53 Francisco Espinola, ubicada en San José de Mayo.


Obra:
Raza ciega (cuentos, 1926)
Saltoncito (novela para niños, 1930)
Sombras sobre la tierra (novela, 1933)
Qué lástima (cuento, 1933)
La fuga en el espejo (teatro, 1937)
El rapto y otros cuentos (cuentos. Número 1950)
Milón, el ser del circo (ensayo sobre estética, 1954)
Don Juan, el zorro (tres fragmentos de novela, 1968)
Rodríguez (cuento corto)
Las ratas (cuento corto)
El hombre pálido (cuento corto)

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