sábado, 20 de febrero de 2021

Róisín Murphy - Róisín Machine - 2020

 


Róisín Machine es el quinto álbum solista de la irlandesa Róisín Murphy, lanzado en octubre de 2020 y producido por Dj Parrot.
Nota:
Como ya saben los que pasan por aquí, éste blog ni tiene un orden cronológico, ni lógico ni...nada de eso. Tampoco es un periódico o jornal que habla de las novedades del momento. Hecha la aclaración innecesaria va el dato innecesario de que quien esto escribe se trajo éste álbum a casa en cuanto fue lanzado y bien pudo haber escrito ésta reseña en su momento...Pero...no funcionamos así. De modo que más vale tarde que nunca y aquí van algunos de los temas de un muy buen disco, que,  en los hechos venimos disfrutando desde octubre pasado.

SIMULATION





Bien recibido por la crítica y bien posicionado en los rankings del Reino Unido, también figura como uno de los mejores álbumes del año en varias publicaciones.
La ex Moloko desplegó todo su talento en diez temas muy "dance" en el marco del reciente revival de la música disco; con unas letras muy autorreferenciales en las que la artista se muestra y reivindica como una mujer auténtica, independiente y segura.

“I feel my story’s still untold but I’ll make my own happy ending. I guess I’d rather be alone than making do and mending”, arranca Róisín dejando claro por donde va lo suyo en“Murphy’s Law”

MURPHY´S LAW

MURPHY´S LAW (LIVE ON GRAHAM NORTON)

Sabemos que ni éste álbum ni ella van a recibir el reconocimiento merecido, ahora mismo hay otras estrellas rutilantes del pop, más jóvenes y más vendedoras, etcétera.
Róisín es una veterana en el mundo de la música ya, con una gran trayectoria detrás, y dado los géneros musicales en los que se mueve, es un asunto tal vez complicado.
Está claro que no es Madonna, pero tampoco es, digamos, Dua Lipa.
Como sea...a nosotros nos encanta ésta mujer, con su voz y su personalidad, su energía única; y sabemos que hay Róisín para rato.


NARCISSUS
 



Uno de los mejores temas de los muchos excelentes que nos regala en éste álbum ésta Artista con mayúsculas que es "la Murphy":

SOMETHING MORE

SOMETHING MORE (LIVE PERFORMANCE-IBIZA LOCKDOWN)





KINGDOM OF ENDS

Algunos de los temas habían sido lanzados anteriormente como singles, como es el caso del siguiente, un año atrás.

INCAPABLE




LISTA DE TEMAS
Todas compuestas por Róisín Murphy y Richard Barratt, excepto anotadas.
01."Simulation" (Murphy-Barratt-Michael Ward)
02."Kingdom of Ends"
03."Something More" (Amy Douglas - Murphy - Barratt)
04."Shellfish Mademoiselle"
05."Incapable"
06."We Got Together"
07."Murphy's Law" (Murphy-Barratt-Dean Honer-Ward)
08."Game Changer"  
09."Narcissus"  
10."Jealousy"  

WE GOT TOGETHER



martes, 16 de febrero de 2021

George Winston



 George Winston

El mismo se auto describe como un pianista de folk rural. Influido por el rock, blues, jazz y R&B, George Winston comenzó a tocar el órgano y el piano eléctrico después de terminar el instituto en 1967. En 1971 después de oir discos de los legendarios pianistas Thomas "Fats" Waller y Teddy Wilson, se pasó al piano acústico. Por ese tiempo empezó a trabajar con su propio estilo musical, creando sus propias composiciones y arreglando otras piezas. La música que George hace es difícil de clasificar, en general se puede describir como "piano folk".

Fue uno de los primeros artistas que comenzaron a promocionar la música instrumental contemporáneo, estilo que más tarde adoptaría el nombre de New Age y una de sus más brillantes promesas. Aún siendo un niño, Winston prefirió la música instrumental a aquella que llevaba algún tipo de apoyo vocal, contando entre sus héroes de niñez a Booker T. and the MGs, Floyd Cramer, o The Ventures. No tiene ninguna experiencia directa con la música hasta el bachiller, comenzando en un primer momento con teclados electrónicos y sintetizadores, para pasar en 1971 al piano. Influido pianistas como Fats Waller y Teddy Wilson, Winston prueba con estilos como el rock, el R & B y el jazz, y pronto saca su primer disco “Ballads and Blues”.

Tras descubrir la música de la legendaria Nueva Orleáns, con su R & B particular, los alardes pianísticos del Profesor Longhair... en 1979 la inspiración vuelve a Winston y firma con Windham Hill.

Entre 1980 y 1982 graba una trilogía impresionista formada por los títulos: "Autumm"(1980), "Winter into Spring"(1982), "December"(1982), ("Summer" tendría que esperar hasta 1991) con sensacionales temas que sentarían la base a seguir de la música New Age. La música de Winston continua creciendo en popularidad e influenciando a la música que se publicaba durante esos años, pero estando en un momento álgido de su carrera, decide desaparecer, hasta que en 1986 reaparece para la lectura de una obra de la actriz Meryl Streep titulada The Velveteen Rabbit.

Finalmente, en 1991, vuelve a la acción, para completar su ciclo estacional con “Summer”; “Forest” le seguiría tres años despues.(1994- por el que recibió un Grammi en 1995). También realizó un trabajo en piano para una historia de Charlie Brown llamada "This is America, Charlie Brown-The birth of the Constitution"(1988), y posteriormente una grabación con guitarra sola en "Sadako and The thousand paper cranes"(1995).

En 1996 publicó "Linus & Lucy - The Music of Vince Guaraldi ", de gran influencia jazzística. En los conciertos que ha dado por España hemos podido disfrutar de uno de sus últimos aciertos: la guitarra tradicional hawaiana, que tiene la particularidad de tener ocho cuerdas. Edita un recopilatorio “All the Seasons of George Winston” en 1998 y al año siguiente publica “Plains”.

http://www.georgewinston.com/us/home

(Fuente original de éste post:http://pianistasdelmundo.blogspot.com/2011/06/george-winston.html)

George Winston - Canon In C

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George Winston - December (Full Album)

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domingo, 14 de febrero de 2021

Isaac Asimov - "Profesión" - 1957



"Profesión"

por Isaac Asimov


—Mañana es el primero de mayo. ¡Los Juegos Olímpicos! —dijo George Platen, sin poder disimular la ansiedad de su voz.

Se puso boca abajo y espió a su compañero de habitación por encima de los pies de la cama. Pero bueno, ¿acaso él no lo sentía? ¿O es que no le importaba en absoluto?

El rostro de George era delgado, y aún se había hecho más huesudo en el casi año y medio que llevaba en la Residencia. De enjuta figura, la mirada de sus ojos azules era no obstante tan intensa como lo había sido siempre, y en aquel momento parecía un animal acorralado, por el modo en que sus dedos aferraban la colcha.

Su compañero de habitación levantó brevemente la mirada del libro y aprovechó para ajustar el nivel de luminosidad del tramo de pared próximo a su silla. Se llamaba Hali Omani, y era nigeriano. Su piel marrón oscuro y sus macizos rasgos parecían hechos para la calma, y la mención de los Juegos Olímpicos no pareció afectarle. Se limitó a decir:

—Lo sé, George.

George debía mucho a la paciencia y la amabilidad de Hali, cuando éstas eran necesarias; pero a veces, incluso estas cualidades podían resultar excesivas. ¿Acaso era el momento de quedarse quieto como una estatua de ébano?

George se preguntó si también él actuaría de ese modo al cabo de diez años, pero rechazó la idea violentamente. ¡Imposible!

—Creo que has olvidado lo que mayo significa —dijo desafiador.

—Recuerdo perfectamente lo que significa —repuso su compa­ñero—. ¡Nada en absoluto! Eres tú quien lo olvida. Mayo no signi­fica nada para ti, George Platen, ni tampoco para mí, Hali Omani —concluyó suavemente.

—Las naves vienen a buscar reclutas. En junio, millares y millares partirán con millones de nombres y mujeres a bordo, para dirigirse a todos los mundos conocidos... ¿Y dices que eso no significa nada?

—Menos que nada. Y de todos modos, ¿qué pretendes que haga al respecto?

Omani siguió con el dedo un difícil pasaje del libro que estaba leyendo y sus labios se movieron en silencio.

George le observó«¡Vamos, hombre! —le animó interiormen­te—. ¡Grita, pégame, haz algo, maldita sea!»

Lo que le ocurría era que no quería sentirse tan solo en su ira. No quería ser el único que se hallase rebosante de resentimiento, el único que sufriese una lenta agonía.

Habían sido mucho mejores aquellas primeras semanas cuando el universo era un cascarón de luz imprecisa y de sonidos, que parecía oprimirle. Estaba mucho mejor antes que Omani hubiese aparecido para devolverle a una vida que no valía la pena vivir.

¡Omani era viejo! Al menos tenía treinta años. George se pre­guntó: «¿Seré yo así a los treinta? ¿Seré así dentro de doce años?». Y como temía que pudiese serlo, le gritó a Omani:

—¿Quieres dejar de leer ese condenado libro?

Omani volvió una página y leyó algunas palabras; luego levantó la cabeza, cubierta de cabello rizado y crespo, y preguntó:

—¿Cómo?

—¿De qué te sirve leer ese libro? —Se dirigió hacia él y re­zongó—: ¡Más electrónica!

Luego se lo arrebató de las manos de un tirón.

Omani se levantó lentamente y recogió de nuevo el libro, ali­sando sin alterarse una página arrugada.

—Llámalo satisfacción de la curiosidad, si quieres —observó—. Hoy comprendo un poco más, y mañana tal vez otro poquito. Hasta cierto punto, eso supone un triunfo.

—¿Un triunfo? ¿Qué clase de triunfo? ¿Eso es todo lo que quieres hacer en la vida? ¿Llegar a saber la cuarta parte de lo que sabe un Electrónico Diplomado cuando cumplas sesenta y cinco años?

—Tal vez cuando cumpla treinta y cinco.

—¿Y entonces quién te querrá? ¿Quién te empleará? ¿Adónde irás?

—Nadie. A ninguna parte. Me quedaré aquí para leer otros libros.

—¿Y eso te satisface? ¡No me digas! Me has arrastrado hasta la clase. Has conseguido que lea, y que memorice también. ¿Para qué? No encuentro en ello nada que me satisfaga... Lo cual significa que la farsa ha terminado. Haré lo que pensaba hacer al principio, antes que tú me engatusaras. Les obligaré a..., a...

Omani dejó el libro. Esperó a que su compañero se interrum­piera y entonces le preguntó:

—¿A qué, George?

—A rectificar una injusticia. Un complot. Iré a ver a ese Antonelli y le obligaré a reconocer que él..., que él...

Omani meneó la cabeza.

—Todos los que vienen aquí insisten en afirmar que se trata de un error. Suponía que ya habías superado eso.

—No lo digas en ese tono despectivo —dijo George acalorada­mente—. En mi caso es verdad. Ya te he dicho...

—Sí, ya me lo has dicho, pero en el fondo de tu corazón sabes que, por lo que a ti se refiere, nadie se equivocó.

—¿Porque nadie quiso admitirlo? ¿Crees que serían capaces de reconocer un error, a menos que se les obligase a ello?... Pues bien, yo les obligaré.

El responsable de la actitud de George era el mes de mayo, el mes de los Juegos Olímpicos. Sintió que volvía a él su antiguo furor, sin que pudiera evitarlo. Pero es que tampoco quería evitarlo, y había corrido el riesgo de hacerlo.

—Yo iba a ser Programador de Computadora —dijo—, y puedo serlo. Podría serlo hoy mismo, pese a lo que digan que muestra el análisis. —Golpeó el colchón con los puños—. Están equivocados. Tienen que estarlo.

—Los analistas nunca se equivocan.

—Pues en este caso tienen que estar equivocados. ¿Dudas acaso de mi inteligencia?

—La inteligencia no tiene absolutamente nada que ver con esto. ¿No te lo han dicho aún bastantes veces? ¿Es que no eres capaz de comprenderlo?

George se volvió boca arriba y se puso a mirar el techo con expresión sombría.

—¿Y tú qué querías ser, Hali? —preguntó.

—No tenía planes fijos. Creo que me hubiera gustado ser Espe­cialista en Hidroponía.

—¿Crees que hubieras podido serlo?

—No estoy muy seguro.

George nunca había hecho preguntas de carácter personal a Omani. Le pareció extraño, poco natural, que otras personas con ambiciones hubiesen terminado allí. ¡Especialista en Hidroponía!

—¿Pensabas que te dedicarías a esto? —le preguntó.

—No, pero aquí sigo siendo el mismo.

—Y te sientes satisfecho. Satisfecho por completo. Eres feliz. Te gusta. No querrías estar en ningún otro lugar.

Muy despacio, Omani se puso en pie. Con el mayor cuidado, empezó a deshacer su cama, diciendo:

—George, eres un caso difícil. Te estás mortificando porque te niegas a aceptar la verdad sobre ti mismo. Te encuentras en lo que tú llamas la Residencia, pero nunca he oído que la llames por su nombre completo. Dilo, George, diloLuego acuéstate y duerme, y se te pasará todo.

George frunció los labios y mostró los dientes, que rechinaban. Con voz ahogada, exclamó:

—¡No!

—Entonces lo diré yo —dijo Omani, uniendo la acción a la pa­labra.

Pronunció el nombre silabeando con el mayor cuidado.

George sintió una profunda vergüenza al oírlo, y se vio obligado a volver la cabeza.

 

Durante la mayor parte de los primeros dieciocho años de su vida, George Platen había seguido firmemente el rumbo trazado, que le llevaría a ser un Programador de Computadora Diplo­mado. Entre los chicos de su edad muchos pensaban en la Espacionáutica, la Tecnología de la Refrigeración, el Control de Transportes, e incluso la Administración, demostrando con ello su buen juicio. Pero George tenía su plan trazado, y nada le des­viaba de él.

Discutía los méritos relativos con el mismo entusiasmo que ellos. ¿Por qué no? El Día de la Educación estaba ante ellos como la fecha crucial de su existencia. Se aproximaba con regularidad, tan fijo y cierto como el calendario... el primero de noviembre siguiente a su decimoctavo cumpleaños.

Después de aquel día surgían otros temas de conversación. Se podía comentar con los demás los detalles de la profesión, o las virtudes de la esposa y los hijos, o la suerte del propio equipo de polo espacial, o los triunfos que uno había conseguido en los Juegos Olímpicos. Antes del Día de la Educación, sin embargo, el único tema que acaparaba la atención general era precisamente el de esta importantísima fecha.

—¿A qué piensas dedicarte? ¿Crees que lo conseguirás? Bah, eso no es bueno. Mira los registros; han reducido el cupo. Logística, en cambio...

O Hipermecánica... O Comunicaciones... O Gravítica...

Especialmente Gravítica, en aquel momento. Todo el mundo hablaba de Gravítica en los años que antecedieron al Día de la Educación de George, a causa del desarrollo alcanzado por el motor gravítico.

Cualquier mundo situado en un radio inferior a los diez años luz de una estrella enana, según todos decían, hubiera dado cualquier cosa por un Ingeniero Gravítico Diplomado.

Esta idea jamás preocupó a George. Sabía lo que había pasado anteriormente con otra técnica recién creada. Inmediatamente se abrieron las compuertas de la racionalización y la simplificación. Todos los años surgirían nuevos modelos; nuevos tipos de motores gravíticos; nuevos principios. Entonces, todos aquellos caballeros tan solicitados quedarían anticuados, y serían superados por los últimos modelos provistos de la última educación. El primer grupo tendría que dedicarse entonces a trabajos no especializados o em­barcarse para algún mundo atrasado, que aún no estuviese al día.

En la actualidad los Programadores de Computadoras seguían en demanda creciente, a pesar de los años y los siglos transcurridos. Si bien no alcanzaba nunca proporciones monstruosas, pues el mer­cado de los Programadores aún no se hallaba dominado por el frenesí, la demanda aumentaba regularmente, a medida que se abrían nuevos mundos al comercio y los antiguos se hacían más complicados.

Él había discutido constantemente con Stubby Trevelyan sobre este punto. Como suele suceder entre amigos íntimos, sus discusio­nes eran constantes y enconadas y, por supuesto, ninguno convencía al otro ni se dejaba convencer.

Pero Trevelyan tenía un padre que era Metalúrgico Diplomado y había trabajado en uno de los Mundos Exteriores, y un abuelo que también había sido Metalúrgico Diplomado. Él también se propo­nía serlo, para continuar la tradición de la familia, y estaba firme­mente convencido que cualquier otra profesión no sería tan res­petable.

—Siempre habrá metales —solía decir—, y no hay nada como modelar las aleaciones de acuerdo con las normas y ver cómo crecen las estructuras. En cambio, ¿qué hace el Programador? Pasar el día sentado ante una máquina de kilómetro y medio, suministrándole datos por una ranura.

Incluso a los dieciséis años, George ya demostraba poseer un carácter práctico. Replicó escuetamente:

—Tendrás que competir con un millón de Metalúrgicos.

—¿Quieres una mejor demostración de lo buena que es esta profe­sión? ¡No hay otra como ella!

—Pero terminarás por no encontrar trabajo, Stubby. Cualquier mundo puede fabricarse sus propios Metalúrgicos, y el mercado que tienen los modelos terrestres más avanzados no es tan grande. Donde tienen más demanda es en los mundos pequeños. ¿Sabes qué proporción de Metalúrgicos Diplomados se envía a mundos clasifi­cados como Grado A? Lo consulté, y vi que es un trece coma tres por ciento. Eso quiere decir que tienes siete probabilidades entre ocho de quedarte en un mundo que apenas tiene agua corriente. Incluso puede que te quedes en la Tierra: el dos coma tres por ciento lo hacen.

Trevelyan dijo con cierto acaloramiento:

—No constituye ninguna desgracia quedarse en la Tierra. La Tierra también necesita técnicos. Y buenos.

Su abuelo había sido Metalúrgico en la Tierra. Trevelyan se llevó la mano al labio superior, y se dio golpecitos en un bigote todavía inexistente.

George sabía lo del abuelo de Trevelyan y, considerando que sus propios antepasados también estuvieron ligados a la Tierra, optó por no reírse. En cambio, dijo, muy diplomático:

—Desde luego, no es ninguna desgracia desde el punto de vista intelectual. Pero a todos nos gustaría ir a un mundo de Grado A, ¿no es cierto?

»Veamos ahora el caso de los Programadores. Sólo los mundos de Grado A poseen el tipo de computadoras que necesitan verdade­ramente Programadores de primera clase, por lo cual son los únicos que se encuentran en el mercado. Además, las cintas que usan los Programadores son complicadas y casi ninguna de ellas encaja. Ne­cesitan más Programadores de los que puede facilitar su propia población. Es una simple cuestión de estadística. Sólo existe un Programador de primera clase entre un millón. Si un mundo con una población de diez millones necesita veinte Programadores, tiene que acudir a la Tierra para procurarse de cinco a quince de ellos. ¿No es así?

»¿Y sabes cuántos Programadores de Computadora Diploma­dos salieron el año pasado para planetas de Grado A? Voy a decírtelo: hasta el último. Si eres Programador, te llevarán. Sí, señor.

Trevelyan frunció el ceño.

—Si sólo uno entre un millón lo consigue, ¿qué te hace suponer que tú lo conseguirás?

George replicó, un poco a la defensiva:

—No lo sé, pero lo conseguiré.

Nunca se atrevió a confiar a nadie, ni a Trevelyan ni a sus padres, a qué se debía que se sintiese tan seguro. Pero no estaba preocupado. Tenía confianza en el futuro (ese fue el peor de todos los recuerdos que conservó en los días desesperanzados que siguie­ron.) Se hallaba tan tranquilo y confiado como cualquier niño de ocho años en vísperas del Día de la Lectura..., aquella anticipación infantil del Día de la Educación.

 

Desde luego, el Día de la Lectura había sido distinto. En parte se debió al simple hecho que era un niño. A los ocho años se aceptan muchas cosas extraordinarias. Un día no se sabe leer y al siguiente se ha aprendido. Así son las cosas. Como la luz del sol.

Además, la ocasión era mucho menos importante. No esperaban los reclutadores, empujándose para leer las listas y resultados de los próximos Juegos Olímpicos. Un niño que ha pasado el Día de la Lectura no es más que una criatura que vivirá todavía una década tranquila y monótona en la Tierra, arrastrándose por su superficie; una criatura que vuelve al seno de su familia con una nueva habi­lidad.

Cuando llegó el Día de la Educación, diez años después, George había olvidado casi todos los detalles de su Día de la Lectura.

Sólo se acordaba que fue un día de septiembre y que lloviz­naba. (Septiembre para el Día de la Lectura; noviembre para el Día de la Educación; mayo para los Juegos Olímpicos. Incluso se com­ponían canciones infantiles con estos temas.) George se vistió a la luz que salía de las paredes; sus padres estaban más emocionados que él. El autor de sus días era un Montador de Tuberías Diplomado, y trabajaba en la Tierra. Esto constituyó siempre una humi­llación para él, aunque, naturalmente, como todos podían ver, la inmensa mayoría de cada generación tenía que quedarse en la Tie­rra. Estaba en la propia naturaleza de las cosas.

Tenía que haber agricultores, mineros e incluso técnicos en la Tierra. Solamente las profesiones de último modelo y muy especializadas se hallaban en gran demanda por parte de los Mundos Exteriores, y sólo se podían exportar algunos millones por año, de los ocho billones de seres humanos a que ascendía la población de la Tierra. Cualquier habitante del planeta podía contarse entre los elegidos, pero no podían pertenecer todos a ese grupo, por su­puesto.

Sin embargo, sí podían aspirar a que al menos uno de sus hijos resultase elegido, y Platen padre no era una excepción a esta regla. Le resultaba evidente (y no sólo a él) que George poseía una inteli­gencia notable y muy rápida. Confiaba mucho en él, que además era su hijo único. Si George no conseguía situarse en un Mundo Exte­rior, tendrían que esperar a tener un nieto antes que de nuevo se presentase aquella posibilidad. Pero eso estaba demasiado alejado en el futuro para servirles de consuelo.

El Día de la Lectura no demostraría gran cosa, desde luego, pero sería la única indicación que tendrían antes que llegase la fecha más importante. Todos los padres de la Tierra escuchaban la calidad de la lectura cuando su hijo regresaba a casa con ella; escuchaban tratando de oír una fluidez particular, que les permitiría hacer presagios para el futuro. Había muy pocas familias que no concibiesen esperanzas por uno de sus vástagos, el cual, a partir del Día de la Lectura, se convertía en la gran esperanza de sus padres por la manera como pronunciaba los trisílabos.

Confusamente, George comprendió la causa de la tensión que dominaba a sus padres, y si aquella mañana lluviosa había ansiedad en su joven corazón, se debía únicamente al temor que sentía de ver desvanecerse la esperanzada expresión del rostro paterno, cuando regresase al hogar con su lectura.

Los niños se reunían en la gran sala de actos del Ayuntamiento Educativo. En toda la Tierra, en millones de salas semejantes, durante todo aquel mes, se reunirían grupos similares de niños. A George le deprimía el ambiente sórdido de la sala y la presencia de los otros niños nerviosos y envarados con sus ropas de gala, a las que no estaban acostumbrados.

Maquinalmente, George imitó a sus compañeros. Encontró el grupo integrado por los niños que vivían en su mismo piso en la casa de vecindad, y se unió a ellos.

Trevelyan, que vivía en la puerta contigua, aún llevaba largos cabellos infantiles, y se encontraba a años de distancia de las patillas cortas y el bigote rojizo que luciría cuando fuese fisiológicamente capaz de ello.

Trevelyan (que entonces conocía a George por el apodo de «el Bocazas»), dijo:

—Asustado, ¿eh?

—Nada de eso —dijo George, para añadir en tono confi­dencial—: Mis padres han puesto un montón de letra impresa en mi mesa, y cuando vuelva a casa les haré una demostración de lectura.

(El principal sufrimiento de George, por el momento, consistía en no saber dónde meter las manos. Le habían advertido que no se rascase la cabeza, ni se frotase las orejas, ni se pellizcase la nariz, ni se metiese las manos en los bolsillos. Eso eliminaba casi cualquier otra posibilidad.)

Trevelyan, en cambio, se metió las manos en los bolsillos como si tal cosa y dijo:

—Mi padre no está en absoluto preocupado.

Trevelyan padre había sido Metalúrgico en Diporia durante casi siete años, lo cual le confería una categoría social superior en el barrio, aunque ahora estuviese jubilado y hubiese vuelto a la Tierra.

La Tierra no veía con buenos ojos el regreso de estos inmigran­tes, a causa de los problemas demográficos que tenía planteados, pero una pequeña parte de ellos conseguía regresar. En primer lugar, la vida era más barata en la Tierra, y lo que en Diporia, por ejemplo, era una pensión insignificante, en la Tierra se convertía en una renta muy saneada. Además, siempre había hombres que halla­ban una gran satisfacción en exhibir su triunfo ante sus amigos y en los lugares donde había transcurrido su infancia, en lugar de hacerlo ante el resto del universo.

Trevelyan padre explicó después que si se hubiese quedado en Diporia, sus hijos hubieran debido hacer lo propio, y Diporia era un mundo con una única astronave. Sin embargo, en la Tierra, sus vástagos podían aspirar a cualquier otro mundo, incluso Novia.

Stubby Trevelyan aprendió pronto la lección. Aun antes del Día de la Lectura, su conversación se basaba en el hecho incuestionable que él terminaría en Novia.

George, apabullado ante el grandioso futuro de su compañero, que contrastaba con su mísero presente, se puso a la defensiva.

—Mi padre tampoco está preocupado. Únicamente quiere oír­me leer porque está seguro que lo haré muy bien. Supongo que tu padre no querría oírte si supiese que lo ibas a hacer mal.

—Yo no lo haré mal. Leer no es nada. En Novia, tendré gente que leerá para mí.

—¡Porque tú no podrás leer por ti mismo, ya que eres tonto!

—¿Entonces, cómo es que voy a ir a Novia?

George, acorralado, lanzó esta atrevida negación:

—¿Y quién dice que irás a Novia? Me apuesto lo que quieras a que no irás a ninguna parte.

Stubby Trevelyan enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

—Pero no seré un Montador de Tuberías, como tu padre —es­petó.

—Retira eso, renacuajo.

—Retira tú lo que has dicho.

Ambos permanecían nariz contra nariz, sin demasiadas ganas de pelear, pero contentos de poder hacer algo familiar en aquel sitio extraño. Además, al amenazar con los puños la cara de su compa­ñero, George había resuelto el problema de las manos, al menos por el momento. Otros niños se reunieron a su alrededor, muy excita­dos.

Pero todo terminó cuando una voz femenina resonó con fuerza por el sistema de altavoces. Reinó un silencio instantáneo. George aflojó los puños y se olvidó de Trevelyan.

—Niños —decía la voz—, vamos a llamarles por sus nom­bres. Los que sean llamados se dirigirán a uno de los hombres situados junto a las paredes laterales. ¿Los ven? Son fáciles de distinguir gracias a los uniformes rojos que llevan. Las niñas se dirigirán a la derecha. Los niños, a la izquierda. Miren ahora a su alrededor, para ver al hombre de rojo que tienen más pró­ximo...

George encontró al suyo a la primera ojeada y esperó a que le llamasen por su nombre. Como todavía no conocía las complicacio­nes del alfabeto, el tiempo que tuvo que esperar hasta que llegasen a su letra le resultó muy enojoso.

La multitud de niños se iba aclarando; por turno, todos se diri­gían al guía vestido de rojo más próximo.

Cuando por último el nombre de «George Platen» resonó por el altavoz, la sensación de alivio del niño sólo se vio superada por la alegría inenarrable que experimentó al ver que Stubby Trevelyan seguía aún en su sitio sin que le llamasen.

Volviéndose a medias, George le gritó al irse:

—Adiós, Stubby, tal vez no te quieren.

Aquel momento de alegría fue de breve duración. Le hicieron ponerse en fila con otros niños desconocidos, y les obligaron a seguir por varios corredores. Todos se miraban, con ojos muy abier­tos y preocupados, pero con excepción de «No empujen» y «¡Eh, cuidado!», no había conversación.

Les entregaron varios trocitos de papel, ordenándoles que los guardasen. George miró el suyo con curiosidad. Pequeñas señales negras de diferentes formas. Sabía que era letra impresa, pero..., ¿cómo se podían formar palabras con aquello? Era incapaz de imaginárselo.

Le ordenaron que se desnudase; sólo quedaban juntos él y otros cuatro niños. Todos ellos se despojaron de sus ropas nuevas, y pudo ver a cuatro niños de su misma edad desnudos y pequeños, tem­blando más de vergüenza que de frío. Vinieron técnicos en Medi­cina, que les palparon, les aplicaron extraños instrumentos, les to­maron muestras de sangre. Luego les pidieron las tarjetas que los niños conservaban y añadieron nuevas marcas en ellas con varitas negras que servían para trazar aquellos signos, perfectamente alineados, a gran velocidad. George observó los nuevos signos, pero no resultaban más comprensibles que los anteriores. Los niños reci­bieron la orden de vestirse.

Tomaron asiento en sillas separadas y esperaron. Volvieron a llamarlos por sus nombres. El de «George Platen» fue el tercero.

El niño penetró en una gran estancia, llena de atemorizantes instrumentos provistos de botones; ante ellos se alzaban brillantes paneles. En el centro de la sala había una mesa, ante la cual se sentaba un hombre, con la vista fija en los paneles amontonados frente a sí.

¿George Platen? le dijo.

—Sí, señor —respondió George, con un hilo de voz.

Toda aquella espera y aquel ir de acá para allá le estaban po­niendo nervioso. Ojalá terminasen pronto.

El hombre sentado ante la mesa le dijo:

—Yo soy el doctor Lloyed, George. ¿Cómo estás?

No había levantado la mirada al hablar. Probablemente había dicho aquellas mismas palabras docenas de veces, sin mirar a quien tenía delante.

—Estoy bien, gracias —repuso el chico.

—¿Tienes miedo, George?

—Pues..., no, señor —dijo George, con una voz que le pareció cargada de miedo incluso a él mismo.

—Muy bien —dijo el médico—, porque no tienes nada que te­mer. Vamos a ver, George. Aquí en tu ficha dice que tu padre se llama Peter y es un Montador de Tuberías Diplomado, y que tu madre se llama Amy y es Técnico de Hogar Diplomado. ¿Es así?

—Sí..., señor.

—Y tú naciste el trece de febrero, y tuviste una infección de oído hará cosa de un año. ¿No?

—Sí, señor.

—¿Sabes cómo es que sé todas estas cosas?

—Porque están en la ficha, ¿no, señor?

—Exactamente.

El médico miró a George por primera vez y sonrió, exhibiendo una hilera de dientes blancos y regulares. Parecía mucho más jo­ven que el padre de George. El nerviosismo del niño disminuyó en parte.

El médico tendió la ficha a George.

—¿Sabes lo que significan estos signos que ves aquí, George?

Al niño le sorprendió que el doctor le pidiese que mirase la ficha, como si esperase que de pronto fuese capaz de entenderla por arte de magia. Sin embargo, vio las mismas señales que antes y se la devolvió diciendo:

—No, señor.

—¿Por qué no?

George entró en súbitas sospechas acerca de la cordura de aquel hombre. ¿Es que acaso no lo sabía ya?

—No sé leer, señor.

—¿Te gustaría saber leer?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

George le miró, apabullado. Nunca le habían preguntado seme­jante cosa. No sabía qué responder.

—No lo sé, señor —tartamudeó.

—La letra impresa te guiará durante toda tu vida. Tienes mucho que aprender, aun después del Día de la Educación. En fichas como ésta encontrarás datos muy útiles. Con los libros podrás aprender. Podrás leer lo que aparezca en las pantallas de televisión. La letra de molde te dirá cosas tan útiles e interesantes que el analfabetismo te parecerá tan malo como la ceguera. ¿Me entiendes?

—Sí, señor.

—¿Todavía tienes miedo, George?

—No, señor.

—Muy bien. Ahora voy a decirte exactamente lo que haremos primero. Te pondré estos alambres en la frente, sobre el borde de los ojos. Quedarán fijos ahí, pero no te harán daño. Luego, pondré en marcha un aparato que hará un zumbido. Es un sonido muy di­vertido y te hará cosquillas, pero tampoco te hará daño. Si te lo hiciese, me lo dices, y yo pararé en seguida el aparato, pero ya te digo que no te hará el menor daño. ¿De acuerdo?

George asintió y tragó saliva.

—¿Estás dispuesto?

George asintió de nuevo, cerrando los ojos mientras el médico lo preparaba. Sus padres ya le habían explicado aquello. Ellos tam­bién le dijeron que no le haría daño, pero después venían los otros niños, los de diez y doce años, que gritaban a los de ocho que esperaban el Día de la Lectura:

—¡Ya verán cuando venga lo de la aguja!

Otros decían confidencialmente:

—Te abrirán la cabeza con un cuchillo así de grande que tiene un gancho.

Y luego obsequiaban a su horrorizado auditorio con otros deta­lles espeluznantes.

George nunca les creyó, pero había tenido pesadillas, y a la sazón las recordaba, cerrando los ojos y experimentando un intenso terror.

No notó los alambres que el médico le puso en las sienes. El zumbido era algo distante, y oía mejor el sonido de su propia sangre en los oídos, agudo y hueco como si se hallase en una gran caverna. Lentamente, se arriesgó a abrir los ojos.

El médico le daba la espalda. De uno de los instrumentos iba saliendo una tira de papel, cubierta por una línea morada fina y ondulante. El hombre rompía la tira a pedazos, que introducía en la ranura de otra máquina. Lo hacía incansablemente. Cada vez salía un trozo de película que el médico examinaba. Finalmente, se volvió hacia George, frunciendo el entrecejo de un modo raro.

El zumbido cesó.

George preguntó, casi sin aliento:

—¿Ya..., ya ha terminado?

El médico respondió afirmativamente, pero seguía con el ceño fruncido.

—¿Ahora ya sé leer? —preguntó George, a pesar que no se sentía diferente.

El hombre le preguntó:

—¿Cómo?

Luego esbozó una breve sonrisa, antes de proseguir:

—Esto va muy bien, George. Dentro de quince minutos ya po­drás leer. Ahora vamos a utilizar otra máquina, y la operación durará un poco más. Te cubriré la cabeza con un aparato, y cuando lo ponga en marcha no podrás ver ni oír nada durante un rato, pero no te dolerá. Para que estés tranquilo, te daré este pequeño inte­rruptor, que sujetarás con la mano. Si notas dolor, oprime el botoncito y el aparato se parará. ¿De acuerdo?

Algunos años después, George supo que el pequeño interruptor no tenía ninguna eficacia; se lo dieron únicamente para tranquili­zarlo. Sin embargo, nunca lo supo con certeza, pues no llegó a pulsar el botón.

Un gran casco de superficie curvada y bruñida, forrado de cor­cho, le cubrió la cabeza. Tres o cuatro salientes insignificantes pare­cieron clavarse en su cráneo, pero se trataba únicamente de una leve presión, que pronto desapareció. No sentía el menor dolor.

La voz del médico le llegaba muy apagada.

—¿Te encuentras bien, George?

Y de repente, sin advertencia previa, una gruesa capa afelpada pareció rodearle enteramente. Se sentía incorpóreo, no experimen­taba ninguna sensación, el mundo no existía... Sólo él y un distante murmullo en el fondo de la nada, que le decía algo..., que le de­cía..., que le decía...

Se esforzó por oír y comprender, pero se hallaba rodeado por aquella gruesa capa afelpada.

Entonces le quitaron el casco de la cabeza, y la luz era tan deslumbrante que le obligó a cerrar los ojos, mientras la voz del médico resonaba en sus oídos, diciéndole:

—Aquí tienes tu ficha, George. ¿Qué dice?

George miró de nuevo la ficha y lanzó una exclamación aho­gada. Los signos ya no eran solamente signos. Formaban palabras. Eran palabras muy claras; le parecía como si alguien se las susurrase al oído. En realidad, hubiera dicho que se las susurraban de verdad, mientras las estaba mirando.

—¿Qué dice aquí, George?

—Dice..., dice... «Platen, George. Nacido el trece de febrero de seis mil cuatrocientos noventa y dos. Hijo de Peter y de Amy...»

Se interrumpió.

—Ya sabes leer, George —dijo el médico—. Hemos terminado.

—¿De veras? ¿No lo olvidaré?

—No, no lo olvidarás. —El médico le estrechó la mano con se­riedad—. Ahora te llevarán a casa.

Pasaron bastantes días antes que George se fuera acostum­brando a su nueva y extraordinaria vida. Leía para su padre con tal soltura que el autor de sus días no podía contener el llanto y llamaba a otros miembros de la familia para comunicarles la buena nueva.

George paseaba por la población, leyendo todos los pedazos de papel impreso que caían en sus manos, extrañado de no haberlos comprendido hasta entonces.

Se esforzó por recordar cómo era no poder leer, y no lo consi­guió. En realidad, le parecía como si toda su vida hubiese sabido leer. Desde siempre.

 

A los dieciocho años, George era un muchacho moreno, de estatura media, pero que parecía más alto por lo flacucho que estaba. Trevelyan, que apenas tenía dos centímetros menos de esta­tura, era de complexión tan rechoncha y robusta que el mote de «Stubby (regordete) le quedaba justo, mejor aún que cuando era niño; sin embargo, durante aquel último año ya empezaba a molestarse cuando se lo aplicaban. Y como su nombre de pila todavía le gus­taba menos, todos le llamaban Trevelyan, o cualquier variante decente de este nombre. Además, como para demostrar de manera concluyente que ya era un hombre, se había dejado patillas y un hirsuto bigotillo.

A la sazón se hallaba sudoroso y nervioso, y George, a quien ya habían dejado de llamar «Bocazas», y que respondía ahora al breve y gutural monosílabo «George», se divertía enormemente al verlo.

Se hallaban de nuevo en aquella enorme sala en la que estuvie­ran diez años atrás, y a la que no habían vuelto durante este inter­valo. Fue como si un sueño nebuloso del pasado se corporeizase de pronto. Durante los primeros minutos, George se quedó muy sor­prendido al ver que todo parecía más pequeño y abarrotado de como él lo recordaba; luego pensó que él había crecido.

La multitud era más reducida que en aquel día, tan lejano ya. Además, estaba compuesta exclusivamente por muchachos. Las chicas habían sido convocadas para otra fecha.

Trevelyan se inclinó hacia él para decirle:

—¡Vaya una manera de hacernos esperar!

—La burocracia —dijo George—. Es inevitable.

—¿Por qué te muestras tan tolerante con ellos? —bufó Tre­velyan.

—¿Para qué preocuparme?

—Vamos, chico, a veces eres inaguantable. Ojalá termines como Estercolero Diplomado, para poder verte la cara cuando tra­bajes.

Sus oscuros ojos se pasearon con expresión ansiosa por la multi­tud de muchachos.

George también miró a su alrededor. El sistema era distinto del que habían empleado con los niños. Todo se desarrollaba más lentamente, y al principio les entregaron una hoja con instrucciones impresas (una ventaja sobre los prelectores). Los nombres de Pla­ten y Trevelyan quedaban bastante abajo según el orden alfabético, pero esta vez ambos lo sabían.

De las salas de educación salían los muchachos, con el ceño fruncido y el enojo pintado en sus semblantes; recogían sus ropas y efectos, y luego se iban a la sección de análisis para enterarse del resultado.

Cada uno de ellos, al salir, se veía rodeado por un grupo de jóvenes, que le asaeteaban a preguntas:

—¿Cómo ha ido? ¿Qué sensación produce? ¿Crees que lo has hecho bien? ¿Te sientes diferente?

Las respuestas eran vagas e imprecisas.

George se esforzó por mantenerse apartado de los grupos. De nada servía excitarse. Todos decían que se tenían mayores probabi­lidades de éxito conservando la calma. Aun así, notaba un sudor frío en las palmas de las manos. Tenía gracia que con el paso de los años se experimentasen nuevas tensiones.

Por ejemplo, los profesionales altamente especializados que se dirigían a un Mundo Exterior iban acompañados de sus respectivos cónyuges. Era importante mantener el equilibrio emotivo inalte­rado en todos los mundos. ¿Y qué chica se negaría a acompañar a un muchacho destinado a un mundo clasificado como Grado A? George todavía no pensaba en ninguna chica determinada; a decir verdad, las chicas no le interesaban por el momento. Una vez fuese Programador, una vez pudiese poner, detrás de su nombre, Programador de Computadora Diplomado, realizaría su elección, como un sultán en un harén. Esta idea le excitó, y trató de desecharla. Debía guardar la compostura.

Trevelyan murmuró:

—¿No quieres explicarme esto? Primero dicen que es mejor mantenerse tranquilo y descansado. Luego te hacen pasar por esta larga espera, después de la cual resulta imposible conservar la calma y la tranquilidad.

—Tal vez lo hagan adrede. En primer lugar, así pueden distin­guir a los chicos de los hombres. Calma, Trev.

—¡Bah, cállate! —rezongó Trevelyan.

Entonces le llegó el turno a George. No le llamaron por su nombre. Éste apareció en letras luminosas en el tablón de anuncios.

Se despidió de Trevelyan con un gesto amistoso.

—Calma, muchacho. No te dejes impresionar.

Estaba muy contento cuando entró en la sala de prueba. Con­tento de verdad.

 

El hombre sentado ante la mesa le preguntó:

—¿George Platen?

Durante un instante fugaz, la mente de George evocó vívida­mente la imagen de otro hombre que, diez años atrás, le había hecho la misma pregunta. Casi le pareció que aquél era el mismo hombre y que él, George, volvía a tener ocho años, como el día en que cruzó el umbral de aquella sala.

Pero cuando el individuo sentado ante la mesa levantó la cabeza, sus facciones no correspondían en absoluto con las de aquel súbito recuerdo. La nariz era bulbosa, el cabello, ralo y grueso, y la piel de la mejilla le pendía fláccidamente, como si hubiese adelgazado de pronto tras haber estado muy grueso.

George volvió de nuevo a la realidad cuando vio el enojo refle­jado en el semblante de aquel individuo.

—Sí, soy George Platen, señor.

—Dilo, pues. Yo soy el doctor Zachary Antonelli, y dentro de poco seremos amigos íntimos.

Contempló unas pequeñas tiras de película, levantándolas para mirarlas al trasluz con ojos de búho.

George dio un respingo. Muy vagamente, recordó que el otro médico (cuyo nombre había olvidado) había mirado unas películas parecidas. ¿Serían las mismas? Aquel otro médico había fruncido el ceño, y éste le estaba mirando con expresión encolerizada.

Su contento se había esfumado.

El doctor Antonelli abrió un grueso expediente, que colocó en la mesa ante él, y apartó cuidadosamente los trozos de película.

—Aquí dice que quieres ser Programador de Computadora.

—Sí, doctor.

—¿Sigues con esa idea?

—Sí, señor.

—Es una posición llena de responsabilidad, y muy fatigosa. ¿Te sientes capaz de ocuparla?

—Sí, señor.

—La mayoría de los pre-educandos no ponen ninguna profesión de­terminada. Supongo que les asusta la idea de no estar a la altura de ella.

—Sí, doctor Antonelli, eso debe de ser.

—¿Y tú, no tienes miedo?

—Prefiero ser franco y decirle que no, doctor.

El doctor Antonelli asintió, pero sin que su expresión se suavi­zase lo más mínimo.

—¿Por qué quieres ser Programador?

—Como usted ha dicho, doctor, es una posición de responsabili­dad y de mucho trabajo. Es un empleo importante y lleno de emo­ción. Me gusta, y me creo capacitado para desempeñarlo.

El doctor Antonelli apartó el expediente, y miró a George con acritud. Luego le preguntó:

—¿Y cómo sabes que te gusta? ¿Porque crees que te enviarán a un planeta de Grado A?

George, desazonado, se dijo: «Está tratando de confundirte. Tú tranquilo, y respóndele con franqueza.»

Dijo entonces:

—Creo que un Programador tiene muchas probabilidades para que le envíen a un planeta de Grado A, doctor, pero aunque me quedase en la Tierra, sé que me gustaría.

«Eso es cierto. No estoy mintiendo», pensó George.

—Muy bien. ¿Y cómo lo sabes?

Le hizo esta pregunta como si supiese de antemano que no podría responderla. George apenas pudo contener una sonrisa. Po­día responderla.

—He leído cosas sobre Programación, doctor.

—¿Que has hecho qué?

El médico se mostraba sinceramente sorprendido, lo cual pro­dujo gran satisfacción a George.

—Leer sobre Programación, doctor. Compré un libro que tra­taba de ese tema y lo he estado estudiando con interés.

—¿Un libro para Programadores Diplomados?

—Sí, doctor.

—Pero no era posible que lo entendieses.

—Al principio no. Adquirí otros libros sobre Matemáticas y Electrónica. Me las arreglé para comprenderlos. Todavía no sé mu­cho, pero sí lo bastante para saber que eso me gusta, y que puedo estudiarlo.

(Ni siquiera sus padres habían logrado descubrir el escondrijo donde guardaba sus libros. Tampoco sabían por qué pasaba tanto tiempo encerrado en su habitación, ni que robaba horas al sueño para estudiar.)

El médico tiró de los pliegues de piel que le pendían bajo la barbilla.

—¿Qué te proponías al hacer eso, muchacho?

—Quería estar seguro que la Programación me gustaría, doc­tor.

—Pero tú ya sabías, supongo, que sentir interés por una cosa no significa nada. Uno puede sentir verdadera pasión por un tema, pero si la conformación física de su cerebro indica que sería más útil haciendo otra cosa, eso es lo que hará. Supongo que sabías eso, ¿no?

—Sí, me lo dijeron —dijo George, cautelosamente.

—Entonces puedes creerlo. Es verdad.

George guardó silencio.

El doctor Antonelli prosiguió:

—¿O acaso crees que el estudio de un tema determinado inclina a las neuronas en esa dirección, como esa otra teoría según la cual una mujer encinta sólo necesita escuchar en forma reiterada obras maestras de música, para que el hijo que nazca llegue a ser un gran compositor? ¿Tú también crees eso?

George enrojeció. Desde luego, lo había pensado. Estaba se­guro que si dirigía constantemente su intelecto en la dirección deseada, conseguiría el resultado apetecido. Confiaba principal­mente en esta idea para conseguirlo.

—Yo nunca... —empezó a decir, sin poder terminar la frase.

—Pues no es cierto. Tienes que saber, jovenzuelo, que la con­formación de tu cerebro viene determinada ya desde el mismo día de tu nacimiento. Puede alterarse a consecuencia de un golpe que produzca lesiones en las células, o por una hemorragia cerebral, un tumor o una infección grave..., pero en todos estos casos el cerebro quedará dañado. Te aseguro que el hecho que pienses algo deter­minado con insistencia no le afecta en absoluto.

Contempló pensativo a George, para añadir:

—¿Quién te dijo que hicieras eso?

George, ya muy desazonado, tragó saliva y contestó:

—Nadie, doctor, fue idea mía.

—¿Quién sabía que lo hacías? ¿Había alguien que lo supiese, además de ti?

—Nadie, doctor; lo hice sin mala intención.

—¿Quién habla de eso? Yo únicamente lo considero una pér­dida de tiempo. ¿Por qué no se lo dijiste a nadie?

—Pensé..., pensé que se reirían de mí.

(Recordó de pronto una reciente conversación que había soste­nido con Trevelyan. George abordó el tema cautelosamente, como si se tratase de algo sin importancia que se le había ocurrido y que se hallaba situado en las zonas más periféricas de su mente; algo rela­tivo a la posibilidad de aprender una materia cargándola a mano en el cerebro, por así decirlo, a trocitos y fragmentos. Trevelyan voci­feró: «George, antes de poco tiempo les estarás sacando brillo a tus zapatos y cosiéndote tus propias camisas». Entonces estuvo con­tento de haber mantenido tan celosamente su secreto.)

El doctor Antonelli colocó en diversas posiciones las películas que antes había examinado. Efectuó esta operación en silencio, sumido en sus propios pensamientos y con expresión enfurruñada. Luego dijo:

—Voy a analizarte. Por aquí no vamos a ninguna parte.

Colocó los electrodos en las sienes de George. Sonó un zum­bido. El muchacho recordó de nuevo, claramente, lo ocurrido diez años antes.

Las manos de George estaban bañadas en sudor frío; el corazón le latía desaforadamente. Había cometido una estupidez al revelar su secreto al doctor.

La culpa era de su condenada vanidad, se dijo. Había querido demostrar lo listo que era, el carácter emprendedor que poseía. Pero sólo había conseguido mostrarse supersticioso e ignorante, despertando la hostilidad del doctor.

Y por si fuese poco, se había puesto tan nervioso que estaba seguro que los datos que suministraría el analizador no tendrían ni pies ni cabeza.

No se dio cuenta del momento en que le quitaron los electrodos de las sienes. El espectáculo del doctor, que le miraba con aire pensativo, penetró en su conciencia, y eso fue todo; los hilos con­ductores ya no se veían. George hizo de tripas corazón con gran esfuerzo. Había renunciado ya a su ambición de ser Programador. En el espacio de diez minutos, todas sus ambiciones se habían desmoronado.

Con voz afligida, preguntó:

—No, ¿verdad?

—¿No qué?

—No seré Programador...

El médico se frotó la ancha nariz y dijo:

—Recoge tus ropas y todos tus efectos personales y vete a la ha­bitación 15-C. Allí está tu expediente, junto con mi informe.

Estupefacto, George preguntó:

—¿Ya estoy educado? Yo pensé que esto sólo era...

El doctor Antonelli tenía la vista fija en su mesa.

—Todo te lo explicarán a su debido tiempo. Haz lo que te or­deno.

George sintió algo muy parecido al pánico. ¿Qué le estaba ocul­tando? Seguramente, que no servía para otra cosa que para Obrero Diplomado. Iban a prepararle para esa profesión; iban a hacerle los ajustes necesarios.

De pronto estuvo seguro de ello, y sólo haciendo un gran es­fuerzo de voluntad consiguió ahogar un grito de desesperación.

Volvió dando traspiés a su lugar de espera. Trevelyan ya no estaba allí, hecho que le hubiera aliviado si hubiese sido capaz de darse cuenta cabal de lo que le sucedía. En realidad, apenas que­daba nadie, y los pocos que quedaban en la sala se hallaban dema­siado cansados por la forzosa espera que les imponía su situación de cola en el alfabeto para darse cuenta de la terrible mirada de cólera y odio con que él los fulminó.

¿Qué derecho tenían ellos a ser técnicos mientras él sería un simple Obrero? ¡Un Obrero! ¡Estaba seguro!

 

Un guía vestido con uniforme rojo le acompañó por los atesta­dos corredores junto a los cuales se alineaban habitaciones que contenían los diversos grupos: Mecánicos del Motor, Ingenieros de la Construcción, Agrónomos... Había centenares de profesiones especializadas, y la mayoría de ellas se hallaban representadas en aquella pequeña población por uno o dos diplomados, en el peor de los casos.

De todos modos, él los detestaba por igual: a los Estadísticos y los Contables, los de poca categoría y los más importantes. Los detestaba porque ahora ya poseían sus bonitos conocimientos, sa­bían cuál sería su destino, mientras que él, todavía vacío, seguía preso en los engranajes burocráticos.

Llegó a la habitación 15-C, le introdujeron en ella y le dejaron en una sala vacía. Por un momento, el corazón le dio un brinco de alegría. Si fuera aquélla la sala de clasificación de Obreros, sin duda hubiera habido docenas de muchachos reunidos.

Una puerta se hundió en su alvéolo en el extremo opuesto de un tabique de un metro de altura y entró en la estancia un anciano de níveos cabellos. Le dirigió una sonrisa, exhibiendo una dentadura perfecta, evidentemente postiza; pero de todos modos, mostraba todavía un semblante terso y sonrosado, y su voz era vigorosa.

—Buenas tardes, George —le dijo—. Por lo que veo, nuestro sector solamente tiene uno de ustedes esta vez.

—¿Sólo uno? —dijo George, confuso.

—En toda la Tierra hay miles, desde luego. Muchos miles. No estás solo.

George empezaba a perder la paciencia.

—No le entiendo, señor —dijo—. ¿Cuál es mi clasificación? ¿Qué sucede?

—Calma, muchacho. No pasa nada. Puede sucederle a cual­quiera. —Le tendió la mano y George la estrechó maquinalmente. La mano del desconocido era cálida y apretó fuertemente la de George—. Siéntate, hijo. Yo soy Sam Ellenford.

George asintió con impaciencia.

—Quiero saber qué pasa, señor.

—Naturalmente. En primer lugar, no puedes ser Programador de Computadoras, George. Supongo que ya lo habrás adivinado.

—Sí, señor —repuso George, enojado—. ¿Qué puedo ser entonces?

—Eso es lo que resulta difícil de explicar, George. —Hizo una pausa, y luego añadió con voz clara y firme—: Nada.

—¿Cómo?

—¡Nada!

—¿Pero qué significa esto? ¿Por qué no pueden asignarme una profesión?

—No tenemos elección posible, George. Es la estructura del cerebro quien lo decide.

La tez de George adquirió un tinte cetrino. Los ojos parecían saltársele de las órbitas.

—¿Quiere usted decir que no estoy bien de la cabeza?

—Sí, algo así. Aunque no es una definición muy académica, se ajusta bastante a la verdad.

—Pero, ¿por qué?

Ellenford se encogió de hombros.

—Supongo que ya conoces las líneas generales del programa educativo de la Tierra, George. Prácticamente cualquier ser hu­mano es capaz de absorber cualquier clase de conocimientos, pero el cerebro individual varía, con el resultado que cada cerebro se halla mejor adaptado a la recepción de unos conocimientos que a la de otros. Nosotros nos esforzamos por equiparar el cerebro con los conocimientos que le son adecuados, dentro de los límites de los cupos asignados para cada profesión.

George hizo una señal de asentimiento.

—Sí, ya lo sabía.

—De vez en cuando, George, nos encontramos con un joven cuyo cerebro no puede recibir ninguna clase de conocimientos.

—¿O sea, que no puede ser educado?

—Exactamente.

—Pero eso es una tontería. Yo soy inteligente; puedo compren­der...

Miró con aire desvalido a su alrededor, como si quisiera descu­brir algún medio de demostrar que tenía un cerebro que funcionaba.

—Te ruego que no interpretes mal mis palabras —le dijo Ellen­ford con gravedad—. Tú eres inteligente, desde luego. Incluso posees una inteligencia superior a la normal. Por desgracia, eso no tiene nada que ver con que el cerebro pueda recibir o no unos conocimientos adicionales. En realidad, casi siempre suelen ser per­sonas muy inteligentes las que vienen a esta sección.

—¿Quiere usted decir que ni siquiera podré ser un Obrero Di­plomado? —balbuceó George, sintiendo de pronto que incluso aquello era mejor que el vacío que se abría ante él—. ¿Qué hay que saber para ser Obrero?

—No menosprecies a los Obreros, muchacho. Existen docenas de sub-clasificaciones en ese grupo, y cada una de ellas posee su cuerpo de conocimientos detalladísimos. ¿Crees que no se requiere habilidad para saber la manera adecuada de levantar un peso? Ade­más, para la profesión de Obrero debemos escoger no sólo mentalidades adecuadas a ella, sino organismos perfectamente sanos y re­sistentes. Con tu físico, George, no durarías mucho como Obrero.

George reconoció para sí mismo que era un muchacho más bien debilucho. En voz alta, dijo:

—Pero nunca he oído mencionar a nadie que no tuviese pro­fesión.

—Pues hay muchos —observó Ellenford—. Y nosotros les pro­tegemos.

—¿Les protegen?

George notó que la confusión y el espanto lo dominaban con fuerza avasalladora.

—El planeta vela por ti, George. Desde el momento mismo en que cruzaste esa puerta.

Y le dirigió otra sonrisa.

Era una sonrisa de afecto. A George le pareció una sonrisa protectora; la sonrisa de un adulto ante un niño desvalido.

Preguntó entonces:

—¿Significa eso que me encarcelarán?

—Por supuesto que no. Sencillamente, estarás con otros co­mo tú.

«Como tú.» Aquellas dos palabras parecían atronar los oídos de George.

Ellenford prosiguió:

—Necesitas un tratamiento especial. Nosotros nos ocuparemos de ti.

Ante su propio horror, George se echó a llorar. Ellenford se fue al extremo opuesto de la habitación y miró hacia otro lado, como si estuviese sumido en sus pensamientos.

George se esforzó por reducir su desconsolado llanto a simples sollozos, y luego por dominar éstos. Se puso a pensar en sus padres, en sus amigos, en Trevelyan, en la vergüenza que aquello le pro­ducía...

Rebelándose contra su sino, exclamó:

—Pero aprendí a leer.

—Cualquier persona que esté en sus cabales puede aprender. Nunca hemos hallado excepciones a esta regla. En esta segunda etapa es cuando empezamos a descubrirlas... Y cuando tú apren­diste a leer, George, ya nos preocupó la conformación de tu cere­bro. El médico encargado de hacer la revisión ya nos comunicó ciertas peculiaridades.

—¿Por qué no prueban a educarme? Ni siquiera lo han inten­tado. Estoy dispuesto a correr el riesgo.

—La ley nos lo impide, George. Pero, mira, trataré de portarme bien contigo. Se lo explicaré a tu familia, haciendo lo posible por evitarles el natural dolor que esto les producirá. En el lugar adonde te llevaremos, gozarás de ciertos privilegios. Podrás tener libros y estudiar lo que te plazca.

—Gotas de conocimiento —dijo George amargamente—. Re­tazos de saber. Así, cuando me muera, sabré lo bastante para ser un Botones Diplomado, Sección de Sujetapapeles.

—Pero según tengo entendido, tu debilidad era el estudio de libros prohibidos.

George se quedó de una pieza. De pronto lo comprendió todo, y se desplomó.

—Eso es...

—¿Qué es?

—Este Antonelli. Ha sido él.

—No, George. Te equivocas de medio a medio.

—No le creo —dijo George, dando rienda suelta a su cólera—. Ese granuja me ha denunciado porque le resulté demasiado listo. Se asustó al enterarse que leía libros y que quería dedicarme a la Programación. ¡Bueno, diga qué quiere para arreglarlo! ¿Dinero? ¡Pues no se lo daré! Me iré de aquí, y cuando cuente a todo el mundo este...

Estaba gritando. Al verle fuera de sí, Ellenford meneó la cabeza y tocó un contacto.

Entraron dos hombres sigilosamente y se pusieron a ambos la­dos de George. En un rápido movimiento, le sujetaron los brazos al costado. Uno de ellos le aplicó un aerosol hipodérmico en la corva derecha; la sustancia hipnótica se esparció por sus venas, produciendo un efecto casi inmediato.

Dejó de chillar y su cabeza cayó hacia delante. Se le doblaron las rodillas, y no se cayó al suelo porque los dos hombres le sostuvie­ron, y lo sacaron de la estancia entre ambos, completamente dormido.

 

Cuidaron de George como le habían prometido; le trataron bon­dadosamente, colmándole de atenciones... Poco más o menos, se dijo George, como él hubiera hecho con un gato enfermo que hubiese despertado su compasión.

Le dijeron que era preferible que se sentase en la cama y tratase de sentir interés por la vida; luego añadieron que casi todos los que ingresaban allí mostraban la misma desesperación al principio, y que él ya la superaría.

Pero él ni siquiera les hizo caso.

El propio doctor Ellenford fue a visitarle para decirle que habían comunicado a sus padres que él se hallaba ausente, en una misión especial.

George murmuró:

—¿Acaso saben...?

Ellenford hizo un gesto tranquilizador.

—No les dimos ningún detalle.

Al principio, George se negó a ingerir alimento. Viendo que no quería probar bocado, le alimentaron mediante inyecciones intrave­nosas. Pusieron fuera de su alcance los objetos contundentes o con bordes aguzados, y le tuvieron bajo una constante vigilancia. Poco después, Hali Omani pasó a compartir su habitación, y el estoicismo del negro produjo un efecto sedante sobre él.

Un día, sin poder soportar más su desesperación y su aburri­miento, George pidió un libro. Omani, que leía constantemente, levantó la mirada y una amplia sonrisa iluminó su rostro. George estuvo a punto de retirar su petición, antes que dar una satisfacción a los que le rodeaban, pero luego pensó: «¿Y a mí qué me impor­ta?»

No dijo qué clase de libro quería, y Omani le ofreció uno de Química. Estaba impreso en un tipo de letra grande, con palabras cortas y numerosas ilustraciones. Estaba destinado a los mucha­chos. George tiró el libro contra la pared.

Eso es lo que él sería siempre. Toda su vida le considerarían un muchacho. Siempre sería un preeducando, y tendría que leer libros especialmente escritos para él. Siguió tendido en la cama, furioso y mirando al techo. Transcurrida una hora, se levantó con gesto ce­ñudo, tomó el libro y se puso a leer.

Tardó una semana en terminarlo, y luego pidió otro.

—¿Quieres que devuelva el primero? —le preguntó Omani.

George frunció el ceño. En aquel libro había cosas que no com­prendía, pero todavía sentía demasiada vergüenza para decirlo.

Omani le dijo:

—Si bien se mira, ¿por qué no te lo quedas? Los libros son para leerlos, pero también para consultarlos de vez en cuando.

Aquel mismo día fue cuando terminó por aceptar la invitación de Omani para visitar el lugar en que se hallaban. Siguió al negro, pisándole los talones, dirigiendo miradas furtivas y hostiles a todo cuanto le rodeaba.

Aquel lugar, desde luego, distaba mucho de ser una prisión. No consiguió ver muros, puertas cerradas ni guardianes. Pero en realidad era una cárcel, pues los que allí vivían no podían ir a ninguna parte.

Le hizo bien ver a docenas de compañeros suyos. Era tan fácil creerse que era el único en el mundo tan... anormal.

Con voz ronca, murmuró:

—¿Cuántos somos aquí?

—Doscientos cinco, George, y piensa que ésta no es la única residencia de este tipo que existe en el mundo. Las hay a millares.

Los internados le miraban al pasar: en el gimnasio, en las pistas de tenis, en la biblioteca (nunca hubiera podido imaginar que pudiera existir tal cantidad de libros; estaban amontonados en larguísimos estantes.) Le miraban con curiosidad, y él los fulmi­naba con miradas coléricas. Aquellos individuos no estaban mejor que él; no había ninguna razón para que le mirasen como si fuese un bicho raro.

La mayoría eran muchachos de su edad. De pronto, George preguntó:

—¿Dónde están los mayores?

Omani le contestó:

—Aquí se han especializado en los jóvenes. —Luego, como si comprendiese de pronto el sentido oculto de la pregunta de George, meneó la cabeza gravemente y dijo—: No los han eliminado, si era eso lo que querías decir. Existen otras Residencias para adultos.

—¿Y eso qué nos importa, en realidad? —murmuró George, furioso por mostrarse demasiado interesado y en peligro de dejarse dominar.

—Pues debiera importarnos. Cuando seas mayor, pasarás a una Residencia en la que conviven internados de ambos sexos.

George no pudo ocultar cierta sorpresa.

—¿También hay mujeres?

—Naturalmente. ¿Suponías acaso que las mujeres eran inmunes a... esto?

George se sintió dominado por un interés y una excitación ma­yores de las que había experimentado hasta el momento, desde aquel día en que... Se esforzó por no pensar en aquello.

Omani se detuvo a la puerta de una habitación que contenía un pequeño aparato de televisión de circuito cerrado y una computa­dora de oficina. Cinco o seis muchachos estaban sentados, contem­plando la televisión. Omani le dijo:

—Esto es un aula.

—¿Un aula? —preguntó George—. ¿Qué es eso?

—Los jóvenes que aquí ves se están educando. Pero no según el sistema corriente —se apresuró a añadir.

—¿Quieres decir que absorben los conocimientos poco a poco, a fragmentos?

—Eso es. Así es como se hacía en la antigüedad.

Desde que había llegado a la Residencia no oía decir otra cosa. ¿Y qué? Admitiendo que hubiese habido un tiempo en que la Humanidad no conocía el horno diatérmico, ¿quería eso decir que él debía contentarse con comer carne cruda en un mundo donde todos la comían asada?

Sin poderse contener, preguntó:

—¿Y por qué aceptan aprender las cosas a trocitos?

—Para matar el tiempo, George, y también porque son curiosos.

—¿Y eso qué bien les hace?

—Les alegra la existencia.

George se acostó con aquella idea en la cabeza.

Al día siguiente le dijo a Omani de buenas a primeras:

—¿Puedes llevarme a un aula donde pueda aprender algo sobre Programación?

Animadamente, Omani le contestó:

—Pues no faltaba más.

 

¡Qué lento era aquello! Aquella lentitud sacaba a George de sus casillas. ¿Por qué se tenía que explicar lo mismo una y otra vez, de una manera tan pesada y cuidadosa? ¿Por qué tenía que leer y re­leer un pasaje, para quedarse luego con la vista fija en una ecua­ción, sin conseguir comprenderla de inmediato?

A menudo renunciaba. Una vez estuvo una semana sin asistir a la clase.

Pero siempre acababa por volver. El profesor que dirigía las clases, les señalaba las lecturas y organizaba las demostraciones por medio de la televisión, e incluso les explicaba pasajes y conceptos difíciles, nunca hacía comentarios al respecto.

Por último, asignaron a George un trabajo regular en los jardi­nes, e hizo turnos en la cocina y en otros menesteres domésticos. A primera vista, eso parecía un progreso, pero él no se dejó engañar. Aquella Residencia podía haber estado mucho más mecanizada, pero deliberadamente se hacía trabajar a los jóvenes para darles la im­presión que se ocupaban en algo útil.

Incluso les pagaban pequeñas sumas de dinero, con el cual po­dían comprar ciertos artículos de lujo que estaban permitidos, o podían ahorrar en vistas a una problemática utilización de aquellos fondos en una vejez más problemática todavía. George guardaba el dinero en una jarra, en un estante del armario. No tenía ni idea de lo que había conseguido ahorrar. Por otra parte, tampoco le impor­taba un comino saberlo.

No hizo amigos de verdad, aunque terminó por acostumbrarse a dar cortésmente los buenos días a todos. Incluso dejó de cavilar continuamente acerca de la tremenda injusticia responsable de su estancia allí. Se pasaba semanas enteras sin pensar en Antonelli, en su abultada nariz y en su papada, en su satánica risa mientras empujaba a George para hundirlo en unas hirvientes arenas movedizas, sujetán­dolo fuertemente con férrea mano, hasta que se despertaba dando ala­ridos, para ver a Omani inclinado sobre él con semblante preocupado.

Un día de febrero, en que la tierra yacía cubierta bajo un manto de nieve, el negro le dijo:

—Es sorprendente ver cómo te vas adaptando.

Aquel día era el 13 de febrero, fecha de su cumpleaños. Dieci­nueve años. Luego vino marzo, abril y, al aproximarse el mes de mayo, comprendió que en realidad no se había adaptado.

George sabía que, sobre toda la faz de la Tierra, se iban a celebrar los Juegos Olímpicos, y millares de jóvenes competirían en destreza, en la noble lucha por conseguir un lugar en un nuevo mundo. Por doquier reinaría una atmósfera festiva y animada, se propagarían las noticias, se vería pasar a los agentes autónomos encargados de reclutar personal para mundos del espacio cósmico. Miles de muchachos experimentarían la gloria del triunfo o la desi­lusión de la derrota.

¡Qué recuerdos le evocaba todo aquello! ¡Cómo le hacía sentir de nuevo el entusiasmo de su niñez, cuando seguía con apasionamiento las incidencias de los Juegos Olímpicos año tras año! ¡Cuán­tos planes había trazado en otros tiempos!

—¡Los Juegos Olímpicos! —dijo sin poder disimular la ansiedad de su voz—. ¡Mañana es el primero de mayo!

Y aquello provocó su primera disputa con Omani, la cual, a su vez, hizo que éste le dijese exactamente el nombre que ostentaba la institución en la que George se hallaba acogido.

Omani miró de hito en hito a George y dijo, pronunciando claramente las palabras:

—Una Residencia para Débiles Mentales.

 

George Platen enrojeció¡Débiles mentales!

Desesperado, trató de apartar de sí aquella idea. Con voz monó­tona, dijo:

—Me voy.

Lo dijo en un impulso incontenible. Su mente consciente se enteró después de pronunciar las palabras.

Omani, que había vuelto a enfrascarse en la lectura de su libro, levantó la mirada y preguntó, sorprendido:

—¿Cómo?

George, entonces, repitió la frase a sabiendas de lo que decía, deliberadamente:

—Que me voy.

—No digas ridiculeces. Siéntate, George. Procura sosegarte.

—Oh, no. Te aseguro que he sido víctima de un complot. Ese maldito médico, Antonelli, me cobró antipatía. Todo se debe a que esos burócratas se creen dioses. Si te atreves a contradecirles, bo­rran tu nombre con el estilo en una ficha de sus archivos, y a partir de entonces te hacen la vida imposible.

—¿Ya empezamos de nuevo?

—Sí, ya empiezo de nuevo, y pienso seguir hasta que se rectifi­que esta monstruosa injusticia. Iré a buscar a Antonelli, le agarraré por el cuello y le obligaré a que diga la verdad.

George jadeaba afanosamente, y su mirada era febril. Había llegado el mes de los Juegos Olímpicos, y él no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Eso significaría que se rendía definitivamente, y ya podría darse por perdido. Sin remisión.

Omani pasó las piernas sobre el borde del lecho y se levantó. Medía casi un metro ochenta, y la expresión de su rostro le confería el aspecto de un San Bernardo preocupado. Rodeó con el brazo los hombros de George.

—Si llego a saber que mis palabras iban a dolerte tanto...

George se desasió del abrazo.

—Te has limitado a decir lo que consideras la verdad, pero yo voy a demostrarte que no lo es. Eso es todo. ¿Qué me lo impide? Las puertas están abiertas. No hay cerraduras ni llaves. Nadie me ha prohibido salir. Me iré por mi propio pie.

—De acuerdo, pero, ¿adónde irás?

—A la estación terminal aérea más próxima, y de allí al primer centro olímpico que encuentre. Tengo dinero.

Tomó entre sus manos la jarra que contenía sus ahorros. Algu­nas monedas cayeron al suelo.

—Con eso apenas tendrás para una semana. ¿Y después qué?

—Para entonces ya lo habré arreglado todo.

—Para entonces, volverás aquí con el rabo entre las piernas —le dijo Omani, muy serio—, y tendrás que empezar de nuevo desde el principio. Estás loco, George.

—La expresión que has utilizado antes era «débil mental».

—Bien, siento haberlo hecho. Te quedarás, ¿verdad?

—¿Acaso piensas impedirme que me vaya?

Omani apretó los gruesos labios.

—No, no te lo impediré. Eso es cuenta tuya. Si la única manera para que aprendas consiste en que te enfrentes al mundo y luego vuelvas con sangre en la cara, allá tú... Por mí, puedes irte.

George ya estaba en el umbral, y se volvió a medias para mi­rarle:

—Me voy —dijo. Pero volvió a entrar para recoger su neceser, que había olvidado—. Supongo que no tendrás nada que objetar a que me lleve algunos efectos personales.

Omani se encogió de hombros. Se había vuelto a tumbar en la cama, y leía de nuevo, indiferente a todo cuanto sucedía a su alrededor.

George volvió a detenerse en la puerta, pero Omani no le miró. El muchacho rechinó los dientes, dio media vuelta y se alejó rápidamente por el corredor desierto, para perderse luego en el jardín envuelto en tinieblas.

Suponía que alguien le detendría al intentar salir de la finca. Pero nadie lo hizo. Entró en un restaurante abierto toda la noche para que le indicasen dónde estaba la terminal aérea más próxima. Le extrañó que el dueño no llamase a la policía. Tomó un taxi aéreo para ir al aeropuerto, y el chofer no le hizo ninguna pregunta.

Con todo, aquello no le tranquilizó, ni mucho menos. Por el contrario, llegó al aeropuerto presa de una gran inquietud. No se había dado cuenta de cómo sería el mundo exterior. Todos cuantos le rodeaban eran profesionales. El dueño del restaurante lucía su nombre inscrito en la placa de plástico puesta sobre la caja: Fulano de Tal, Cocinero Diplomado. El conductor del taxi también exhibía su licencia: Chofer Diplomado. George sentía que su nombre es­taba desnudo, y a causa de ello le parecía andar en cueros; peor aún, se sentía como si estuviese despellejado. Pero nadie parecía hacerle el menor caso. No vio que le mirasen con suspicacia para pedirle pruebas de su situación profesional.

Lleno de amargura, George se dijo: «¿Cómo es posible imagi­narse a un ser humano sin título profesional?»

Sacó un billete para San Francisco en el avión de las tres de la madrugada. No salía ningún otro avión para un centro olímpico importante antes de las primeras horas de la mañana, y él no quería perder tiempo esperando. A pesar de todo, tuvo que aguardar en la sala de espera, entre docenas de otros pasajeros, temiendo ver en­trar a la policía de un momento a otro. Pero la policía no se presentó.

Llegó a San Francisco antes del mediodía, y el bullicio de la ciudad casi le produjo el efecto de un golpe físico. Aquella era la mayor ciudad que había visto; además, durante un año y medio de permanencia en la Residencia, se había acostumbrado al silencio y la quietud.

Para empeorar aún más las cosas, llegaba a San Francisco al comenzar el mes de los Juegos Olímpicos. Casi olvidó su propia desazón al comprender de pronto que, en parte, el ruido y la confu­sión reinantes se debían a este hecho.

Los tableros informativos de los Juegos Olímpicos se hallaban instalados en el aeropuerto, para comodidad de los que llegaban para asistir a ellos desde todas las partes del mundo, y que se agol­paban ante los diversos tableros. Cada profesión importante tenía el suyo, y en él se facultaban instrucciones acerca de las pruebas a celebrar aquel día en el estadio; también daban los nombres de los que participaban en ellas y su ciudad de origen, así como el Mundo Exterior que los patrocinaba (en caso de haberlo).

Todo estaba perfectamente organizado. George había leído con frecuencia descripciones de los Juegos Olímpicos en los noticiarios y películas, había contemplado competiciones en la televisión, y hasta presenció unos pequeños Juegos Olímpicos para la clasificación de Carniceros Diplomados del condado. Incluso aquellos Juegos, que no tenían repercusiones galácticas (a ellos no asistió ningún repre­sentante de los Mundos Exteriores, por supuesto), resultaron alta­mente emocionantes.

En parte, la emoción se debió a la propia competición, y en parte también a que estaba en juego el prestigio local (todos se sentían contentos de poder aplaudir a un muchacho de la ciudad, aunque les fuese completamente desconocido). Además, estaba el interés de las apuestas. Esto último no había manera de impedirlo.

A George le costó sobremanera abrirse paso hasta los tableros. Una vez allí, se dio cuenta que miraba a los frenéticos y entusiastas espectadores de un modo distinto.

Hubo un tiempo en que aquellos mismos individuos fueron ma­terial apto para los Juegos Olímpicos. ¿Y qué habían hecho? ¡Nada!

Si hubiesen ganado la competición, estarían en algún remoto lugar de la galaxia, y no pudriéndose aquí en la Tierra. Fuesen lo que fuesen, sus respectivas profesiones debieron señalarlos para quedarse en la Tierra desde el primer momento; o bien se quedaron por la ineficacia que demostraron en las profesiones altamente espe­cializadas a que se les destinó.

Y a la sazón aquellos fracasados correteaban por allí, haciendo cábalas acerca de las posibilidades de triunfo que tenían otros hom­bres más jóvenes. ¡Buitres!

¡Cómo le habría gustado ser uno de los objetos de sus cábalas!

Siguió la línea de tableros como un sonámbulo, rodeando la periferia de los grupos que se formaban en torno a ellos. Había desayunado en el estrato-jet y no tenía apetito. Pero el temor le dominaba. Se hallaba en una gran ciudad sumida en la caótica confusión que precedía a la inauguración de los Juegos Olímpicos. Eso le protegía, desde luego. Además, la ciudad estaba llena de foraste­ros. Nadie se fijaría en George. Nadie le haría preguntas.

Nadie se preocuparía por él. Ni siquiera la Residencia, se dijo George amargamente. Le cuidaban como a un gato enfermo, pero si el gato un buen día se escapaba, qué se le iba a hacer...

Y ahora que se hallaba en San Francisco, ¿qué iba a hacer? Sus pensamientos parecían tropezar contra un muro. ¿Iría a ver a al­guien? ¿A quién? ¿Cómo? ¿Dónde se hospedaría? La cantidad de dinero que le quedaba le parecía irrisoria.

Por primera vez cruzó por su mente la idea de volverse, y se avergonzó. Podía presentarse a la policía... Meneó violentamente la cabeza, rechazando esta idea, como si discutiese con un adversario de carne y hueso.

Una palabra le llamó la atención en uno de los tableros. En letras relucientes, leyó: Metalúrgico. En letras más pequeñas: No-férrico. Al final de la larga lista de nombres, con letras floreadas: Patrocinado por Novia.

Aquello evocó dolorosos recuerdos en su interior; volvió a verse discutiendo con Trevelyan, convencido que él sería Programador, convencido que un Programador era superior a un Metalúr­gico, convencido que él había escogido el buen camino, conven­cido que era más listo que nadie...

Tan listo que no pudo contenerse y se jactó de los conocimientos que poseía ante aquel Antonelli, espíritu mezquino y rencoroso. Se hallaba tan seguro de sí mismo en aquel momento, cuando le llama­ron, que abandonó al nervioso Trevelyan para entrar en la sala con paso altivo y la cabeza erguida.

George lanzó un grito agudo e inarticulado. Alguien se volvió para mirarle, pero sólo un momento. Los viandantes pasaban presu­rosos por su lado, empujándole de un lado a otro. Él seguía mi­rando el tablero, con la boca abierta.

Pareció como si el tablero respondiese a sus pensamientos. Pen­saba con tanta intensidad en Trevelyan que por un momento le pa­reció como si el tablero fuese a decirle: «Trevelyan».

Pero es que allí estaba, efectivamente, Trevelyan; Armand Tre­velyan (el nombre de pila de Stubby, que éste aborrecía; allí estaba, en caracteres luminosos para que todos lo viesen), y su ciudad natal. Por si fuese poco, Trev aspiraba a Novia, se proponía ir a Novia, insistía en trasladarse a Novia; y aquella competición estaba patroci­nada precisamente por Novia.

Era Trev, no había duda, su viejo y querido amigo Trev. Casi sin pensarlo, se puso a anotar las instrucciones para dirigirse al lugar de la competición. Luego tomó un taxi aéreo.

Y entonces pensó sobriamente: ¡Trev lo había conseguido! Él había querido ser Metalúrgico, y lo había conseguido.

George se sintió más solo y desamparado que nunca.

 

Había cola para entrar en el estadio. Al parecer, los Juegos Olímpicos de los Metalúrgicos iban a ser muy reñidos y emocionan­tes. Al menos, eso era lo que decía el anuncio iluminado sobre el cielo del estadio, y la bullanguera muchedumbre parecía creerlo así.

Por el color del cielo George conjeturó que aquél hubiera sido un día lluvioso, pero San Francisco había corrido su escudo protec­tor desde la bahía al océano. Era una medida muy costosa, desde luego, pero los gastos estaban cubiertos de antemano cuando se trataba de procurar comodidades a los representantes de los Mun­dos Exteriores, reunidos en la ciudad para asistir a los Juegos Olím­picos. La verdad era que gastarían a manos llenas. Y por cada nuevo recluta que se llevasen, tanto la Tierra como el gobierno local del planeta que patrocinase los Juegos Olímpicos entregarían una crecida indemnización. Constituía un buen negocio hacer propaganda turística entre los representantes de los Mundos Exteriores. San Francisco sabía muy bien lo que se hacía.

George, sumido en sus pensamientos, notó de pronto una suave presión en la espalda y oyó una voz que decía:

—¿Es usted el último, joven?

La cola había avanzado sin que George se diese cuenta que se había quedado rezagado. Se adelantó rápidamente, murmurando:

—Sí, señor. Perdone.

Notó que le tocaban con dos dedos en el codo y miró a su al­rededor con expresión furtiva.

El hombre que tenía a sus espaldas hizo un risueño gesto de asentimiento. Sus cabellos eran de un gris acerado, y bajo la cha­queta llevaba un anticuado suéter de los que se abrochaban por delante. El hombre se mostraba parlanchín y amistoso.

—No pretendía ofenderte.

—No me ha ofendido.

—Tanto mejor entonces.

El desconocido, le dijo entonces:

—Me pareció que no estabas aquí, en la cola, sólo por casuali­dad. Pensé que podías ser un...

George le volvió la espalda. No se sentía parlanchín ni amigo de hacer confidencias, y los chismosos le sacaban de sus casillas.

Se le ocurrió una idea. ¿Y si hubiesen dado la alarma para apresarle, difundiendo su descripción o su fotografía? ¿Y si aquel sujeto de cabellos grises que tenía detrás sólo quería verle bien la cara?

Aún no había podido ver ningún noticiario. Estiró el cuello para ver la tira movible de noticias que aparecían con grandes titulares sobre una sección del cielo ciudadano, algo deslustradas sobre el grisáceo y nublado cielo de la tarde. Era inútil. Desistió en seguida. Los titulares jamás se referirían a él. Eran los días de los Juegos Olímpicos, y las únicas noticias dignas de salir en los titulares eran las clasificaciones de los vencedores y los trofeos ganados por conti­nentes, naciones y ciudades.

Aquello continuaría así durante semanas, con porcentajes calcu­lados por cabeza, y mientras todas y cada una de las ciudades se las ingeniaban para colocarse en una posición de honor. Su propia ciudad había quedado una vez tercera en unos Juegos Olímpicos para cubrir Técnicos en Telegrafía; fue la tercera en todo el estado. Todavía podía verse la placa conmemorativa en el ayuntamiento.

George hundió la cabeza entre los hombros, metió las manos en los bolsillos y trató de mostrar un aire despreocupado, pero no por eso se sintió más seguro. Habían llegado ya al vestíbulo, y ninguna mano autoritaria se había posado todavía en su hombro. Pasó al estadio propiamente dicho y se colocó casi en primera fila.

Se llevó una desagradable sorpresa al ver que el hombre de cabellos grises se había puesto a su lado. Apartó rápidamente la mirada y trató de pensar de manera coherente. No había que exage­rar; después de todo, aquel hombre venía detrás en la cola, y era natural que ambos estuviesen juntos.

Tras dirigirle una breve sonrisa, aquel individuo dejó de hacerle caso por completo. Además, los Juegos estaban a punto de empezar. George se levantó para ver si podía localizar a Trevelyan, y se olvidó de cualquier otra cosa que no fuese eso.

 

El estadio era de proporciones modestas y su forma era la clá­sica, o sea la de un óvalo alargado, con los espectadores en dos tendidos situados en torno al borde exterior, y los participantes en la depresión rectilínea que corría a lo largo del centro. Las máqui­nas estaban preparadas, y los tableros que indicarían el tanteo, y que se hallaban situados sobre cada banco, estaban oscurecidos, con excepción del nombre y número de cada participante. En cuanto a éstos, ya se hallaban en el estadio, leyendo, charlando; uno se estaba limpiando las uñas con suma atención. (Desde luego, se consi­deraba improcedente que los participantes prestasen atención al problema que tendrían que resolver antes que sonase la señal de empezar.)

George consultó el programa que encontró en una ranura efec­tuada a tal efecto en el brazo de su asiento, y buscó el nombre de Trevelyan. Éste tenía el número doce, y con gran contrariedad, George constató que dicho número correspondía al otro extremo del estadio. Podía ver la figura del Concursante Doce, de pie con las manos en los bolsillos, vuelto de espaldas a su máquina y mirando al auditorio como si contase el número de los asistentes, pero desde allí George no podía verle la cara.

Sin embargo, sabía que era Trev.

George se dejó caer en su asiento preguntándose si su amigo saldría triunfador. Comprendía que, en buena ley, debía desear el triunfo de Trev; sin embargo, había algo en su interior que le obligaba a rebelarse y a sentir un profundo resentimiento. Allí estaba él, George, sin profesión, de simple espectador. Y allá abajo estaba Trevelyan, Metalúrgico Diplomado, participando en la competición.

George se preguntó si Trevelyan se habría presentado a la competición durante su primer año. A veces había algunos que lo ha­cían, si se hallaban lo bastante seguros de sí mismos..., o tenían prisa. Resultaba un poco arriesgado. Por eficaz que resultase el método educativo, un año de espera en la Tierra («para engrasar las articulaciones todavía rígidas», como decía el proverbio) constituía una mayor garantía de éxito.

Si Trevelyan se presentaba por segunda vez, quizás eso indicaba que no le iba tan bien como él había supuesto. George sintió vergüenza de la complacencia que le produjo esta idea.

Miró a su alrededor. Los graderíos estaban casi totalmente ocu­pados. Aquellos Juegos Olímpicos iban a ser un éxito de público, lo cual impondría mayor tensión en los participantes..., o mayor estí­mulo, según los individuos.

¿Por qué les llamaban Olímpicos a aquellos juegos?, se dijo de pronto. Nunca lo había sabido. ¿Por qué llamaban «pan» al pan, y al vino, «vino»?

Una vez se lo preguntó a su padre:

—¿Por qué les llaman Juegos Olímpicos, papá?

Y su padre contestó:

—Esa palabra significa «competición, lucha».

George dijo entonces:

—Así, cuando Stubby y yo nos peleamos, ¿celebramos unos Jue­gos Olímpicos, papá?

 Platen padre replicó:

—No, hijo mío. Los Juegos Olímpicos son una competición es­pecial... Vamos, no hagas preguntas estúpidas. Ya sabrás todo lo que tengas que saber cuando estés educado.

George, de nuevo en el presente, suspiró y se acurrucó en su asiento.

¡Todo lo que tenía que saber!

Era curioso que en aquel momento lo recordase todo tan clara­mente. «Cuando estés educado.» Nadie decía jamás «si te edu­cas».

Él siempre había hecho preguntas estúpidas, pensó. Era como si su cerebro conociese anticipadamente, de manera instintiva, que no podría ser educado y se hubiese puesto a hacer preguntas para irse formando una cultura fragmentaria de la mejor manera posible.

Y en la Residencia le animaban para que siguiese ese camino, porque se mostraban de acuerdo con su instinto infalible. No había otro sistema.

De pronto se incorporó. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Se tragaba acaso aquella mentira? ¿Se rendía tal vez porque Trev es­taba allí ante él, con su flamante diploma, y compitiendo en los Juegos Olímpicos?

¡Él no era un débil mental! ¡No!

Y el grito de rebeldía que lanzó su espíritu fue coreado por el repentino clamor del público, cuando todos los espectadores se pusieron de pronto en pie.

La tribuna situada en el centro de uno de los lados del largo óvalo estaba ocupada por un grupo de personas que vestían los colores de Novia, y esta palabra subió sobre sus cabezas en el mar­cador principal.

Novia era un mundo de Grado A, que poseía una gran población y una civilización muy desarrolla, tal vez la más desarrollada de la galaxia. Era el mundo al que aspiraban poco más o menos todos los terrestres; si no para ellos, para sus hijos. (George recordó el empeño que demostraba Trevelyan por ir a Novia... Y allí estaba, lu­chando para conseguirlo.)

Las luces se apagaron en los graderíos y en las paredes. La de­presión central, ocupada por los participantes, se inundó de luz.

George buscó de nuevo a Trevelyan con la mirada, tratando de distinguir sus facciones. Pero estaba demasiado lejos.

La voz clara y modulada del locutor sonó por los altavoces:

—Distinguidos patrocinadores novianos. Señoras y caballeros. Va a empezar la competición olímpica para Metalúrgicos No-férri­cos. Los concursantes son...

Con voz clara y potente, leyó la lista que figuraba en el pro­grama, dando los nombres, la ciudad de origen, los años de educa­ción... Cada nombre despertaba una tempestad de aplausos y víto­res. Los más intensos fueron para los participantes de San Fran­cisco. Cuando el locutor pronunció el nombre de Trevelyan, Geor­ge, con gran sorpresa por su parte, se puso a gritar y a aplaudir desaforadamente. Con no menor sorpresa, vio que el hombre de ca­bellos grises que tenía al lado aplaudía con el mismo entusiasmo.

George no pudo evitar dirigir una mirada de asombro a su ve­cino, y éste se inclinó hacia él para decirle (a grito pelado, a fin de hacerse entender por encima del tumulto):

—Como aquí no hay nadie de mi ciudad, aplaudo a los de la tuya. ¿Conoces a ese chico?

George se puso en guardia.

—No —mintió.

—He visto que mirabas en esa dirección. Si quieres, te presto mis prismáticos.

—No, gracias.

(¿Por qué se metía en lo que no le importaba, aquel pelmazo?)

El locutor dio a continuación otros datos acerca del número de serie de la competición, el sistema de cronometraje y tanteo, etc.

Finalmente, abordó el meollo de la cuestión, y su auditorio guardó un atento silencio.

—Cada concursante dispondrá de una barra de aleación no-fé­rrica, cuya composición desconocerá. Se le pedirá que efectúe una prueba y un análisis con dicha barra, dando todos los resultados correctamente, con una precisión de cuatro cifras decimales en los porcentajes. Para realizar esta operación, todos los concursantes utilizarán un microespectrógrafo Beeman, modelo FX-2, ninguno de los cuales funciona en estos momentos.

El público dejó escapar un murmullo de admiración. El locutor prosiguió:

—Cada concursante tendrá que descubrir el defecto de funcio­namiento de su aparato y corregirlo. Para ello dispondrá de herramientas y piezas de recambio. Si la pieza necesaria no estuviese entre las que le entregamos, tendrá que pedirla, y el tiempo de entrega de la misma se deducirá del tiempo total empleado. ¿Se hallan dispuestos todos los participantes?

El marcador situado sobre el Concursante Cinco lució una frené­tica señal roja. El Concursante Cinco salió corriendo de la pista para volver momentos después. Sonaron risas entre el público.

—¿Están dispuestos todos los concursantes? —repitió el locutor.

En ningún marcador aparecieron señales.

—¿Alguno desea hacer preguntas?

Silencio.

—Comienza la competición.

 

El público, desde luego, sólo podía saber los progresos realiza­dos por los distintos concursantes gracias a las cifras que aparecían en el marcador. Pero, a decir verdad, eso poco importaba. Con excepción de los pocos Metalúrgicos profesionales que pudiese ha­ber entre el público, nadie hubiera comprendido nada de la lucha entre aquellos profesionales. Al público le interesaba únicamente saber quién ganaría, quién quedaría segundo y quién ocuparía el tercer lugar. Eso era lo más importante para los que habían efec­tuado apuestas (algo ilegal, desde luego, pero inevitable). Lo demás no importaba.

George contemplaba el espectáculo con la misma avidez que los demás; su mirada pasaba de un concursante a otro, viendo como éste había quitado la tapa de su microespectrógrafo manejando hábilmente un pequeño instrumento; cómo aquél examinaba la par­te delantera de la máquina; cómo un tercero introducía la barra de la aleación en el soporte, y cómo el de más allá ajustaba un nonio con tal delicadeza que parecía haberse convertido momentánea­mente en la estatua de la inmovilidad.

Trevelyan se hallaba tan absorto en su trabajo como sus restan­tes compañeros. George no podía ver lo que estaba haciendo.

El tablero de aviso del Concursante Diecisiete se iluminó, y en él brilló esta frase: «Placa de enfoque mal ajustada».

El público aplaudió entusiasmado.

El Concursante Diecisiete podía haber acertado, aunque tam­bién podía haberse equivocado, desde luego. En este último caso, tendría que corregir luego su diagnóstico, con lo que perdería tiempo. Ó tal vez no lo corregiría, con lo que no podría terminar su análisis del metal, o terminaría la prueba con un análisis completa­mente equivocado, lo que sería aún peor.

Pero no importaba. De momento, el público se volcaba en acla­maciones.

Otros tableros se iluminaron. George buscó con la mirada el Tablero Doce. Por último, éste también se iluminó: «Soporte de muestra descentrado. Urge nueva palanca para bajar tenaza».

Un ayudante corrió hacia él con la pieza solicitada. Si Trevelyan se había equivocado, aquella demora no se le tendría en cuenta. George apenas se atrevía a respirar.

Empezaban a aparecer resultados en el Tablero Diecisiete, en letras brillantes: aluminio, 41,2649%; magnesio, 22,1914%; cobre, 10,1001%.

En distintos puntos, empezaron a aparecer cifras en diversos ta­bleros.

El estadio parecía una casa de locos.

George se preguntaba cómo los concursantes podían trabajar con aquel pandemonio, pero luego pensó que tal vez fuese mejor así. Un técnico de primera categoría trabajaba mejor bajo una ex­trema tensión.

El Concursante Diecisiete se levantó, mientras su tablero mos­traba un rectángulo rojo a su alrededor, lo cual demostraba que había terminado la prueba. El Cuatro se levantó apenas dos segun­dos después. A continuación fueron apareciendo otros recuadros rojos.

Trevelyan aún seguía trabajando; todavía no había comunicado los constituyentes menores de su aleación. Cuando ya casi todos los concursantes estaban de pie, Trevelyan se levantó finalmente. El último fue el Cinco, que fue objeto de un irónico aplauso.

La competición aún no había terminado. Como era de suponer, los resultados oficiales se hicieron esperar. El tiempo mínimo tenía importancia, pero no podía desdeñarse ni mucho menos la precisión en los resultados. Y no todos los diagnósticos tenían la misma dificultad; había que tener en cuenta una docena de factores.

Finalmente, sonó la voz del locutor:

—Se ha clasificado primero, con un tiempo de cuatro minutos, doce segundos y dos décimas, con diagnóstico correcto, análisis igualmente correcto, con un promedio de cero coma siete partes por cien mil, el Concursante número... Diecisiete, Henri Anton Schmidt, de...

El resto de la frase quedó ahogado por los aplausos. El número Ocho se había clasificado segundo, seguido por el número Cuatro, cuyo magnífico tiempo se vio perjudicado por un error de una quinta parte entre diez mil en la cifra del niobio. El Concursante Doce ni siquiera fue mencionado.

George se abrió camino entre la muchedumbre hasta los vestua­rios de los concursantes, y los encontró abarrotados ya de público. Entre el público vio parientes que lloraban (de alegría o frustración, según los casos), periodistas que iban a entrevistar a los que se habían clasificado primeros o a los que habían defendido los colores de la ciudad, coleccionistas de autógrafos, gente que quería hacerse ver, e individuos sencillamente curiosos. También había numerosas muchachas, que sin duda se hallaban allí con la intención que el campeón se fijase en ellas, pues no había que olvidar que el vence­dor iría a Novia (aunque también se conformarían, después de todo, con otro que ocupase un puesto más bajo en la clasificación y estu­viese necesitado de consuelo y tuviese el dinero necesario para pa­garlo).

George se alejó de allí, pues no veía a nadie conocido. Al estar San Francisco tan lejos de su población natal, había que suponer que no habría parientes para ayudar a Trev a sobrellevar el peso de la derrota.

Los concursantes iban saliendo, sonriendo débilmente y agrade­ciendo con inclinaciones de cabeza las aclamaciones. Las fuerzas de orden público mantenían apartada a la muchedumbre, para formar un pasillo por el que se pudiese circular. Cada uno de los primeros clasificados arrastraba consigo una porción de la multitud, como un imán que pasara entre un montón de limaduras de hierro.

Cuando salió Trevelyan, apenas quedaba nadie. (George comprendió entonces que había estado haciéndose el remolón en espera que saliese Trev.) De la boca de éste, contraída en un rictus de amargura, pendía un cigarrillo. Con los ojos bajos, empezó a alejarse.

Era la primera imagen familiar que veía George desde hacía cerca de año y medio; aunque le parecía que en realidad había transcurrido una década y media. Casi le sorprendió comprobar que Trevelyan no había envejecido, y era el mismo Trev que había visto por última vez.

George se adelantó hacia él:

—¡Trev! —gritó con voz ahogada.

El interpelado se volvió, estupefacto. Miró a George de arriba abajo y luego le tendió la mano.

—¡George Platen! ¿Qué diablos...?

Pero casi inmediatamente desapareció de su semblante la expre­sión de contento. Dejó caer la mano antes que George hubiese podido estrecharla.

—¿Estabas ahí dentro?

Y con un leve movimiento de cabeza, Trev indicó el estadio.

—Sí.

—¿Para verme?

—Sí.

—No lo hice muy bien, ¿verdad?

Tiró su pitillo y lo pisoteó, mirando hacia la calle, donde la riada de gente que salía se remansaba lentamente, para distribuirse en coches y autobuses volantes, mientras se formaban nuevas colas para los siguientes Juegos.

Trevelyan dijo con voz ronca:

—¿Y qué? Es sólo la segunda vez que pierdo. Novia puede irse al cuerno después de la paliza que me han dado hoy. Hay otros planetas que se darían por muy satisfechos de contratarme... Pero, oye, no nos hemos visto desde el Día de la Educación. ¿Dónde has estado? Tus padres me dijeron que te enviaron en misión especial, pero sin darme más detalles. Además, tú nunca escribiste. Podías haberme escrito, hombre.

—Sí, desde luego —dijo George, nervioso—. Bueno, venía a decirte que siento mucho que las cosas no te hayan ido como esperabas.

—Gracias, pero no te preocupes. Te repito que Novia puede irse a freír espárragos... Debería habérmelo imaginado. Se han pasado semanas anunciando que emplearían máquinas Beeman. Invirtieron todo el dinero recaudado en máquinas Beeman. Esas malditas cintas educativas que me pasaron se referían a Henslers y..., ¿quién utiliza Henslers actualmente? Acaso los mundos del enjambre glo­bular Goman, si es que se les puede llamar mundos... ¿Tú crees que es justo?

—¿No podrías quejarte a...?

—No seas loco. Me dirán que mi cerebro está construido para las Henslers. Trata de discutir con ellos y verás. Todo salió mal. Yo fui el único que tuvo que pedir una pieza de recambio. ¿Te diste cuenta?

—Pero supongo que dedujeron ese tiempo del cómputo total.

—Desde luego, pero perdí tiempo preguntándome si podría dar un diagnóstico correcto cuando advertí que en la pieza que me enviaron no había palanca para bajar la mordaza. Ese tiempo no lo dedujeron. Si la máquina hubiese sido una Henslers, yo habría sabido que el diagnóstico era correcto. ¿Cómo podían compensar esa inferioridad? El primero era de San Francisco, como tres de entre los cuatro siguientes clasificados. Y el quinto era de Los Án­geles. Todos ellos dispusieron de cintas educativas de las que se usan en las grandes ciudades. O sea, de las mejores, acompañadas de espectrógrafos Beeman y todo lo demás. ¿Cómo podía competir con ellos? Me tomé el trabajo de venir aquí para ver si tenía la suerte de clasificarme entre los patrocinados por Novia, pero hu­biera sido mejor que me hubiese quedado en casa... De todos mo­dos, Novia no es el único guijarro que hay en el cielo. Hay docenas de mundos...

Trev no se dirigía a George. No hablaba con nadie en particular. Daba rienda suelta a su ira y su desengaño, como pudo comprender George.

—Si sabías de antemano que se usarían máquinas Beeman —le dijo—, ¿por qué no las estudiaste antes?

—Te repito que no estaba en las cintas que me pasaron.

—Podrías haber leído... libros.

Esta última palabra se arrastró bajo la súbita mirada suspicaz de Trevelyan, el cual replicó:

—¿Encima tratas de tomarme el pelo? ¿Crees que tiene gracia lo sucedido? ¿Cómo quieres que lea libros y trate de aprender de me­moria lo suficiente para luchar con uno que lo sabe?

—Pensé...

—Tú pruébalo y verás... —De pronto le preguntó—: A propó­sito, ¿cuál es tu profesión?

Su voz denotaba una franca hostilidad.

—Pues, verás...

—Vamos, dímelo. Si pretendes pasarte de listo conmigo, de­muestra al menos qué has hecho. Veo que sigues en la Tierra, lo cual quiere decir que no eres Programador de Computadora, y esa misión especial de la que me hablaron no puede ser gran cosa.

George dijo, nervioso:

—Perdona, Trev, pero creo que voy a llegar tarde a una cita.

Y retrocedió, tratando de sonreír.

—No, tú no te vas —dijo Trevelyan furioso, agarrando a George por la solapa—. Antes responderás a mi pregunta. ¿Por qué tienes miedo de contestarme? No permito que me vengas a dar lecciones, si antes no demuestras que tú no las necesitas. ¿Me oyes?

Al decir esto, zarandeaba furiosamente a George. Ambos se hallaban enzarzados en una lucha a brazo partido, cuando la voz del destino resonó en los oídos de George bajo la forma de la autorita­ria voz de un policía.

—Basta de pelea. Suéltense.

George notó que se le helaba la sangre en las venas. El policía le pediría su nombre, la tarjeta de identidad, y George no podría exhibirla. Entonces le interrogaría y su falta de profesión se haría patente al instante; y además, en presencia de Trevelyan, furioso por la derrota que había sufrido y que se apresuraría a difundir la noticia entre los suyos como una válvula de escape para su propia amargura.

Eso George no podía permitirlo. Se desasió de Trevelyan y trató de echar a correr, pero la pesada mano de la Ley se abatió sobre su hombro.

—Quieto ahí. A ver, tu tarjeta de identidad.

Trevelyan buscaba la suya con manos temblorosas mientras de­cía con voz ronca:

—Yo soy Armand Trevelyan, Metalúrgico No-férrico. Acabo de tomar parte en los Juegos Olímpicos. Será mejor que se ocupe de éste, señor agente.

George miraba alternativamente a los dos, con los labios secos e incapaz de pronunciar una palabra. Entonces resonó otra voz, tranquila, cortés.

—¿Agente? Un momento, por favor.

El policía dio un paso atrás.

—¿Qué desea?

—Este joven es mi invitado. ¿Qué ocurre?

George volvió la cabeza, estupefacto. Era el caballero de cabe­llos grises que había estado sentado a su lado. El hombre de las sienes plateadas dirigió una amable inclinación de cabeza a George.

¿Su invitado? ¿Se había vuelto loco?

El policía repuso:

—Éstos dos, que estaban alborotando.

—¿Han cometido algún delito? ¿Han causado algún daño?

—No, señor.

—Entonces, yo me hago responsable.

Con estas palabras, exhibió una tarjeta ante los ojos del poli­cía, y éste dio inmediatamente un paso atrás. Trevelyan, indignado, barbotó:

—Oiga, espere...

Pero el policía se volvió hacia él:

—Aquí no ha pasado nada. ¿Acusas de algo a este muchacho?

—Yo sólo...

—Pues ya te estás marchando. A ver, ustedes, circulen.

Se había reunido un grupo bastante numeroso de espectadores, que empezaron a alejarse a regañadientes.

George dejó que el desconocido le condujese hasta un taxi aé­reo, pero antes de subir a él se plantó, diciendo:

—Muchas gracias, pero yo no soy su invitado.

(¿Y si se trataba de una ridícula equivocación, de un caso de identidad confundida?)

Sin embargo, el hombre de los cabellos grises sonrió y le dijo:

—En efecto, no lo eras, pero sí lo eres a partir de ahora. Permite que me presente: soy Ladislas Ingenescu, Historiador Diplomado.

—Pero...

—Vamos, que nada te sucederá, te lo aseguro; únicamente he querido sacarte del apuro en que te hallabas con ese policía.

—Pero, ¿por qué?

—¿Quieres que te dé una razón? Bien, digamos que ambos somos conciudadanos honorarios, tú y yo. Ambos vitoreamos al mismo concursante, ¿recuerdas?, y los conciudadanos debemos ayudarnos, aunque el vínculo que nos una sea sólo honorario. ¿No?

Y George, que no las tenía todas consigo y estaba muy poco seguro de aquel hombre que decía llamarse Ingenescu, y que tam­poco se hallaba seguro de sí mismo, terminó por subir al vehículo. Pero antes de resolverse a bajarse sin más, ya se hallaban a cierta altura sobre el suelo.

Hecho un mar de confusiones, pensó: «Este individuo debe poseer cierta categoría. El policía lo ha tratado con mucha defe­rencia.»

Casi había olvidado que el verdadero motivo de su estancia en San Francisco no consistía en ver a Trevelyan, sino en hallar a alguna persona influyente que obligase a examinar de nuevo su caso.

¿Y si aquel Ingenescu fuese el hombre apropiado? Y además, como quien dice, caído del cielo.

Aún era posible que todo fuese bien... Pero sería demasiada dicha. Se sentía inquieto.

 

Durante el breve viaje aéreo en taxi, Ingenescu no hizo más que charlar de cosas sin importancia, señalándole los monumentos de la ciudad, recordando otros Juegos Olímpicos que había presenciado. George, que apenas le prestaba atención y contestaba con monosí­labos, observaba con mal disimulada ansiedad la ruta que seguían.

¿Se dirigirían hacia una de las aberturas del escudo, con objeto de abandonar la ciudad?

No, el vehículo se dirigió hacia abajo, y George suspiró aliviado. En la ciudad se sentía más seguro.

El taxi se posó en el techo de un hotel y, al bajarse, Ingenescu le dijo:

—¿Querrías cenar conmigo en mi habitación?

George repuso afirmativamente, con una sonrisa que no era fingida. En aquel momento se dio cuenta del vacío que notaba en su estómago, a consecuencia de no haber almorzado.

Ingenescu observaba en silencio a George mientras éste comía. A la caída de la noche, las luces de las paredes se encendieron automáticamente. George se dijo: «Estoy libre desde hace casi vein­ticuatro horas.»

Por fin, mientras tomaba el café, Ingenescu volvió a hablar de nuevo:

—Has estado siempre a la defensiva, como si yo pudiera perjudi­carte —dijo.

George enrojeció, dejó la taza y trató de negar aquella alega­ción, pero el hombre de cabellos grises rió, moviendo la cabeza.

—No trates de negarlo. Te he estado observando atentamente desde la primera vez que te vi, y creo conocerte ya bastante bien.

George, horrorizado, intentó levantarse.

Ingenescu le contuvo.

—Siéntate —le dijo—. Sólo deseo ayudarte.

George se sentó, pero sus pensamientos giraban en un loco tor­bellino. Si aquel hombre conocía su verdadera identidad, ¿por qué no le había entregado al policía? Por otra parte, ¿por qué tenía que ofrecerle su ayuda?

Ingenescu dijo:

—¿Quieres saber por qué deseo ayudarte? Oh, no te alarmes. No soy telépata. Lo que ocurre es que mi educación me permite captar las pequeñas reacciones que revelan el verdadero estado de ánimo de una persona. ¿Lo entiendes?

George movió negativamente la cabeza.

Ingenescu prosiguió:

—Piensa en nuestro primer encuentro. Estabas haciendo cola para ir a ver unos Juegos, pero tus micro-reacciones no estaban de acuerdo con tus actos. La expresión de tu cara no era la adecuada, y lo mismo podría decirse de tu modo de mover las manos. Eso signi­ficaba que algo te ocurría, y lo más interesante era que, fuese lo que fuese, no era algo vulgar ni corriente. Tal vez, me dije, fuese algo de lo que ni siquiera tu mente consciente se daba cuenta.

»No pude dejar de seguirte, para sentarme a tu lado. Cuando te fuiste, también me fui en pos de ti, y cometí la indiscreción de escuchar la conversación que sostenías con tu amigo. Después de todo esto, me estabas resultando un tema de estudio demasiado interesante, y perdona que te hable con tanta frialdad, para permitir que cayeses en manos de la policía... Ahora, dime: ¿Qué te sucede?

George se hallaba dominado por una gran indecisión. Si aquel individuo le tendía una trampa, ¿por qué lo hacía con tantos circunloquios? Además, él tenía que confiar en alguien. Había ido a la ciudad en busca de ayuda, y allí se la ofrecían. Tal vez ése era el peligro: la facilidad con que le ofrecían ayuda.

Ingenescu le dijo:

—Desde luego, lo que tú me digas en mi calidad de Científico Social constituirá una comunicación privilegiada. ¿Sabes lo que eso significa?

—No, señor.

—Pues significa que sería muy poco honorable que repitiese lo que tú me digas a un tercero, por el motivo que fuese. Además, nadie puede obligarme legalmente a que lo repita.

George observó, presa de una súbita sospecha:

—Creía que era usted Historiador.

—Eso es lo que soy.

—Pues ahora acaba de decir que es un Científico Social.

Ingenescu estalló en sonoras carcajadas. Cuando pudo hablar, se excusó por su risa extemporánea y dijo:

—Perdóname, amigo, ya sé que no debería reírme. Pero no me río de ti, ni mucho menos. Me río de la Tierra, y de la importancia que concede a las ciencias físicas, que divide en infinidad de seg­mentos prácticos. Estoy casi seguro que podrías decirme todas las subdivisiones de la técnica de la construcción o de la ingeniería mecánica, y en cambio no podrías decirme ni una palabra sobre ciencias sociales.

—Muy bien. ¿Qué son ciencias sociales?

—Las ciencias sociales se dedican al estudio de los grupos huma­nos. Poseen muchas ramificaciones altamente especializadas, como ocurre con la zoología, por ejemplo. Así, tenemos a los Culturólogos, los cuales estudian la mecánica de la cultura, su crecimiento, desarrollo y decadencia. Se llama cultura —añadió, anticipándose a una pregunta de George— a todos los aspectos que ofrece un modo de vida determinado. Por ejemplo, este término engloba nuestra manera de ganarnos la vida, nuestros pasatiempos y creencias, lo que consideramos bueno y malo, etcétera. ¿Me comprendes?

—Más o menos.

—Un Economista (no un Estadístico de la Economía, sino un Economista) se especializa en el estudio de las maneras por medio de las cuales una cultura satisface las necesidades materiales de sus miembros. Un Psicólogo se especializa en el estudio del individuo de una sociedad determinada, y del modo como dicha sociedad afecta a su comportamiento. Un Futurólogo se especializa en el estudio del rumbo futuro que seguirá una sociedad, y un Historia­dor... Aquí aparezco yo en escena.

—Sí, señor.

—Un Historiador es un hombre que se especializa en el estudio del pasado de nuestra propia sociedad y de otras sociedades poseedoras de distintas culturas.

George empezaba a sentirse interesado.

—¿Es que en el pasado las cosas eran diferentes?

—Yo diría que sí. Hasta hace un millar de años no existía la educación; al menos, lo que ahora conocemos por ese nombre.

George intervino:

—Ya lo sabía. La gente aprendía a fragmentos, estudiando libros.

—¡Caramba! ¿Cómo es que lo sabías?

—Lo oí decir —dijo George, cautelosamente, añadiendo—: ¿Sirve de algo preocuparse por lo que ocurrió hace tanto tiempo? Quiero decir si vale la pena preocuparse por algo que ya terminó definitivamente.

—Nunca termina nada definitivamente, amigo. El pasado ex­plica el presente. Por ejemplo, ¿por qué es como es nuestro sistema educativo?

George se agitó, inquieto. Su interlocutor no hacía más que volver siempre al mismo tema. Rezongó:

—Porque es el mejor.

—¿Y por qué es el mejor? Ahora, si tienes la bondad de escu­charme un momento, yo te lo explicaré. Entonces tú mismo com­prenderás la utilidad que tiene la historia. Mucho antes que empezasen los viajes interestelares... —Se interrumpió al ver la expresión de pasmo que se pintaba en la cara de George—. ¿Acaso creías que habían existido siempre?

—Nunca se me había ocurrido pensarlo, señor Ingenescu.

—No me extraña. Pues hubo un tiempo, hace cuatro o cinco mil años, en que la Humanidad estaba confinada a la superficie de la Tierra. Aun así, su cultura tecnológica era bastante avanzada, y la población aumentó de tal suerte que el menor fallo técnico hubiera significado el hambre y las enfermedades para millares de personas. Para mantener el nivel técnico con el fin de atender a las demandas que presentaba una población siempre creciente, hubo que crear un número cada vez mayor de técnicos y científicos, pero al propio tiempo, a medida que las ciencias avanzaban, cada vez se tardaba más tiempo en prepararlos.

»Cuando empezaron a realizarse los primeros viajes interplane­tarios, que luego se convirtieron en interestelares, el problema se agudizó. En realidad, la colonización de planetas extrasolares se hizo imposible durante unos mil quinientos años, debido a la falta de personal especializado.

»El momento crucial se alcanzó cuando se consiguió descubrir la técnica para almacenar los conocimientos en el cerebro humano. Una vez conseguido esto, fue posible crear cintas educativas que modificaban el mecanismo de tal manera que insertaban en la mente una suma de conocimientos «confeccionados», por así de­cirlo. Pero eso ya lo sabes.

»Una vez conseguido esto, ya no había ninguna dificultad en obtener especialistas a miles, a millones, y pudimos iniciar lo que alguien ha denominado la «Ocupación del Universo». Existen ac­tualmente mil quinientos planetas habitados en la galaxia, y no se vislumbra todavía el fin.

»¿Comprendes lo que eso significa? La Tierra exporta cintas educativas para profesiones poco especializadas, ayudando así a unificar la cultura galáctica. Por ejemplo, las cintas de lectura ase­guran la existencia de un único lenguaje para todos nosotros... No pongas esa cara de sorpresa; serían posibles otros idiomas, y en el pasado los había. Cientos de ellos.

»La Tierra también exporta profesionales altamente especializa­dos, y mantiene su población a un nivel normal. Como se envían técnicos de ambos sexos en la debida proporción, el problema re­productivo está resuelto de antemano, y estos envíos contribuyen a aumentar la población de los Mundos Exteriores, de bajo índice demográfico. Además, estas exportaciones de cintas y personal se pagan con materias primas y artículos muy necesarios aquí, y de los cuales depende nuestra economía. ¿Comprendes ahora por qué nues­tro sistema de educación es el mejor?

—Sí, señor.

—¿Te ayuda a comprenderlo saber que, cuando no existía, la colonización interestelar fue imposible durante mil quinientos años?

—Sí, señor.

—Entonces, también comprendes la utilidad de la historia. —In­genescu sonrió—. Y te pregunto ahora: ¿comprendes el interés que siento por ti?

George cayó del tiempo y del espacio, para volver a la realidad. Al parecer, aquel historiador sabía muy bien adonde quería ir a parar. Su disertación no había sido más que una añagaza para ata­carle desde un nuevo ángulo.

Poniéndose de nuevo a la defensiva, preguntó con cierta vacila­ción:

—¿Por qué?

—Los Científicos Sociales se ocupan de las sociedades, y éstas están formadas por individuos.

—Así es.

—Pero los individuos no son máquinas. Los profesionales que se ocupan de las ciencias físicas trabajan con máquinas. Sólo hay que saber unas cuantas cosas determinadas sobre una máquina, y los profesionales las saben en su totalidad. Además, todas las máquinas de un mismo tipo son tan parecidas que no poseen la menor indivi­dualidad. Pero los hombres son distintos... Son tan complicados y difieren tanto entre sí que un científico social nunca podrá saber todo lo que hay que saber, ni siquiera una buena parte. Para abarcar en lo posible su especialidad, tiene que hallarse dispuesto a estudiar a los individuos; en particular, a los que se apartan de lo corriente.

—Como yo —dijo George con voz monótona.

—Yo no me atrevería a llamarte un ejemplar raro, pero reco­nozco que eres algo fuera de lo corriente. Vale la pena estudiarte, y si me lo permites, yo, a cambio, trataré de ayudarte en tus dificulta­des, si es que puedo.

En la mente de George los engranajes giraban a toda velocidad. Pensaba en todo cuanto había oído... Aquella colonización de los mundos lejanos, que la educación había hecho posible. Le parecía como si unas ideas arraigadas y cristalizadas en su interior hubiesen sido hechas añicos, para ser esparcidas implacablemente.

—Déjeme pensar —dijo, tapándose los oídos con las manos. Luego las apartó y, dirigiéndose al Historiador, le dijo:

—¿Podría usted hacerme un favor, señor Ingenescu?

—Si es posible... —repuso el Historiador, amablemente.

—Ha dicho usted que todo cuanto se diga en esta habitación quedará entre nosotros, ¿no es eso?

—Y lo sostengo.

—Entonces, consígame una entrevista con un funcionario de los Mundos Exteriores; con un funcionario de... Novia.

Ingenescu dio un respingo.

—Hombre, verás...

—Usted puede hacerlo —se apresuró a añadir George—. Ocupa un cargo importante. Vi la cara que puso el policía cuando le mostró aquella tarjeta. Si usted se niega, yo... no permitiré que me estudie.

Al propio George le pareció infantil aquella amenaza, despro­vista de fondo. Sin embargo, pareció producir un gran efecto en In­genescu.

El Historiador, pensativo, dijo:

—Me pides algo imposible. Un noviano durante el mes olím­pico...

—Muy bien, si usted no quiere, llame a un noviano por visifono, y yo mismo le pediré una entrevista.

—¿Te atreverías?

—Naturalmente que sí. Espere y verá.

Ingenescu siguió contemplando a George, pensativo, y luego tendió la mano hacia el visifono.

George se dispuso a esperar, embriagado por el nuevo sesgo que tomaban las cosas y la sensación de poder que aquello le proporcionaba. Tenía que salir bien. Forzosamente. A pesar de todo, iría a Novia. Saldría triunfalmente de la Tierra a pesar de Antonelli y del pequeño rebaño de locos de la Residencia para (casi le hizo reír) débiles mentales.

 

George esperó ansiosamente a que la visiplaca se iluminase. Sería como una ventana abierta a la intimidad de los novianos, una ventana por la que vería un fragmento de vida noviana trasplantada a la Tierra. A las veinticuatro horas de su fuga, había conseguido realizar eso.

Se oyeron carcajadas mientras la placa se hacía menos borrosa y se enfocaba, mas por el momento no vio la cara de nadie; sólo sombras de hombres y mujeres que cruzaban rápidamente en todos sentidos. Se oyó claramente una voz sobre un fondo de conversa­ción:

—¿Quién me llama? ¿Ingenescu?

Al instante siguiente apareció un rostro en la placa. Un noviano. Un noviano auténtico. (George no tenía la menor duda de ello. Aquellas facciones tenían algo completamente extraterrestre. Era algo indefinible, pero inconfundible por completo.)

Era un hombre de complexión fuerte, atezado y de cabellos ondulados peinados hacia atrás. Lucía un bigotillo negro y una barba puntiaguda, negra como su cabellera, que apenas alcanzaba más allá del extremo de su estrecho mentón; pero el resto de su cara era tan terso que parecía como si hubiera sido depilado permanen­temente.

En aquel momento, el noviano sonreía:

—Ladislas, esto es pasar de la raya. Ya nos resignamos a que nos espíen, dentro de límites razonables, durante nuestra estancia en la Tierra, pero practicar la lectura mental es demasiado.

—¿Lectura mental, Honorable?

—¡Confiéselo! Usted sabía que yo iba a llamarle esta noche. Sabía también que sólo esperaba a terminar esta copa. —Levantó la mano, haciéndola aparecer en la pantalla, y miró a Ingenescu a través de una copita llena de un licor violeta pálido—. Siento no poder ofrecerle una.

George, que se hallaba fuera del campo de visión del transmisor de Ingenescu, no podía ser visto por el noviano, lo cual le producía una sensación de alivio. Necesitaba cierto tiempo para prepararse para la entrevista. Le parecía estar formado exclusivamente por dedos nerviosos que tamborileaban sin cesar...

Pero había dado en el clavo... Sus cálculos eran exactos. Inge­nescu era un personaje importante. El noviano le llamaba por su nombre de pila.

¡Magnífico! Las cosas iban a pedir de boca. Lo que Antonelli le había hecho perder a George, éste lo recuperaría con creces gracias a Ingenescu. Y algún día, cuando fuese un hombre independiente, podría regresar a la Tierra tan poderoso como aquel noviano, que se permitía llamar a Ingenescu por su nombre de pila, para verse lla­mado por éste «Honorable»...

Cuando volviese, ya le ajustaría las cuentas a aquel bribón de Antonelli. Tenía que hacerle pagar aquel año y medio de reclusión forzosa, y...

Estuvo a punto de dejarse arrastrar por aquellos ensueños tentadores, pero se dominó al darse cuenta, angustiado, que perdía el hilo de los acontecimientos.

El noviano decía en aquellos momentos:

—Ni pies ni cabeza. Novia tiene una civilización tan complicada y avanzada como la de la Tierra. Tenga usted en cuenta que no somos Zeston. Es ridículo que tengamos que venir aquí en busca de técnicos.

Ingenescu dijo, conciliador:

—Solamente en busca de modelos nuevos. Nunca se sabe si estos modelos harán falta. Las cintas educativas les costarían a uste­des el mismo precio que un millar de técnicos, y, ¿cómo saben que necesitarían tantos?

El noviano tiró el licor restante y lanzó una carcajada. (A George le causó cierto disgusto ver que un noviano podía ser tan frívolo. Con cierta desazón, se preguntó si el noviano también había hecho lo propio con otras dos o tres copas antes de aquélla.)

El noviano dijo:

—Ésta es una mentira típica, Ladislas. Sabes muy bien que po­demos absorber todos los nuevos modelos que nos envíen. Esta misma tarde he contratado a cinco Metalúrgicos...

—Lo sabía —dijo Ingenescu—. Estuve allí.

—¡Vigilándome! ¡Espiando! —gritó el noviano—. Pero espera un momento a que te diga esto. Los Metalúrgicos del último modelo que contraté sólo diferían del modelo anterior en que conocían el uso de los espectrógrafos Beeman. La modificación de las cintas con respecto al modelo del año anterior es insignificante. Solamente lanzan estos nuevos modelos para hacernos gastar dinero y venir aquí con el sombrero en la mano.

—No les obligamos a comprar.

—No, pero venden técnicos del último modelo a Landonum, y esto nos obliga a ponernos al día, si no queremos quedarnos rezaga­dos. Nos han montado en un buen tiovivo, piadosos terrestres, pero esperen, que tal vez aún daremos con la salida.

Su risa sonaba algo forzada, y cesó más pronto de lo previs­to.

Dijo Ingenescu:

—Hablando con sinceridad, ojalá la encuentren. Entre tanto, en cuanto a mi llamada, se debe sencillamente...

—Ah, sí, me llamó usted. Bueno, yo ya he dicho lo que tenía que decir; supongo que el año próximo nos obsequiarán con un nue­vo modelo de Metalúrgico que nos costará un ojo de la cara, pro­visto probablemente de un nuevo dispositivo para analizar el niobio, y todo lo demás igual, y al otro año... Pero, dejémoslo. ¿Qué desea usted?

—Hay un joven aquí conmigo con el que desearía que usted ha­blase.

—¿Yo? —La idea no pareció ser muy del agrado del noviano—. ¿Y sobre qué?

—No sabría decirle. No me lo ha dicho. En realidad, ni siquiera me ha dicho su nombre ni profesión.

El noviano frunció el ceño.

—¿Entonces, por qué me molesta?

—Parece estar muy seguro que le interesará lo que tiene que decirle.

—¿Ah, sí?

—Además —añadió Ingenescu—, considérelo como un favor que yo le pido.

El noviano se encogió de hombros.

—Póngame con él y dígale que sea breve.

Ingenescu se hizo a un lado, y susurró al oído de George:

—Usa el tratamiento de «Honorable».

George tragó saliva con dificultad. Había llegado el momento decisivo.

 

El joven notó que estaba bañado en sudor. La idea acababa de ocurrírsele hacía poco, pero a la sazón no se sentía tan seguro. Empezó a vislumbrarla al hablar con Trevelyan, luego fermentó y adquirió forma durante la plática de Ingenescu, y por último, las propias observaciones del noviano le habían dado los toques fi­nales.

George tomó la palabra:

—Honorable, si usted me lo permite, le indicaré el modo de bajarse del tiovivo.

Deliberadamente, utilizó la propia metáfora que había em­pleado el noviano.

Éste le miró ceñudo:

—¿De qué tiovivo hablas?

—El que usted mismo ha mencionado, Honorable. El tiovivo en que se encuentra Novia cuando se halla obligada a acudir a la Tierra en busca de..., de técnicos.

(No pudo evitar que los dientes le castañeteasen; no de miedo, pero sí a causa de la excitación que le dominaba.)

El noviano dijo:

—¿Tratas de insinuar que conoces un medio gracias al cual podríamos dejar de patrocinar el supermercado mental de la Tierra? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Sí, Honorable. Novia puede controlar su propio sistema edu­cativo.

—Hum... ¿Sin cintas?

—Pues..., sí, Honorable.

El noviano, sin apartar la mirada de George, ordenó.

—Ingenescu, póngase ante mi vista.

El Historiador se colocó detrás de George, para que el noviano lo viese por encima del hombro del joven.

El noviano preguntó entonces:

—¿Qué es todo esto? No alcanzo a comprenderlo.

—Tenga la absoluta seguridad que, sea lo que sea, se hace por propia iniciativa de este joven, Honorable —repuso Ingenes­cu—. Yo no tengo arte ni parte en esto. Me lavo las manos.

—Entonces, ¿por qué me presenta usted a este joven? ¿Qué tiene que ver con usted?

A esto Ingenescu repuso:

—Para mí es un simple objeto de estudio, Honorable. Tiene valor, y trato de complacerlo.

—¿Qué clase de valor?

—Es difícil decirlo. Un valor profesional.

El noviano lanzó una breve carcajada.

—Bien, a cada cual su profesión. —Hizo una seña con la cabeza a alguna persona o personas que se hallaban fuera del campo de visión—. Hay ahí un joven, un protegido de Ingenescu, o algo parecido, que quiere explicarnos cómo se puede educar sin cintas. —Chasqueó los dedos, y otra copa de licor transparente apareció en su mano—. Adelante, joven.

Había ahora varias caras en la placa, caras de hombres y de mujeres, que se apiñaban para ver a George, luciendo diversas expresiones, que iban desde la sorna hasta la curiosidad.

George trató de mostrarse indiferente. Todos aquellos seres novianos y terrestres, se dedicaban a «estudiarlo» como si fuese un insecto clavado en un alfiler. Ingenescu fue a sentarse en un ángulo de la habitación y le miró con ojos de búho.

«Todos son unos estúpidos —se dijo George furioso—, del pri­mero al último. Pero tendrán que comprenderlo. Haré que me comprendan.»

Dijo entonces en voz alta:

—Esta tarde yo también estuve en los Juegos Olímpicos de los Metalúrgicos.

—¿Tú también? —dijo el noviano, con sorna—. Por lo visto, toda la Tierra estaba allí reunida.

—Toda la Tierra no, Honorable, pero yo sí. Un amigo mío participaba en los Juegos, y le fue muy mal a causa que utilizan las máquinas Beeman. En su educación se habían incluido sólo las Henslers y al parecer de un modelo antiguo. Usted ha dicho que la modificación efectuada era insignificante. Y mi amigo sabía desde hacía algún tiempo que se requeriría el conocimiento de las máqui­nas Beeman.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Mi amigo había ambicionado toda su vida conseguir un des­tino en Novia. Conocía ya las Henslers, para clasificarse tenía que conocer también las Beeman, y él lo sabía. Aprender su funciona­miento le hubiera costado únicamente aprenderse unos cuantos de­talles más, unos pocos datos, hacer tal vez algo de práctica. Espo­leado por la ambición de toda su vida, tal vez hubiera podido conseguirlo...

—¿Y de dónde hubiera obtenido una cinta con los datos y cifras adicionales? ¿O acaso la educación se ha convertido en una cuestión de estudio privado en la Tierra?

Las caras apiñadas tras él prorrumpieron en carcajadas.

George repuso:

—Por eso precisamente no pudo aprender, Honorable. Él creía que para ello necesitaría una cinta. Ni siquiera se le ocurrió probar sin ella, aunque lo que estaba en juego era de una importancia ca­pital para él. Se negó a probar sin una cinta.

—¿Conque se negó, eh? Probablemente, es de esa clase de per­sonas que se niegan a volar sin avión. —Más risas; el noviano sonrió por fin, y dijo—: Este chico me hace gracia. Prosigue. Te concedo un momento más.

George, muy serio, observó:

—No es ninguna broma. En realidad, el sistema de las cintas es malo. Con las cintas se aprende demasiado, y sin el menor esfuerzo. Los que se acostumbran a aprender de esta manera ya no saben ha­cerlo de otra. Sólo saben lo que les han inculcado las cintas. Pero si a una persona no se le facilitasen cintas, sino que se le obligase a aprender por sí sola desde el primer momento, en ese caso adquiriría el hábito del estudio, y no le costaría seguir asimilando conoci­mientos. Me parece que esta idea no puede ser más razonable. Una vez haya conseguido desarrollar bien esa costumbre, no niego que pueda aprender algunas cosas mediante cintas, para llenar ciertas lagunas o fijar algunos detalles. Luego seguiría progresando solo. De esta manera, en Novia se podrían convertir a los Metalúrgicos que sólo conocen las máquinas Henslers en Metalúrgicos que conociesen además las Beeman, sin necesidad de ir a buscar nuevos mo­delos a la Tierra.

El noviano asintió y paladeó su bebida.

—¿Y de dónde sacaremos el conocimiento si prescindimos de las cintas? ¿Del vacío interestelar?

—De los libros. Del estudio de los propios instrumentos. Pen­sando. Haciendo uso de nuestro raciocinio.

—¿De los libros? ¿Y cómo se pueden entender los libros sin la educación?

—Los libros contienen palabras impresas. Las palabras pueden entenderse, en su mayor parte. En cuanto a los términos especiali­zados, éstos pueden ser explicados por los técnicos que Novia ya posee en abundancia.

—¿Y qué opinas sobre la lectura? ¿Permitirías el uso de cintas de lectura?

—Las cintas de lectura me parecen muy bien, pero nada se opone a que los niños aprendan a leer según el sistema antiguo. Al menos en parte.

Dijo entonces el noviano:

—¿Para que así se adquieran buenos hábitos desde el comienzo?

—Eso mismo —dijo alegremente George.

Aquel hombre empezaba a comprender...

—¿Y qué me dices de las matemáticas?

—Ésta es la parte más fácil, señor..., Honorable. Las matemáti­cas difieren de las demás asignaturas técnicas. Comienzan con el enunciado de algunos principios muy sencillos, y proceden a pasos graduales. Se puede empezar desde cero y aprender. Su misma es­tructura lógica lo facilita. Y una vez se posea una base de matemáti­cas fundamentales, se tiene acceso a otros libros técnicos. Especial­mente si se comienza con los fáciles.

—¿Es que hay libros fáciles?

—Desde luego que sí. Y aunque no los hubiese, los técnicos actualmente existentes podrían escribirlos... Libros de divulgación, manuales. Algunos de ellos serían capaces de presentar sus conoci­mientos en palabras y símbolos.

—Buen Dios —exclamó el noviano, dirigiéndose al grupo que le rodeaba—. Ese joven diablo tiene respuesta para todo.

—Sí, la tengo —gritó George, excitado—. Pregúnteme.

—¿Has intentado aprender tú mismo mediante libros? ¿O se trata sólo de una simple teoría?

George dirigió una rápida mirada a Ingenescu, pero el Historia­dor permanecía inmóvil. Su rostro sólo demostraba un benévolo interés.

—Sí, he estudiado con libros —replicó George.

—¿Y conseguiste algún resultado?

—Sí, Honorable —repuso George, animadamente—. Lléveme con usted a Novia. Estableceré un programa y dirigiré...

—Espera, tengo que hacerte algunas preguntas. ¿Cuánto tiempo tardarías, según tu opinión, en convertirte en un Metalúrgico capaz de manejar una máquina Beeman, suponiendo que empezases des­de cero y no utilizases cintas educativas?

George vaciló.

Pues... Tal vez algunos años.

—¿Dos años? ¿Cinco? ¿Diez?

—No sabría decírselo, Honorable.

—Ésta era una pregunta vital a la que, por lo que veo, eres incapaz de dar una respuesta adecuada. ¿Digamos cinco años? ¿Te parece prudente esa cifra?

—Sí... Creo que sí.

—Muy bien. Tenemos un técnico estudiando metalurgia según tu método durante cinco años. Durante ese tiempo, no nos reporta ninguna utilidad, tendrás que admitirlo, en cambio debemos man­tenerlo, alojarlo y darle un sueldo durante esos años.

—Pero...

—Déjame terminar. Luego, cuando haya terminado de estudiar y ya pueda manejar la Beeman, habrán pasado cinco años. ¿Crees que para entonces todavía utilizaremos máquinas Beeman modificadas?

—Pero cuando llegue esa fecha, él ya dominará la técnica del estudio. Podrá aprender los nuevos detalles necesarios en cuestión de días.

—Eso es lo que tú dices. Sin embargo, vamos a suponer que ese amigo tuyo, por ejemplo, hubiese estudiado el uso de la Beeman por su cuenta y hubiese llegado a dominarlo. ¿Sería tan experto en él como un competidor que lo hubiese aprendido gracias a las cin­tas?

—Tal vez no, pero... —empezó a decir George.

—Ah —exclamó el noviano.

—Por favor, déjeme terminar. Aunque no dominase tan a fondo una materia, lo que aquí importa es su capacidad de aprender. Podría inventar nuevas cosas, hacer descubrimientos que ningún técnico salido de las cintas sería capaz de hacer. Novia tendría una reserva de pensadores originales...

—Durante todos tus estudios —le atajó el noviano—, ¿has des­cubierto algo original?

—No, pero yo sólo soy un ejemplo, y no he estudiado mucho tiempo...

—Ah, ya... Muy bien. ¿Se han divertido ya lo suficiente, señoras y caballeros?

—¡Espere! —gritó George, presa de un pánico repentino—. Le ruego que me conceda una entrevista personal. Hay cosas que no puedo explicar por el visifono. Ciertos detalles.

El noviano miró hacia más allá de George.

—¡Ingenescu! Me parece que ya le he hecho el favor que me pe­día. Ahora le ruego que me disculpe, porque mañana tengo un horario muy apretado. ¡Adiós!

La pantalla se oscureció.

 

George tendió ambas manos hacia la pantalla, en un desespera­do impulso por devolverle la vida. Al propio tiempo gritó:

—¡No me ha creído! ¡No me ha creído!

—No, George —le dijo Ingenescu—. ¿Acaso te figurabas que iban a creerte?

George apenas le oyó.

—¿Por qué no? ¡Si todo lo que he dicho es cierto! Ellos serían los primeros en beneficiarse. No existe el menor riesgo. Podrían empezar con unos cuantos hombres... La educación de algunos hombres, una docena por ejemplo, durante algunos años, les costa­ría menos que un solo técnico... ¡Estaba borracho! ¡Había bebido! No me comprendió. —George miró jadeante a su alrededor—. ¿Cómo podría verle? Tengo que verle. Esta entrevista ha sido un error. No hemos debido utilizar el visifono. Necesito tiempo. Ha­blar con él cara a cara. ¿Cómo podría...?

Ingenescu objetó:

—No querrá recibirte, George. Y aunque te recibiese, no te creería.

—Terminaría por creerme, se lo aseguro. Pero a condición que no hubiese bebido. Ese hombre... —George se volvió en re­dondo hacia el Historiador, abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Cómo sabe que me llamo George?

—¿No es así como te llamas? ¿George Platen?

¿Me conoce?

—Perfectamente.

George se quedó sin habla, guardando una inmovilidad de esta­tua. Únicamente su pecho se movía, a impulsos de su fatigosa respiración.

Ingenescu prosiguió:

—Sólo quiero ayudarte, George. Ya te lo dije. Te he estado estudiando y deseo ayudarte.

George lanzó un chillido:

—¡No necesito ayuda! ¡No soy un débil mental! Los demás lo son, pero yo no.

Dio media vuelta y se precipitó como un loco hacia la puerta.

La abrió de par en par y dos policías que habían estado de guar­dia al otro lado se echaron sobre él y lo sujetaron firmemente.

A pesar que George se debatía como un diablo, sintió el aerosol hipodérmico junto a la articulación de la mandíbula, y eso fue todo. Lo último que recordó fue la cara de Ingenescu observán­dole con cariñosa solicitud.

 

George abrió los ojos para ver un techo blanco sobre él. Inme­diatamente recordó lo sucedido. Lo recordaba con indiferencia, como si le hubiese ocurrido a otro. Se quedó mirando al techo hasta que su blancura le llenó los ojos y le lavó el cerebro, dejando lugar para nuevas ideas y nuevos pensamientos.

No supo cuánto tiempo permaneció así, escuchando sus propias divagaciones.

Una voz sonó en sus oídos.

—¿Estás despierto?

George oyó entonces por primera vez sus propios gemidos. ¿Ha­bía estado gimiendo? Trató de volver la cabeza. La voz le preguntó:

—¿Te duele algo, George?

—Tiene gracia —susurró George—. Con las ganas que tenía de dejar la Tierra... No lo entiendo.

—¿No sabes dónde estás?

—Estoy de nuevo en la... Residencia.

George consiguió volverse. Aquella voz pertenecía a Omani.

—Tiene gracia que no lo comprenda —insistió George.

Omani le dirigió una cariñosa sonrisa.

—Vamos, duérmete de nuevo...

George se durmió.

 

Cuando despertó de nuevo, tenía la mente completamente des­pejada.

Omani estaba sentado junto a la cabecera, leyendo, pero dejó el libro en cuanto George abrió los ojos.

El muchacho trató de sentarse. Luego dijo:

—Hola, Omani.

—¿Tienes hambre?

—Figúrate —repuso, mirándole con curiosidad—. Me siguieron cuando me escapé, ¿verdad?

Omani asintió.

—Te tuvieron en observación constantemente. Nos proponía­mos dejarte llegar hasta Antonelli para que dieses salida a tu resen­timiento acumulado. Nos parecía que ésa era la única manera de conseguir algo positivo. Tus emociones constituían una rémora para tu progreso.

Con cierto tono de embarazo, George observó:

—Me equivoqué medio a medio respecto a él.

—Eso ahora no importa. Cuando te detuviste para mirar el ta­blero informativo de los Metalúrgicos en el aeropuerto, uno de nuestros agentes nos comunicó la lista de nombres. Gracias a las numerosas conversaciones que había sostenido contigo, en el curso de las cuales me hiciste numerosas confidencias, comprendí lo que significaba para ti el nombre de Trevelyan en aquella lista. Pediste que te indicasen el modo de asistir a los Juegos Olímpicos; existía la posibilidad que eso provocase la crisis que tanto ansiábamos. Enviamos a Ladislas Ingenescu al vestíbulo, para que se hiciese el encontradizo contigo.

—Es una figura importante en el Gobierno, ¿verdad?

—Sí, en efecto.

—Y ustedes le encargaron esta misión. Eso me hace sentirme importante.

—Es que lo eres, George.

En aquel momento llegó un grueso bistec, esparciendo un deli­cioso aroma. George, hambriento, sonrió y apartó violentamente las sábanas, para sacar los brazos. Omani le ayudó a preparar la mesita sobre la cama. Durante unos instantes, George masticó a dos carrillos, observado por Omani.

De pronto, George dijo:

—Hace un momento, me desperté para quedarme dormido en seguida, ¿verdad?

—Sí, yo estaba aquí.

—Lo recuerdo. Verás, todo ha cambiado. Era como si ya estuviese demasiado cansado para sentir emociones. Tampoco sentía cólera ni enfado. Sólo podía pensar. Me sentía como si me hubiesen administra­do alguna droga que hubiese hecho desaparecer de mí toda emoción.

—Pues no te dimos ninguna droga —observó Omani—. Sólo sedantes. Estabas descansado.

—Sea como fuere, lo vi todo con una claridad meridiana, como si lo supiese desde siempre pero no hubiese querido escucharlo. Me dije: ¿qué le pedía yo a Novia? Que me dejase ir allí para ponerme al frente de un grupo de jóvenes por educar, a fin de instruirlos por medio de libros. Al propio tiempo, quería establecer una Residen­cia para débiles mentales..., como ésta..., y la Tierra ya las tiene..., en cantidad.

La blanca dentadura de Omani brilló cuando éste sonrió.

—El nombre adecuado para instituciones como ésta es el de Instituto de Altos Estudios.

—Ahora lo comprendo todo —dijo George—. Lo veo todo tan claro que me sorprende la ceguera que he demostrado hasta ahora. Después de todo, ¿quién inventa los nuevos modelos de instrumen­tos que requieren técnicos del último modelo? ¿Quién inventó los espectrógrafos Beeman, por ejemplo? Un hombre llamado Beeman, supongo, que no podía haber sido educado con cintas, pues en ese caso, ¿cómo hubiera conseguido realizar su invento?

—Exactamente.

—¿Y quién hace las cintas educativas? ¿Técnicos especializa­dos? En ese caso, ¿quién hace las cintas... que los educan a ellos? ¿Unos técnicos más avanzados? ¿Y quién hace las cintas que...? Ya ves adonde quiero ir a parar. Tiene que existir un fin, un límite. En algún punto tienen que existir hombres y mujeres dotados de un pensamiento propio y original.

—Así es, George.

George se recostó en sus almohadones, con la vista perdida por encima de la cabeza de Omani, y por un instante pareció brillar de nuevo la inquietud en su mirada.

—¿Por qué no me dijeron todo esto desde el principio?

—Ojalá pudiésemos hacerlo... —dijo Omani—. Cuántos que­braderos de cabeza nos ahorraría... Podemos analizar un cerebro y decir si su poseedor podrá ser un buen arquitecto o un buen eba­nista. Pero no poseemos el medio de determinar la capacidad para el pensamiento original y creativo. Es algo demasiado sutil. Única­mente poseemos algunos métodos sumarios para identificar a los individuos susceptibles de poseer ese talento.

»El Día de la Lectura se descubren algunos de esos individuos. Tú, por ejemplo, fuiste uno de ellos. Grosso modo, suele descu­brirse uno entre diez mil. Cuando llega el Día de la Educación, esos individuos son revisados de nuevo, y nueve de cada diez resultan haber sido una falsa alarma. Los restantes se envían a sitios como éste.

—¿Y qué hay de malo en decirle a la gente que uno de cada..., de cada cien mil acabará en lugares como este? —preguntó George—. Así no supondría un shock tan grande para quienes lo hicieran...

—Tienes razón, George, pero, ¿qué me dices de los que no lo lograran? ¿Los noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve restantes? ¿Te imaginas si todas esas personas se considerasen unos fracasados? Aspiran a alguna profesión concreta, y de un modo u otro todos acaban por lograrlo. Cada uno de ellos puede escribir tras su nombre: Diplomado en tal o cual profesión. Dentro de sus posibilidades, cada hombre, cada mujer, obtiene el puesto que les corresponde dentro de la sociedad. Lo cual es necesario para el buen funcionamiento de ésta.

—¿Y qué ocurre con nosotros, los casos excepcionales?

—Bueno, a ustedes no se les puede decir. No puede ser de otro modo. Se trata de la prueba definitiva. Incluso después de la selección que supone el Día de la Educación, nueve de cada diez de los que llegan aquí no llevan en su interior la llama del genio creador, y no existe ningún mecanismo que nos permita separar a esos nueve del que buscamos. Esa décima parte debe decírnoslo por sí misma.

—¿De qué modo?

—Les traemos aquí, a la Residencia para débiles mentales, y el que no acepta su destino, el que se rebela, es el que buscamos. Es un método que puede resultar cruel, pero funciona. Por el contra­rio, no daría ningún resultado decirle a ese hombre: «Puedes crear, de modo que hazlo.» Es mucho mejor esperar a que él diga: «Sé que puedo crear, y lo haré les guste o no.» Hay diez mil hombres como tú sobre los que descansa el progreso tecnológico de mil quinientos mundos. No podemos permitirnos perder uno solo de ellos, o mal­gastar nuestras energías en un individuo que no da la talla.

George apartó a un lado la bandeja vacía y tomó la taza de café.

—¿Y qué les ocurre a los que vienen aquí y no... dan la talla?

—Se les convierte, educándoles por medio de cintas, en nuestros Científicos Sociales. Ingenescu, por ejemplo, es uno de ellos. Por lo que a mí respecta, soy Psicólogo Diplomado. Puede decirse que somos un segundo nivel en la escala.

Pausadamente, George acabó de tomarse el café. Entonces, con aire pensativo, dijo:

—Hay algo que todavía no tengo claro...

—¿De qué se trata?

George apartó la ropa de cama y se puso de pie.

—¿Por qué les llaman Juegos Olímpicos?