Los niños del apacible comediante
por Theodore Sturgeon
El primer tercio del apacible Siglo Veintiuno llegó a su fin a las diez de la mañana del 17 de mayo del año 2034, con el regreso a la Tierra de un crucero espacial Fafnir modificado, comandado por el capitán Avery Swope. Quizás en una ¿poca anterior o posterior, la crisis que comenzó en dicha fecha hubiera tenido menores consecuencias? Sin embargo, la Tierra estaba arrullada y satisfecha consigo misma, y tenía sobradas razones para estarlo: las rivalidades internacionales estaban relegadas a los estadios de football y las canchas de tenis, y se había logrado un equilibrio inteligente del comercio y una redistribución de la agricultura y la industria.
La misión del capitán Swope era efectuar el aterrizaje extraterrestre número doce. El cuerpo celeste donde esto se llevó a cabo era Iapetus (a veces llamado Japetus), el notable octavo satélite de Saturno. Todos los satélites de Saturno son notables, cada uno por un motivo diferente. El motivo que hacía destacable a Iapetus era su luz fluctuante: siempre titilaba con un fuerte resplandor por el lado Este del anillado planeta, y menguaba pálidamente tras el borde occidental. Evidentemente la pequeña luna estaba mitad iluminada y mitad a oscuras, y mantenía una faz siempre dirigida hacia el astro padre; pero ¿por que una luna habría de estar mitad iluminada y mitad a oscuras?
Era un misterio intrigante, y estaba de moda usar toda suerte de adornos que imitaban las fluctuaciones de ese astro inconstante: gemelos y broches para túnica que se apagaban y resplandecían alternadamente, envolturas para pan y sobrecubiertas de libros en abigarrada dicotomía. Se hicieron reproducciones del magnífico óleo de Pederson, un clásico de mitad de siglo que mostraba una nave espacial encallada en una de las lunas de Saturno, con cuatro figuras uniformadas apeándose, que se convirtió en una especie de párrafo final para las notas periodísticas sobre la hazaña de Swope y para los escaparates que exhibían las baratijas bicolores. Todo el mundo se maravillaba de la infalible predicción del artista del Siglo Veinte sobre los contornos de un cohete Fafnir. Nadie notaba que el cuadro no podía representar a Iapetus, que no tiene cielo azul ni rocas desgastadas, y que debía ser con seguridad la visualización de Titán del meticuloso Pederson. Todos creían que era Iapetus, y como no había evidencia alguna acerca del porque de la variación de la brillantez de Iapetus, el público acogía el retrato como un misterio. La gente comentaba que Swope lo averiguaría.
El capitán Swope lo averiguó, pero no lo alcanzó a decir. Algo le sucedió a su Fafnir en Saturno. Sus señales fueron débilmente recogidas a través del estruendo de una perturbación eléctrica en el planeta padre. Las señales eran indescifrables, y fueron las últimas. Luego, sin voz, regresó, retomó su órbita de frenado, y finalmente emergió desde la oscuridad, chillando a través del azul primaveral. El hecho de que a esa altura tan elevada - más de ochenta kilómetros - la nave tomara una posición de popa hacia abajo, probaba que algo andaba muy mal. La calculada deliberación con la que llegó a White Sands y las constantes guiñadas, como las de un bate de béisbol haciendo equilibrio en un dedo, dieron la confirmación final de que estaba intentando un aterrizaje bajo control manual, cosa que jamás se había intentado previamente con un aparato del tamaño de un Fafnir. La maniobra se hizo magníficamente. Es posible que nunca se iguale ese estrepitoso impulso descendente a través de esos kilómetros, más de setenta, sin una guiñada que las manos avezadas del piloto no pudiera compensar. Salvo la última.
¿Qué pasó? ¿Acaso algún diablillo de viento, algún duende huidizo de huracán, arremetió contra el Fafnir? ¿O era que la tensión y el esfuerzo fueron finalmente demasiado crueles para los músculos fatigados que no podían, ni por un segundo, descansar y pasar los controles a otro par de manos? Sea lo que fuere, sucedió a una distancia de cinco kilómetros y cuarto. El crucero se revolvió bramando mientras su piloto hacía un último esfuerzo desesperado por ganar un poco de altura y volver a intentar el aterrizaje.
No obtuvo ningún resultado, por el contrario perdió altura, precipitándose como un dirigible desbocado, cada vez más velozmente, esperando quizás alejar de un puntapié la curvatura de la tierra, hasta que sobre Arkansas, la proa del cohete - que constituía prácticamente todo el interior de la nave - se desintegró y la cola estalló. Dio dos vueltas y se incrustó en un campo de alfalfa.
Dos días más tarde un fotógrafo apareció con una fotografía milagrosa. Se rumoreaba sordamente que había llevado a una niña - la chica de los Tresak, de tres años de edad, que habitaba en una granja a unos pocos kilómetros del lugar del choque - e, imperdonablemente, la había hecho posar cerca de los restos del cohete; pero esto nunca se pudo comprobar y, de todas maneras, ¿cómo podría el fotógrafo haber sabido lo que iba a suceder? No obstante, la milagrosa ausencia momentánea de cualquier objeto en el fondo amplio y claro, las sombras que rodeaban a la niña y el brillo de la chatarra de metal que se erguía detrás de ella, coronándola - pero, por sobre todo, el milagro de la niña misma, de ojos negros, cabello dorado, confiada, temeraria, con una mano tierna apoyada en el acero desgarrado que sin lugar a dudas le hubiera hecho jirones la piel de haber sido menos hermosa -, todo esto produjo una de las más memorables fotos de la década. De un día para el otro se hizo famosa en todo el país, y se hizo querer como una especie de fénix infantil que emergía del cadáver del pájaro rugiente; y del mismo modo que las ásperas ruinas no podían dañar su mano, la muerte del magnifico Swope no dejaría tan dolorida a la nación gracias a ella.
Por lo tanto, la noticia de que al tercer día de su contacto con los restos de la nave de Iapetus, la chica de los Tresak cayó enferma de un mal desfigurador que jamas se había conocido en la tierra, fue un golpe terrible para el país, y el mundo. Al principio sólo hubo un aturdimiento, pero al aparecer un segundo, y al poco tiempo, un tercer caso de la enfermedad, la humanidad entró en acción. La primera medida fue aprobar siete leyes, un Decreto presidencial y tres Convenios contra todo aterrizaje extraterrestre de allí en adelante. Por ende, hasta que terminara la epidemia de iapetitis, se puso fin a todos los vuelos extraorbitales.
- Ya vas a estar bien - le susurró ella, y se inclinó para besar la pequeña cara solemne y cómica. (Se decía que no era contagiosa, al menos para adultos.) Se enderezó y le sonrió, y Billy le respondió con su media sonrisa - era la mitad de la izquierda -. Le dijo algo, pero sus palabras eran, ahora tan confusas que ella no podía comprenderías. No soportaba hacerle repetir lo que decía; siempre parecía desconectarse cuando los demás no le entendían, como si pudiera oírse a si mismo con toda claridad. Entonces, para evitarse la pena de ver la patética mueca que retorcería la parte oscura de su rostro, se limitó e sonreír y repitió -: Ya vas a estar bien - y después se escabulló.
- Afuera, en el pasillo, se reclinó contra la pared durante un momento y se deshizo de la sonrisa, de la hipocresía rígida y dificultosa de aquella sonrisa. Había alguien allí parado del otro lado del borroso contorno ardiente que había tomado el lugar de la sonrisa.
-¿Cómo pude prometerle eso? - dijo, sintiendo que tenía que expresarlo de alguna manera en ese momento.
- Es inevitable - dijo el hombre, respondiendo. Se libró del mareo y vio que era el doctor Otis -. Yo prometí lo mismo. Es... inevitable - se encogió de hombros -, Jerí Gonza también lo hace.
- Eso he visto - afirmó la chica -. El también parece preguntarse "¿Cómo pude...?"
- Hace lo que puede - dijo el doctor, abarcando, con un movimiento de cabeza, el ala especial del hospital en donde estaban parados, la hilera de puertas detrás y más allí, puertas que daban a laboratorios, puertas que daban a cuartos de investigación y de computación, depósitos, habitaciones para personal. Todo donado por el comediante -. En cierta forma tiene más derecho a hacer una promesa así que el doctor de Billy.
- O que su hermana - acotó ella trémula. Echó a andar por el pasillo, con el doctor a su lado. ¿Algún caso nuevo?
- Dos.
La chica se estremeció.
- Alguna... - comenzó a decir.
- No - respondió él apresuradamente -, ninguna muerte. - Y Como para cambiar de tema, dijo -: Tengo entendido que debo felicitarla.
-¿Qué? ¡Ah! - dijo, arrancando de su mente la imagen del rostro de Billy, mitad mármol, mitad caoba inquieta -. ¡Ah, el premio! Sí, me llamaron esta tarde. Gracias. De algún modo... no significa demasiado en este momento.
Se detuvieron frente a la oficina del doctor al final del pasillo.
- Creo comprender cómo se siente – dijo -. Lo cambiaría sin vacilación por... - hizo un ademán con la cabeza en dirección al cuarto del chico.
- Llegaría a cambiarlo por una esperanza razonable - acordó ella -. Buenas noches, doctor. ¿Me va a llamar?
- Le voy a avisar si algo pasa. Incluso si es algo bueno. No se olvide de ello. No me gustaría que le tuviera miedo al sonido de mi voz.
- Gracias, doctor.
- Aléjese de la Tri-T.V. por esta vez. Necesita descanso.
- Caramba, cierto que hoy es el gran esfuerzo - recordó.
- Aléjese - dijo el doctor con cálida severidad -. No es necesario que tenga siempre presente la iapetitis, ni que la persuadan para que preste ayuda.
- Está hablando como el doctor Horowitz.
La sonrisa se apagó. Ella lo había dicho como una broma ligera; de haber estado menos cansada, menos preocupada, hubiera tenido más sentido común. Mejor gusto. El nombre de Horowitz retumbaba en estas salas, como una blasfemia. Celebrado en un momento como uno de los más grandes investigadores médicos, le había vuelto la espalda inexplicablemente a Jerí Gonza y a su Fundación, rechazando terminantemente concesiones para investigación, e insultando públicamente al comediante y su gran empresa filantrópica. Como resultado de ello había perdido su nuevo nombramiento como director del Instituto de Investigaciones y gran parte de su reputación profesional. Y, comportándose como el resentido bufón que era, se había sumergido en investigaciones -"investigaciones verdaderas", las llamaba imperdonablemente - de la iapetitis, intentando por sus propios medios, no sólo igualar el trabajo de la Fundación, sino sobrepasarlo: "la única forma que conozco", le dijo a un reportero de un diario, "de quitarles el pienso a ese tonto y a sus ovejas amaestradas". La respuesta de Jeri Gonza era típica: por medio de hábiles chistes en sus programas, convirtió a Horowitz en un nombre impropio, definiendo al horowitz como un tipo de pájaro de mal agüero o un pobre infeliz, patético, ligeramente despreciable, incompetente y siempre gracioso - la clase de subhumano que no sólo pide, sino que merece ser víctima de una broma pesada. Esto lo respaldaba con una oferta ampliamente publicitaria de una concesión de medio millón para el doctor Horowitz; sin ninguna atadura. El doctor Horowitz, después de su primera negativa irreproducible (sus instrucciones para el comediante de lo que podía hacer con su dinero fueron precedidas por la sugerencia de que primero lo convirtiera en moneda), pasó la oferta completamente por alto.
Por lo tanto esta observación, aun hecha por una ganadora del premio Nobel, una mujer bastante guapa, comprensiblemente fatigada y alterada; aun hecha por alguien cuyo hermano menor yacía indefenso entre las garras deformadoras de una enfermedad incurable, a duras penas podía ser perdonada, en especial habiendo sido dirigida al director de la Sección iapetitis del Centro Médico y al presidente local de la Fundación.
- Discúlpeme, doctor Otis - dijo la chica -. Probablemente... necesite dormir más de lo que había pensado.
- Es probable que así sea, doctora Barran - dijo secamente el doctor, entrando en su oficina y cerrando la puerta.
- Maldición - dijo Iris Barran, y se fue a su casa.
Nadie supo con exactitud cómo Jeri Gonza se había topado con la idea de un concurso de resistencia transformado en un pedido público de fondos, o cuándo había decidido incluirlo en su caja de sorpresas. No fue, el inventor de la idea; era un fenómeno común en transmisiones antiguas, que tuvieron una breve eclosión cuando se acopló el vídeo y el audio en un artefacto llamado televisión. Los espectáculos, que consistían en hasta cuarenta horas seguidas de entretenimiento intercalado con pedidos de ayuda para algún tipo de caridad, eran dirigidos por una sola celebridad que hacía las veces de maestro de ceremonias y de jefe de reparto. El nombre, terminológicamente bastardo, de este espectáculo era teletón, de la raíz griega, llevar, y la sílaba tón, que carecía de significado por sí sola, pero que era en realidad la última sílaba de la palabra maratón. El teletón, sensacional en un principio, se había desgastado rápidamente, debido a que un número de publicistas codiciosos, por el precio de una llamada telefónica; lo habían utilizado para obtener gran cantidad de publicidad prometiendo donaciones que, en la mayoría de los casos, no daban. El deterioro se debía también al gran porcentaje de ciudadanos cuya generosidad no sobrepasaba los limites de la llamada telefónica. Y además, cuando la novedad pasó, el público ya no veía esos programas. Por esta razón no había teletones desde hacía ochenta años, y aun si existieran hubiera sido difícil encontrar una enfermedad con la cual especular. Los trastornos cardíacos, el cáncer, la esclerosis múltiple, la distrofia muscular y ciertas dolencias más, que atraían la simpatía popular, habían desaparecido, hacía ya tiempo o existían en cantidades despreciables.
Ahora, sin embargo, existía la iapetitis.
Era una enfermedad del cerebro y del sistema nervioso central, y atacaba a niños entre tres y siete años de edad, afectando sólo un hemisferio, sin que estadísticamente hubiera preferencia por alguno en especial. Los trastornos mentales eran leves (lo cual en cierta manera era uno de los aspectos más trágicos de la enfermedad) reduciéndose a la afasia y a veces una alexia parcial. Sin embargo, tenía efectos más drásticos en el sistema motor y en todos los mecanismos de regeneración celular del lado afectado, que gradualmente se iba solidificando hasta llegar a ser inerte, inmóvil. El síntoma más espectacular era la pigmentación superficial. El lado inmovilizado se volvía blanco como un hueso fosilizado, el otro oscurecía paulatinamente, comenzando con un enrojecimiento y atravesando lentamente los matices castaños hasta adquirir un color chocolate en las etapas posteriores. La división estaba justo sobre la línea media, y la bicoloración era idéntica en todos los casos, independientemente de la pigmentación original.
No se conocía ninguna cura.
No se sabía de ningún tratamiento.
Lo único que existía era la Fundación - la Fundación de Jeri Gonza - y lo único que podía hacer era instalar un equipo costoso operado por personas costosas... y no perder la esperanza. No había nada que nadie pudiera hacer más que duplicar los esfuerzos de la Fundación, y además, salvo una excepción, la Fundación ya contaba con la gente más destacada en microbiología, neurología, virología, medicina interna, y prácticamente cualquier otra disciplina que tuviera algo que ver con la enfermedad. Hasta el momento, había solamente 376 casos conocidos, todos los cuales estaban internados en los hospitales de la Fundación.
Jeri Gonza había estado relacionado con la enfermedad desde un principio, cuando fue de visita al hospital y vio el espantoso aspecto del primer caso, el de la pequeña Linda Tresak de Arkansas. Cuando se produjeron cuatro casos más en el Hospital del Estado de Arkansas después de estar ella internada durante algunos meses, Jeri Gonza entró en acción con su alboroto y velocidad característicos.
Cuarenta y ocho horas después de ponerse al corriente de los nuevos casos, los cinco fueron instalados en un ala especialmente evacuada del Centro Médico, y fueron distribuidos planes de movilización a todos los centros del mundo para que se erigieran nuevas clínicas y se instalaran facilidades similares en el momento en que la enfermedad hiciera su aparición. Hasta el momento había cuarenta y dos clínicas de este tipo. Cada niño había sido recogido escasas horas después del surgimiento de los primeros síntomas, llevado rápidamente al hospital, cuidado, mimado... observado. Sin tratamiento. Sin cura. El blanco se volvía más blanco, el oscuro se volvía más oscuro; el lado claro se inmovilizaba lentamente, el lado oscuro oscurecía pero no sufría alteración; la dificultad en el habla crecía constantemente (aunque con mucha lentitud); el pronóstico era siempre negativo. Negativo por deducción: cualquier organismo en las garras de un deterioro semejante podría sobrevivir durante mucho tiempo quizá, pero al final tendría que sucumbir.
En un mundo pacífico, de economía estabilizada, con la población en crecimiento pero ya no fuera de control, la iapetitis era una gran preocupación. La más grande de todas.
El teletón, a diferencia de sus antecesores, no tenía por objetivo el dinero del público. Más bien era para mantener despierto un mundo ya consciente, para informar a los ya informados, y su meta era lograr un temprano descubrimiento y diagnóstico. Era una de las pocas direcciones que les quedaba a los investigadores médicos para tomar. La enfermedad era evidentemente contagiosa, pero la forma de transmisión se desconocía. Algún niño, en algún sitio, podría ser encontrado con la suficiente anticipación como para mostrar un indicio del punto de entrada de la enfermedad, algo así como la picadura de la pulga en el tifus exantemático, o la perforación del mosquito en el paludismo - alguna señal que pudiera esfumarse poco después de su aparición -. Una esperanza débil, pero una esperanza al fin, cosa que ya de por sí escaseaba entre la gente.
Entonces, frente a un ancho telón de fondo gris con un retrato de trece metros de altura de la cabeza y hombros de un niño llorando, vivamente hecho mitad en plata, mitad en caoba, Jeri Gonza dio apertura a su teletón.
Iris Barran llegó a su casa bien entrado el programa: se había demorado un poco en su visita al hospital. Entró cansadamente y se echó sobre el diván, pensando vagamente en Billy y el doctor Otis. El recuerdo del doctor le trajo a la memoria la manera en que lo había ofendido, y sintió una oleada de irritación, primero hacia sí misma por haberlo hecho, y de inmediato hacia él por haber sido tan susceptible - y tan implacable -. Al mismo tiempo se acordó de su consejo de dormirse y no mirar el teletón; y en una explosión repentina, casi infantil, de rebeldía, golpeó el brazo del diván y la tri-T.V. cobró vida.
La pared de enfrente de la habitación, de cuatro metros de altura por diez de largo, pareció deshilacharse en humo que se aclaró de inmediato para dejar ver una aparente prolongación del piso de la habitación, atrás y más atrás, hasta el telón de fondo grande y gris de Jeri Gonza. Alrededor estaban los sonidos, los olores, la presión de la presencia de miles de personas amontonadas y absortas.
... así que miré para abajo y el caballito había enganchado su tonta pata en mi tonto estribo. "Caballito", le digo yo, "¡Si tú te subes, yo me bajo!"
La risotada fue una explosión grande, suave, resonante, como de costumbre fuera de toda proporción con la calidad del chiste. Jeri Gonza tenía una habilidad cómica de lo más inaudita; la capacidad de hacer pirámides con sus efectos, de modo que el más ligero de ellos parecía mucho más gracioso de lo que realmente era. Estaba construida sobre la base de chistes y bromas rápidamente juntadas, cada uno con su pequeña cuota de humor, que el público no festejaba por temor a perderse no sólo el próximo chiste sino también todo el hilo del relato Cuando la pirámide llegaba a su tope, el desenlace era explosivo. Y sin embargo, en el instante entre el chiste final y la explosión, siempre lograba insertar tres o cuatro sílabas claras. "Mientras venía para acá...", o "Cuando el presidente o "Como el horowitz que las cuales, repetidas y completadas después de la gran carcajada, conformaban la base de la próxima pirámide.
Observar su cara durante estas grandes carcajadas - que los columnistas y críticos más conocedores llamaban "risotones"- se había convertido en un pasatiempo nacional. Aunque la insinuación de la risa estaba en su voz y en la manera de expresar una cosa, lo decía todo con absoluta seriedad. Era un hombre pequeño pero fuerte, de movimientos rápidos y nerviosos, y tenía una cara de lo más común: la cara de cualquier persona. Tenía tres características notables: los labios finos, los ojos velados y opacos, y las orejas sorprendentemente sobresalientes. Su voz era totalmente flexible, capaz de adoptar casi cualquier timbre y, con el falsete que a menudo usaba, tenía un alcance de algo más de cuatro octavas. Era un ventrílocuo consumado, pero nunca utilizaba este talento con el consabido muñeco, sino más bien para interrumpirse con voces extrañas. Pero lo que le llamaba la atención a su público era el rostro común y corriente, casi inmóvil. Su cara nunca se reía, aunque en el diálogo su voz lo hiciera. Su voz, inclusive, podía sonreír, o llorar, y, su cara se mantenía inexpresiva. Pero en el "risotón", si era un "risotón" grande, uno prolongado, sus facciones heladas vibraban, los labios enjutos se redondeaban apenas: ¡va a sonreír, va a sonreír! A veces, cuando el "risotón" era particularmente largo, su boca llegaba a ensancharse un poco; pero de inmediato seguía adelante, con la misma inexpresividad de antes. ¿A quién podía importarle que un hombre en el mundo sonriera o no? Aparentemente, a nadie: sin embargo, millones de personas, la mayoría sin darse cuenta de que lo hacían, se aproximaban a las paredes de la tri-T.V. y escudriñaban detenidamente, esperando, esperando verlo sonreír.
Como resultado, todos los que lo escuchaban no se perdían ni una palabra.
Iris se sintió agradecida en cierto modo - por poder salirse totalmente de sí misma, dejarse arrastrar por esa muchedumbre vasta e invisible y abandonar su persona, su persona iracunda, fatigada, lógica, ganadora del premio Nobel, arrellanada en el diván mientras estaba pendiente y sonreía, reía a medias, estallaba en carcajadas junto con el resto del mundo.
El construía y construía, y las cámaras de la tri-T.V. lo acechaban hasta que, antes de que ella se percatara, el comediante estaba parado lo más cerca imaginable de la pared invisible; y se seguía acercando hasta dar la impresión de estar en la habitación junto con ella. Y ésta era una pirámide más elevada, construida con más rapidez y más habilidad, para que el estallido final no pudiera contenerse ya más, ni un latido, ni un segundo...
Y se detuvo en medio de la oración, en medio de una palabra, casi, se arrodilló y estiró los brazos hacia la derecha.
- Ven, linda - dijo con voz suave y llena de lágrimas.
Desde la derecha apareció una chiquilla, brincando. Era una chiquilla hermosa, de cuentos de niños, con una cascada de bucles, zapatos lustrosos de cuero negro con cordones, pequeñas medías blancas, y un vestido celeste con una falda muy ancha y muy corta.
Pero no brincaba, rengueaba. Estuvo a punto de caerse, pero Jeri estaba allí para sostenerla.
Caminó hasta el medio del escenario sosteniendo en sus brazos a la niña, que lo miraba confiadamente a los ojos, giró y miró a su auditorio. Estaba mirando el semblante de la chica; cuando levantó la vista bruscamente hacia el público, sus ojos estaban, por medio de algún truco luminoso (o de Jeri Gonza), anormalmente brillantes.
Y se quedó allí parado solamente, con la niña en los brazos, mientras la risa reprimida se transformaba en una irritante frustración, dirigida primero hacia el comediante y luego, paulatinamente, entre un murmullo de suspiros, hacia el público por el público mismo. Ah, ver algo así y estar riéndome: ¡qué malvado soy!
Lo siento. Lo siento.
Uno de los bracitos era blanco, el otro rosado. Entre las medias demasiado pequeñas y la falda demasiado corta, se veían las largas piernas magras, una blanca, la otra rosada.
- Esta es la pequeña Koska - dijo, luego de decir la edad. La chiquilla sonrió repentinamente al oír su nombre. La acunó en su codo para poder acariciarle el cabello. Luego dijo con dulzura: - es una niñita de Estonia, muy al norte. No sabe hablar mucho nuestro idioma así que no le va a importar si hablamos de ella. - Su voz se volvió un poco ronca -. Llegó hasta nosotros ayer. Su madre es una buena mujer. Nos envió a su hija en el momento de notar los primeros síntomas.
Hubo silencio nuevamente. Después colocó a la niña de manera tal que su cara estaba junto casi a la de él, mirando directamente al público... Al principio era difícil verlo, pero en seguida se vio, demasiado claramente: - la palidez excesiva del lado derecho de su rostro, el rubor demasiado parejo del izquierdo, y la nítida división entre ambos.
- Te vamos a curar - susurró. Volvió a repetirlo en otro idioma, y la chica sonrió alegremente, mirando con confianza al comediante. Volvió a mirar al público sin perder la sonrisa. ¿No era aquella sonrisa un poco más pronunciada del lado rosado que del blanco? Era difícil de decir...
- Ayúdenme - dijo Jeri Gonza -. Ayúdenla a ella, y a los otros, ayúdennos. Encuentren a estos niños, dondequiera que estén, y llámennos. Levanten cualquier teléfono del mundo y digan simplemente, F... .I. Eso significa Fundación de lapetitis. Los tratamos como pequeños reyes y reinas. Nunca les causamos angustia alguna. Están en constante contacto con los suyos a través de la tri-T.V. - De repente, su voz resonó. Su llamado puede llevarnos al niño que nos enseña lo que nos falta saber. Su llamado -¡el suyo!- puede llevarnos hasta la cura.
Se arrodilló, depositando suavemente a la niña en el suelo. Aún de rodillas, le sostuvo las manos, con los ojos clavados en su cara. - Y sean quienes sean – dijo - estén donde estén, doctores, investigadores, estudiantes, maestros... si alguien, en alguna parte, tiene un atisbo de solución, una idea, alguna forma de ayudar, cualquier forma que sea, entonces llámenme. Llamen ahora, llamen aquí - señaló las grandes letras y números del teléfono local que flotaban sobre su cabeza - y avísenme. Los voy a atender ya mismo. Yo personalmente hablaré con cualquiera que pueda ayudar. Ayúdennos, por favor...
La última palabra quedó resonando en el aire. El escenario detrás suyo se fue oscureciendo, dejando a las dos figuras, el hombre arrodillado y la niña de cabello rubio, inundados de luz. El hombre le soltó las manos y la niña se alejó sonriendo tímidamente. Pareció tardar una eternidad en cruzar el amplio escenario, arrastrando ligeramente el pie izquierdo.
Cuando se hubo ido, sólo quedó Jerí Gonza. No se había movido, pero las luces habían cambiado, convirtiéndolo en una silueta luminosa contra un fondo en penumbras... un hombre arrodillado, una luz en la oscuridad del universo... la esperanza. . . lentamente desapareciendo, pero aún allí. Aún allí...
Se escuchó una música lejana; en el medio del escenario apareció una pálida luz de un azul aguado. La canción era una poderosa voz del pasado, proveniente de una cinta antigua, casi olvidada. Era una de las más conmovedoras interpretaciones que el mundo haya conocido jamás, y era especial para un momento así: Mahalia Jackson cantando La Plegaría del Senar, pero con el aporte de técnicas de reproducción con las que ni siquiera se había soñado en sus tiempos... un aroma a frescura, irradiaciones inaudibles con un efecto cuasi hipnótico, un acompañamiento susurrante que hubiera sido la envidia de un coro de ángeles.
Jeri Gonza no dijo "recemos". Jamás haría una cosa así, y menos en una red de emisoras mundiales. Sólo estaba la silueta arrodillada y la palidez azul contra la oscuridad. Y si al final podía parecerles a algunos que la palidez asemejaba una señal de la cruz, tal vez era solamente una figura amortajada con los brazos extendidos; y que esto pudiera interpretarse como una bendición dependía del espectador. Sea lo que fuere, nadie escapó enteramente al hechizo ni habría de olvidarlo jamás. Para Iris Barran, exhausta y con el corazón y la mente llenos de la tragedia de la iapetitis, el espectáculo resultaba conmovedor. Lo único en que podía pensar era aquella última palabra: ¡Ayúdennos!
Se abalanzó sobre el teléfono y lo hizo funcionar. Con dedos trémulos discó el número que flotaba en su mente como lo había hecho en la pantalla de la tri-T.V. La atendió una mujer joven y mesurada en una cabina, diciendo:
- Tri-T.V. C.A.O. Buenas noches. - Iris Barran boqueó.
- Con Jeri Gonza, rápido.
- Un momento, por favor - dijo la imagen, y desapareció para ser reemplazada por otra, aun más mesurada, aun más atractiva.
- F.I. Teletón - dijo ésta.
- Jeri Gonza.
- Sí. ¡Cómo no! ¿Su nombre?
- Iris Barran. Doctora Iris Barran.
La chica levantó la vista bruscamente.
- Es usted la...
- Sí, yo gané el premio Nobel. Por favor, comuníqueme con Jeri Gonza.
- Un momento, por favor.
En seguida fue atendida por un joven de pelo crespo, con una voz acampanada de barítono y un rostro sumamente interesante. Su nombre era Burcke, y era el encargado de la red de emisoras. De allí pasó a un hombre regordete y jovial con ojos astutos que trabajaba en Recepción Continua. Iris tenía ganas de lanzar un grito a esta altura. Pero un pedido mundial de llamadas obstruiría las líneas y los canales durante horas seguidas, y evidentemente era esencial que hubiera una rigurosa investigación previa. Tenía una vaga idea de que su nombre y rostro, aparecidos hoy en las noticias por primera vez, le habían dado una gran ventaja. Conscientemente, no pensaba en esto. Sólo mantuvo la comunicación e insistió, con la sola idea de ayudar... ayudar... Un pasaje de la conversación con el doctor Otis le vino a la memoria:
Supongo que lo cambiaría por... Y de inmediato tuvo una imagen desoladora de la cara de Billy, tratando de sonreír con media boca. Lo cambiaría hasta por una esperanza razonable... Y de repente estaba frente a Jeri Gonza. Se volvió y miró pensativamente la pantalla de la tri-T.V.; allí también estaba Jerí Gonza, en una cabina telefónica en medio del escenario, de tal manera que sólo él podía ver su interior.
Una luz jugaba sobre su cara.
-¡Reconocería esa cara en cualquier parte! - dijo con voz áspera.
- Ah, el ....... - dijo débilmente, recordando en ese momento que una de sus afectaciones era no permitir que nadie lo llamara señor -. Jeri Gonza - dijo la mujer -. Yo... yo soy Iris Barran y quisie,,,.. - Se dio cuenta de que su voz no podía ser - escuchada a través de la tri-T.V.,- y se sintió aliviada por ello.
- Yo sé quien es usted - dijo él estridentemente -. Conozco la historia de su vida - también. - Adoptó una cómica voz fingida -. ¿En-to-o-onces?
Sabe que acabo de ganar el premio Nobel. Se..., digo, Jeri Gonza, quiero ayudar, más que nada en el mundo quiero ayudar. Mi hermano esta enfermo. Le... gustaría que le donara el dinero del premio..., es decir, para la Fundación?
No sabía cuál iba a ser la reacción ante una oferta tan pasmosa. Tampoco lo había pensado demasiado. Pero lo que seguro no esperaba.....
-¿Que haga qué? - gritó con tanta fuerza que ella bajó la cabeza torpemente, como una tortuga. Escúchame: me las arreglé hasta ahora sin ti y puedo seguir haciéndolo en lo sucesivo. Yo soy el que da, ¿sabes?, y tú eres quien recibe. Yo no necesito lo que tú tienes. No estoy aquí para hacerte favores a ti. Yo te voy a decir lo que te pasó, te equivocaste de numero. Eso es lo que te pasó, así que ya lo s-s-sabes - -siseó con un divertido tartamudeo flatulento -. Hasta pronto. Y antes que ella pudiera decir una palabra más, le colgó el teléfono, y el visor por donde lo estaba viendo se apagó.
Anonadada, Iris se volvió lentamente hacia la pared de la tri-T.V., en donde Jeri Gonza se estaba acercando al público a largos pasos. Su modo de andar, su porte, la expresión de su cara ladeada y de su voz daban la sensación de una divertida indignación, con quizá un tanto más de enfado que de humor. Señaló el teléfono con un pulgar extendido y dijo:
- Los bobos que nos llaman. ¿Qué les parece? En un momento como éste. Tenemos imbéciles, mogólicos y ... horowitz. - Hubo un segundo de pausa, y mil voces se unieron en un estallido de risas.
Iris se reclinó en la silla junto al teléfono, apretando con tanta fuerza sus ojos cansados que empezaba a ver puntos rojos. Durante un rato permaneció tan entumecida que ni siquiera podía pensar, pero al final se movió - Se levantó pesadamente y fue hasta el diván, deteniendo su mano que estaba por apagar la tri-T.V. Jeri Gonza estaba hablando otra vez por teléfono. Hablaba ansiosamente con alguien, su voz melosa y dulce:
- Dios te bendiga, hermano, y un millón de gracias. Puede ser que tengas una buena idea con lo que dices, así que te voy a decir qué hacer. Llama a la F.I. en Johannesburgo y arregla una reunión con los doctores de allí. Ellos, te van a escuchar... Claro, hermano, ellos pagan la llamada. ¿Qué te pasa, hermano? ¿Estás en quiebra? Pues tengo algo que decirte, porque eres un hombre bueno en serio, de veras que lo eres. Ya no estás más en quiebra. ¿Un hombre como tú? Tengo un muchacho en camino en este preciso instante con una bolsa de oro para gente como tú, hermano... Bueno, no me lo agradezcas, que me haces rabiar. Adiós. - Colgó y se volvió hacia el público para decir -: Un hombre con una idea. Grande, pequeña, ¿quién lo sabe? Pero es para ayudar... Así que Dios lo bendiga.
Hubo un aplauso estruendoso. Iris dejó que su mano concluyera el movimiento y apagó la tri-T.V
Se fue a lavar la cara, y eso le dio fuerzas como para ducharse y cambiar de ropa. Después pudo volver a pensar casi normalmente.
¿Cómo pudo tratarla así?
Examinó alternativas imposibles, dudosas explicaciones. Su teléfono podía ser de utileria; quizá no podía verla, y no supiera con quién estaba hablando. O acaso era su manera de ser gracioso, y ella estaba demasiado fatigada como para captarlo. O... o... era inútil: había sucedido realmente, él sabía lo que hacía. Tendría una buena razón para hacerlo.
¿Pero qué razón? ¿Por qué? ¿Por qué?
Volvió a oír mentalmente la carcajada del público ante el chiste de Horowitz. Con dificultad, porque aún la lastimaba pensar en ello, reconstruyó la conversación y luego, moviendo el dedo índice en dirección al teléfono y posteriormente a la tri-T.V., una y otra vez, intentó deducir qué era lo que había salido al aire y qué no había salido. Sólo entonces se dio cuenta de que Jeri Gonza había fingido que el llamado era hecho por el doctor Horowitz. Pero si precisaba justamente esa broma en ese momento, ¿por qué no la hizo con el teléfono desconectado? ¿Por qué conversó con ella, rechazándola de ese modo?
No la había dejado prestar ayuda. Eso era peor que la grosería, que la ofensa. No quería dejarla ayudar.
¿Qué hacer? El gesto que había hecho no le había costado mucho; pero haber sido rechazada era más de lo que podía soportar. Debía ayudar, y estaba decidida a hacerlo. Ahora en particular, que estaba a punto de recibir una suma de dinero así. Le era inútil, ella no la precisaba y era posible, vagamente posible, que con ella pudiera volver Billy a su hogar.
Pues bien, sería cuestión de poner al descubierto a Jeri Gonza. De devolverle un poco de su propia humillación. Llamaría a los reporteros y haría una declaración. Les diría lo que ella había ofrecido, y exactamente quién le había contestado. Se vería forzado a aceptar el dinero, y a pedir disculpas, además.
Se puso de pie y se volvió a sentar. No. El sabia lo que estaba haciendo. El sabia quién era la que había llamado; con seguridad tenía alguien en ese comité de investigación que le informaba acerca de quienes llamaban. Ella conocía bastantes cosas acerca de Jeri Gonza. Parecía tan descabellado, tan impulsivo, pero no era así. Administraba sus múltiples empresas con puño de hierro. Cuidaba mucho su dinero, sus inversiones; no corría riesgos ni incurría en errores. El la había rechazado y la Fundación la rechazaría: la Fundación era Jeri Gonza. Tendría sus motivos, y si ella tuviera algún tipo de defensa, él no lo hubiera hecho.
No se le permitía ayudar.
A menos que...
Repentinamente corrió hasta el teléfono. Disco el número 5, y el visor se iluminó con las palabras GUIA TELEFONICA. Discó H, O, R, y apretó el botón de Despacio hasta que llegó a los Horowitz. Había un numero lastimosamente reducido de ellos. Casi todos los que tenían ese apellido se habían registrado con otro nombre y algunos hasta habían llegado a cambiarlo.
George Rehoboth Horowitz, recordó.
No estaba en la guía.
Se comunicó con Informaciones y preguntó. La operadora sonrió con compasión y le informó que la línea no estaba registrada. Claro está, era lógico. Si el doctor Horowitz no era el hombre más odiado sobre la tierra, le andaba cerca. Un teléfono registrado, sonando continuamente, seria una molestia para él.
-¿Tiene servicio visor? - preguntó repentinamente Iris.
- Sí - dijo la chica, sin perder su cortesía profesional, pero con absoluta frialdad. Cualquiera que conociera a ese sujeto lo suficientemente como para hablarle... - ¿Su nombre, por favor?
Iris se lo dio, y agregó:
- Por favor: avísele que es de suma importancia.
La pantalla se oscureció, dejando ver solamente el emblema de la empresa telefónica, que indicaba que la telefonista estaba haciendo su trabajo. Apareció la cabeza de un hombre que la escudriñó durante un momento.
-¿La doctora Barran? - dijo.
- Doctor Horowitz.
Iris Barran no se había formado ninguna idea acerca del famoso (¿o infame?) Horowitz; pero indudablemente debía haberlo hecho. Su rostro parecía demasiado amable como para haber dado esas duras contestaciones que el periodismo le atribuía; pero era lo suficientemente dócil como para qué se lo tomara como un inútil, el tonto que todos pensaban que era. Sus ojos aseguraban, de algún modo inexplicable, que sus manos no eran nada torpes. Usaba anteojos pasados de moda y se estaba quedando calvo. Era más joven de lo que ella se lo había imaginado, y era feo. Los peñascos son feos. Los troncos de los árboles, la calada del halcón y la pata del oso también lo son, si uno interpreta la belleza como algo de líneas rectas y hecho de seda. A Iris Barran no le molestaba este tipo de fealdad.
-¿Ha progresado algo con la enfermedad? - dijo sin rodeos. No especificó nada: a la sazón no había más que un tipo de enfermedad.
El doctor contestó de una manera extraña, como si la hubiera conocido desde siempre y pudiera juzgar exactamente cuánto podría comprender ella.
- Lo tengo todo resuelto desde el principio hasta la mitad, y desde el final para atrás aproximadamente un tercio. En el medio... nada, y sin posibilidades de lograr nada.
-¿Puede seguir adelante?
- Lo ignoro - dijo cándidamente -. Puedo seguir intentando hallar formas de continuar, y si hallo una forma, puedo tratar de manejarme con ella
-¿Le serviría un poco de dinero?
- Depende de quién sea.
- Es mío.
No le respondió. Ladeó levemente la cabeza y la observó.
- Gané... Estoy por recibir algún dinero - dijo ella -: una buena suma.
- Ya lo sabia - dijo él, y sonrió. Parecía tener dientes muy sanos, no parejos ni blancos, sino limpios y perfectos -. Está bastante lejos de mi especialidad, eso de su física teórica, y no lo entiendo demasiado. Me alegro de que lo haya ganado. Realmente. Se lo merecía.
Ella sacudió la cabeza, negando.
- Fue una sorpresa para mí - dijo.
- No debería haberlo sido. Después de noventa años de confusión un tanto inquietante, usted le devolvió el concepto de igualdad a la ciencia - emitió una risita sofocada -, aunque no de la manera que todos esperaban.
Ella no sabia que había logrado eso: nunca lo había visto con esos ojos. Su demostración del flujo gravitatorio era un tema delicado, por sobre las palabras, para ser comunicado por medio de símbolos escritos. Ni siquiera consigo misma había hecho una analogía semántica del teorema; este hombre acababa de hacerlo, sí bien no sencillamente, con bastante precisión.
Pensó: si ésta no es su especialidad y sin embargo la capta así, ¡cómo será de bueno en la suya!
-¿Puede utilizar el dinero? – preguntó -. ¿Ayudaría en algo?
- Dios mío - dijo él con devoción -, vaya si lo puedo usar. Si eso va a ayudar o no, doctora, me temo no poder contestarle. Me ayudaría a continuar, aunque quizá no a llegar. ¿Qué le hizo pensar en mí?
"¿Le va a doler saberlo?", se preguntó Iris. Y se respondió: "le dolería más que yo le mintiera".
- Se lo ofrecí a la Fundación. No quisieron aceptarlo. No sé por qué - dijo.
- Yo sí lo sé - dijo, y al instante alzó la mano -. Ahora no - dijo, deteniendo la próxima pregunta. Buscó algo que estaba fuera de la vista y apareció con un cartel que decía: AUDIO INTERVENIDO.
- Quién...
- En todo el mundo - interrumpió Horowitz - hay cantidades de ingeniosos radioaficionados. Dígame, ¿por qué está dispuesta a hacer semejante sacrificio?
- ¡Ah, el dinero! No es un sacrificio. Tengo lo suficiente: no lo necesito. Y... mi hermano menor. Está enfermo.
No lo sabía - dijo él con pena. Luego hizo un ademán con las manos. Ella no comprendió.
-¿Qué? - dijo.
Movió la cabeza, se puso un dedo contra los labios y repitió el ademán, señalándose a sí mismo y a la habitación en donde estaba.
- ¡Oh! Venga adonde yo estoy.
Iris asintió con la cabeza, pero sólo dijo:
- Fue un gusto haber hablado con usted. Tal vez lo vea pronto.
Horowitz dio vuelta el cartel; evidentemente lo había utilizado en muchas otras ocasiones. Era un plano de un sector de la ciudad. Ella lo reconoció enseguida. Siguió la trayectoria que él marcaba con el dedo; y asintió vigorosamente.
- Espero que si sea pronto - dijo él.
Iris hizo un gesto, con la cabeza y se puso de píe, para hacerle ver que estaba en camino. El sonrió y la imagen se desvaneció.
Era como una ciudad desierta, o diezmada; casi todo el mundo estaba en su casa viendo el teletón. La poca gente que había iba apresurada, como si estuviera afuera contra su voluntad y se sintiera ansiosa por volver lo antes posible. Se sabia que Jerí Gonza pensaba seguir durante por lo menos treinta y seis horas, pero aun así no querían perderse ni un minuto. "Increíble, increíble", pensó ella, asombrada (no por primera vez) - de la gente. Simplemente la gente. Alguien le había dicho una vez que ella era matemática porque estaba tan apartada y tan asombrada de la gente. Era posible. Sabia que era muy poco hábil para tratar con gente, y prefería la compañía de las matemáticas, que trataban con tanto empeño de ser razonables, de decir lo que se quería decir...
No tuvo dificultad en encontrar la casa de artículos deportivos que él había señalado en el mapa, y se metió en la oscura entrada. Se cercioró de que no había nadie a la vista y probó la puerta. Estaba cerrada y sintió una decepción tan intensa que hasta se sorprendió ella misma. Pero en ese preciso instante oyó un débil ruido y volvió a probar la puerta, encontrándola abierta esta vez. Se deslizó hacia adentro y la cerró, oyendo con alivio el chasquido de la cerradura.
Una luz difusa titilaba delante de ella, pero era lo suficientemente brillante como para mostrarle que había un pasillo, abierto entre las mercaderías, que llevaba hasta el fondo del negocio. Cuando casi había llegado hasta la pared posterior, la luz volvió a parpadear, mostrándole una puerta en un nicho a su derecha. Hizo un ruido cuando ella se acercó y se abrió sin dificultad. Subió dos pisos, y en el último estaba parado Horowitz, con las manos extendidas. Ella las tomó con gustó, y estuvieron un momento así, mudos, sonriendo silenciosamente, hasta que él le soltó una de las manos y la atrajo hacia su habitación. Cerró la puerta con cuidado y se apoyó de espaldas contra ella.
-¡Bueno! – exclamó – . Discúlpeme por todo el secreteo.
- Fue muy emocionante - dijo ella amablemente -. Algo así como una novela de misterio.
- Pase, siéntese - dijo Horowitz, guiándola -. Me va a tener que perdonar el estado de la casa. Yo tengo que hacer la limpieza, y no la hago. Sacó unos tubos de ensayo y un tubo Bunsen rajado de un sillón y, le indicó que se sentara. Tuvo que dar dos vueltas a la pieza antes de hallar un sitio donde apoyar los tubos -. El precio de - la fama - dijo con ironía, y se sentó en una pila liada de revistas con un - rótulo que decía Archivos de la Saciedad Microbiológica Panamericana -.
Cuando ese bufón hace un chiste sobre Horowitz, toda la gente que está a la moda hace un juego con Horowitz. Es un desafío: averiguar el paradero de Horowitz. Bueno, si lo lograran, interviniendo el teléfono o siguiéndome hasta mi casa, estarían satisfechos. Entonces se convertiría en otra clase de desafío: molestar a Horowitz. Irrumpir en su laboratorio y revolver todo con una cachiporra. Usted sabe cómo son estas cosas.
Ella se estremeció.
- La gente es tan... tan...
- No lo diga, sea lo que sea - dijo Horowitz -. Estamos viviendo una época de tranquilidad, doctora, y sin embargo no hemos evolucionado demasiado en nuestros instintos de rastreo y de caza. Supongo que no se le habrá ocurrido que sus matemáticas y mi biología son formas de rastrear y de cazar también. Si se nos extirpara el conocimiento científico, probablemente nos uniríamos nosotros también a la manada. Un gran talento es sólo un medio de cazar individualmente. Una pequeña habilidad es una forma de cazar sólo durante una parte del tiempo.
- Pero, ¿por qué necesitan cazarlo?
-¿Por qué necesita usted cazar fenómenos gravitatorios?
- Para comprenderlos.
- Lo cual implica que dejen de ser un misterio. Que estén a su alcance. Que pueda conquistarlos. Sucede que usted tiene una forma de razonar un tanto inusual, por lo que conquistar significa para usted comprender. Otra persona tiene en lugar de eso un pedazo de caño de hierro y logra su conquista con eso.
- Usted es increíble - dijo ella abiertamente -. Ama a sus enemigos como...
- Ama a tus enemigos como a ti mismo. No interprete ninguna parte de eso sin interpretarlo todo. Cuánto quiero yo a la gente es directamente proporcional a cuánto quiero yo a Horowitz, y sobre eso usted no me ha preguntado. En realidad, yo tampoco me he preguntado a mí mismo acerca de eso y no tengo intenciones de hacerlo. ¡Dios mío, qué bueno es hablar con alguien nuevamente! ¿Gusta tomar algo?
- No - dijo Iris -. ¿Cuánto ama a Jeri Gonza?
Horowitz se puso de pie y se golpeó la palma de la mano con el puño. Volvió a sentarse, con toda su docilidad guardada fuera de vista.
- Ahí tiene la excepción. Se puede entender todo lo que hace la humanidad con un poco de buena voluntad, pero no se puede entender la inhumanidad de Jeri Gonza. La diferencia es que él sabe lo que está mal y lo que no y no le importa. No me refiero a esa trillada sabiduría moral aprendida en el regazo de la madre que inquieta un poco al individuo que empuña el pedazo de caño entre golpe y golpe, y aun más cuando se detiene a recuperar el aliento. Me refiero a una conciencia clara, analítica y excepcionalmente inteligente de cada acto y cada consecuencia. No subestime a ese demonio.
- El... parece... - es decir, ama a los niños - dijo Iris con necedad.
- Vamos, no nos engañemos. No gasta ni un centavo más en su querida Fundación de lo que gastaría pagando los impuestos del gobierno. ¿No se da cuenta de eso? El no hace nada de lo que no se ve obligado a hacer, y no se ve obligado a amar a esos chicos. Los está usando simplemente. Está usando la peor desgracia que ha caído sobre la humanidad en mucho tiempo para mantenerse en el centro de la atención.
- Pero si la Fundación llega a encontrar una cura, entonces él...
- Acaba usted de dar en el clavo de la cosa que nadie en el mundo mas que yo parezco comprender: por qué me rehuso a trabajar en la Fundación. Hay dos buenos motivos. En primer lugar, estoy mucho más adelantado que ellos. No necesito la Fundación y todas esas comodidades de adorno. Estoy más cerca de la solución del problema de la iapetitis que cualquiera de ellos. Y en segundo término, no quiero descubrir, pese a mi amor y comprensión de la gente, lo que me temo que descubriría si trabajara allí y se hallara una cura.
- ¿Quiere decir que él... la mantendría en secreto?
- Tal vez no para siempre. Quizá la tuviera guardada hasta exprimirle todo el jugo al asunto. Algunos años. Algunos niños ya habrían muerto para entonces. Hay unos cuantos que andan cerca ahora mismo.
La mujer pensó en Billy y se mordió la mano.
- No dije que él fuese a hacer eso - dijo Horowitz con más dulzura -. Solamente dije que no quisiera estar en la posición de descubrirlo. No quiero saber que un congénere mío es capaz de hacer algo así. ¿Ahora entiende por qué yo trabajo solo, sea cual sea el costo? Si puedo curar la iapetitis, lo voy a hacer saber. Lo voy a demostrar, a probar. Es por eso que me tiene sin cuidado esta burda persecución. Si yo tengo éxito, todo este hostigamiento le va a impedir acreditarse o ganar algo.
-¿A quién va a curar?
-¿Qué?
- El los tiene a todos. Está en la tri-TV en este momento, en un teletón, el espectáculo más grande de los últimos diez años, insistiéndole a la gente que le manden todos los casos al instante de ser identificados -. Sus ojos estaban redondos.
- La Lógica - susurró Horowitz con los ojos tan desorbitados como los de ella -. Dios mío, nunca pensé en eso. - Dio una vuelta a la habitación y se volvió a sentar. Su rostro estaba pálido -. Pero eso no lo sabemos. Con seguridad me daría un paciente. Uno solo. Posiblemente a cambio del remedio. Tendría que dárselo, no le quedaría opción, ¡porque si no sería usted quien lo estaría reteniendo!
- No voy a pensar en eso ahora - dijo con voz ronca -. No puedo pensar en eso ahora. Primero tengo que obtener la cura.
- Quizá mi hermano Billy...
- ¡Ni lo piense! - exclamó el doctor -. El ya la tiene cercada a usted. No se ponga más en su camino. El no va a dejar que Billy salga de allí y usted lo sabe. Intente algo y él la va a aplastar como a un escarabajo.
-¿Qué tiene en contra de mí?
-¿No lo sabe? Usted es la ganadora de un premio Nobel, una de las cosas más comentadas que hay. Una mujer, y bastante atractiva por cierto. Usted está llamando la atención del público, o al menos va a empezar a hacerlo a partir de mañana al mediodía cuando la entrevisten los periodistas. ¿Piensa que por un minuto él va a dejar que usted o cualquier otra persona eclipse su popularidad? Escuche, la iapetitis es su propiedad privada, su monopolio exclusivo, y no va a dejar que nadie lo comparta. ¿Qué esperaba de él, que anunciara su oferta de donación por el inmundo teletón?
- Yo... yo lo llamé durante el teletón.
-¡No!
- Fingió que la llamada era suya. Pero... pero al mismo tiempo me dijo. -. ah, sí, me dijo "Yo no necesito lo que tú tienes. No estoy aquí para hacerte favores a ti".
Horowitz alzó las manos.
- Con eso queda probado.
-¡Qué horror! - exclamó ella.
En ese momento alguien abrió la puerta de un puntapié.
Horowitz se puso de pie de un salto, con la tez lívida. Un hombre corpulento con el sobretodo abierto penetró en la pieza. Tenía una cara alargada y el mentón mal afeitado. Sus ojos eran muy tristes:
- Tranquilícense – dijo -. Estén tranquilos y no les va a pasar nada.
- Sus manos, como moviéndose por una voluntad propia, se ocuparon en sacar el ajustado guante izquierdo, que tenía unos alambres conectados al bolsillo.
-¡Flannel! - gritó Horowitz -. ¿Cómo diablos entraste? - Dio un paso hacia adelante con las rodillas ligeramente dobladas y el ceño fruncido. Largo de acá enseguida o...
-¡No! - chilló Iris, agarrando el antebrazo de Horowitz. El hombre corpulento tenía más fuerza y pesaba más que Horowitz, y sin duda alguna pelearía más brutal y suciamente.
- No se preocupe, señorita - dijo lánguidamente el hombre llamado Flannel. Alzó la mano derecha e hizo un ademán con ella. Empuñaba un perforador de caño cónico -. El se va a portar bien, ¿No es así, muchacho? Si no lo voy a dejar de cama como para un par de meses.
Se deslizó cautelosamente hacia adentro y, sin quitarle los ojos de encima a Horowitz durante más de unos segundos, abrió las tres puertas que se comunicaban con el laboratorio: un baño, un dormitorio y un armario de almacenamiento.
-¿Quién es? - susurró Iris -. ¿Lo conoce?
- Ya lo creo que lo conozco - gruñó Horowitz -. Es el guardaespaldas de Jeri Gonza.
- Están los dos solos - dijo Flannel.
- Bien - dijo una voz nueva, y entró un segundo hombre, quitándose un sombrero gacho y un sobretodo largo y suelto, igual al de Flannel.
- Hola, chicos - dijo Jeri Gonza.
Hubo un prolongado silencio. Al fin Horowitz se sentó pesadamente en sus Archivos y apoyó la cabeza en los puños.
- Ah, por el amor de Dios - dijo con profundo desprecio.
- Doctor Horowitz - dijo afablemente Jeri Gonza, moviendo la cabeza -, doctora Barran.
- Pensé qu-que estaba haciendo el-l espectáculo - dijo Iris, trémula.
- Lo estoy haciendo, no tema. Todo es posible si uno sabe cómo hacerlo. En este momento Chitsie Bombom está haciendo un monólogo, y es lo suficientemente buena como para bisar dos veces. Después hay una grabación vídeo conmigo sentado en los estrados mas elevados del fondo anunciando a los Cantores del Club de Cantores. Tienen un número de un acto y una pantomima. Además tengo un, cuerpo de ballet, por si esto llega a durar demasiado.
- Falso hasta la médula, aun en su trabajo - dijo Horowitz -. ¿Por qué no se larga de aquí y se va al demonio de una vez por todas? Con perdón, doctora Barran.
- Oh, no es nada - murmuró ella.
- Por favor - dijo el comediante suavemente -. No vine aquí a reñir con ustedes. Quiero terminar con eso. Aquí, ahora y para siempre.
- Tenemos algo que él busca - le dijo Horowitz en voz alta a Iris.
Jeri Gonza cerró los ojos y dijo:
- Está haciendo que esto sea más difícil de lo necesario. ¿Qué puedo hacer para que sea una charla amistosa?
- Para empezar, su amigo simiesco está respirando, y eso me molesta - dijo Horowitz -. Dígale que pare.
- Flannel - ordenó Jeri Gonza -, ¡afuera!
El hombre corpulento se dirigió hacia la puerta con rostro ceñudo. La abrió y se quedó en el umbral.
Del todo - dijo el comediante. La espalda de Flannel era una masa silenciosa de elocuente protesta, pero salió y cerró la puerta.
Rápidamente, con esa inesperada y nerviosa brusquedad de movimientos que lo caracterizaba, Jeri Gonza se arrodilló para estar a la misma altura que Iris y tomó las manos sorprendidas de ella entre las suyas.
- Ante todo, doctora Barran, vengo a pedirle disculpas por la manera en que le hablé por teléfono. Tuve que hacerlo, no había otra alternativa, como ya comprenderá dentro de un momento. Intenté llamarla después, pero ya se había ido.
-¡Usted me siguió hasta aquí! ¡Oh, perdóneme, doctor Horowitz!
- No fue necesario seguirla. Estuve vigilando este sitio desde dos días antes que usted se mudara a él, Horowitz. Lamento haber tenido que entrar por la fuerza.
- La curiosidad me está matando - admitió Horowitz -. ¿Por qué no sonaron las alarmas de las puertas cuando entró? Vi que Flannel tenía un borrador de huellas digitales pero, tendrían que haber sonado, maldito sea.
- Las cerraduras con alarmas ya estaban aquí cuando alquiló la casa, ¿no? Bueno, ¿quién se cree que las instaló? Le voy a mostrar dónde está el interruptor cuando salgamos. De todas formas, tiene que estar de acuerdo en una cosa: ¿había otra forma de que pudiera entrar a hablarle?
- De acuerdo - respondió Horowitz ácidamente.
- Ahora, doctora Barran. Ya tiene mis disculpas y le voy a dar una explicación. De veras lo siento. Créame. La otra cosa que quiero hacer es aceptar, de todo corazón y con infinito agradecimiento, su generosísima oferta del dinero del premio. Lo quiero, lo necesito, y realmente puede ayudar más de lo que usted piensa.
- No - dijo Iris rotundamente -. Ya se lo prometí al doctor Horowitz.
Jeri Gonza suspiró, se puso de pie y se apoyó contra un banco. Los miró con tristeza.
- Adelante - dijo Horowitz -. Explíquenos para qué necesita el dinero.
- Las únicas dos cosas que nunca esperé de ustedes son la estupidez y la ignorancia - dijo Jeri Gonza con aspereza - y están haciendo una sobrada exhibición de ambas cualidades. ¿Realmente piensan ustedes, al igual que los millones de enardecidos admiradores míos, que cuando firmo un contrato por dos millones de dólares significa que deposito dos millones de dólares en el banco? No sean infantiles. Mis operaciones son literalmente demasiado grandes como para ocultar algo en ellas. Tengo a todos los buitres del fisco del distrito, del estado y del país hurgando en mi red de operaciones. Soy una empresa y me veo obligado a rendir cuentas de todo. Ni siquiera tengo un salario; retiro los fondos que preciso, y lo que es más, tengo que explicar para qué los uso. Pues bien, si voy a terminar lo que me propuse cuando empecé con la enfermedad, voy a necesitar mucho más dinero del que puedo juntar sacando de a pequeñas sumas cada vez.
- Entonces use el dinero de la Fundación; para eso está.
- Es que quiero hacer la única cosa que no se me permite hacer con él. Y da la casualidad que es la única cosa que puede resolver esta horrible epidemia. ¡Tiene que ser la, solución!
- Lo único así sería un viaje a Iapetus.
Ante esto, Jeri Gonza no dijo nada, absolutamente nada. Se limitó a esperar.
- Creo que habla en serio - dijo Iris Barran.
- Usted es un personaje influyente - dijo al fin Horowitz - y hay muchos hilos que puede manejar, pero no ésos. Hay una cosa ante la cual el gobierno, todos los gobiernos y sus fuerzas armadas, se van a alzar para impedirla, y es otro aterrizaje en cualquier sitio fuera de la Tierra, y especialmente Iapetus. Usted tiene más de cuatrocientos niños moribundos en sus manos en este momento, y el mundo está asustado.
- Dejemos eso a un lado un minuto. - El comediante estaba serio, y su voz era cálida -. Supongamos que pudiera hacerse. Entiendo que usted, Horowitz, tiene todo lo que necesita sobre el virus de la iapetitis salvo un eslabón. ¿Es así?
- En efecto. Puedo sintetizar un virus sustituto a partir de ácidos nucleicos y reproducir la enfermedad. Pero luego se muere solo. Hay una diferencia entre el virus sintético y el verdadero y no sé cuál es. Deme diez horas en Iapetus y un poco de ayuda, y podré observar al verdadero virus bajo el microscopio electrónico. De allí puedo sintetizar una réplica, un virus real que se autoalimente y que provoque la enfermedad. Una vez obtenido eso, el antídoto se convierte en un proceso de fábrica, con las técnicas que disponemos hoy en día. Vamos a tener una vacunación masiva para esos niños antes de una semana.
Jeri Gonza extendió las manos.
- Este es el problema entonces. La ley no va a permitir ese viaje basta que encontremos el remedio. Y no encontraremos el remedio si no hacemos el viaje.
- Un premio Nobel es una considerable cantidad de dinero - dijo Iris - no lo bastante para comprar el casco de una nave espacial.
- Yo tengo la nave.
Por primera vez Horowitz se enderezó y habló con un tono que no era de enfado y desesperación.
-¿Que tipo de nave? ¿En dónde está?
- Una Fafnir. Ustedes la vieron, o al menos fotografías de ella. La utilizo para recorrer mundo en general, y para excursiones de personajes importantes. Es una nave capaz de hacer viajes al espacio exterior, con una tripulación de doce personas y con doce cabinas de pasajeros. Además anda a las mil maravillas, y tengo el mejor piloto del mundo: Kearsage.
-¡Dios, sí! Kearsage. Pero mire, lo que usted llama espacio exterior es Marte y Venus, no Saturno.
- Usted no sabe lo que se le ha hecho a esa nave. Ahora sólo tiene lugar para cuatro personas. Posee un laboratorio y un taller, y todo lo demás es equipo de energía, de protección y combustible. ¡Diablos, si puede llegar hasta Plutón!
-¿Quiere decir que ya estuvo trabajando en esto?
- Mire, amigo, hace ya un año y medio que vengo sacando de mis ahorros. Usted no se imagina las maniobras que estuve haciendo con mis representantes y los bancos y todo eso. No puedo exprimir ni un centavo más de allí sin que todo el proyecto salga a luz. ¿Se da cuenta ahora por qué tuve que tratarla de esa forma, doctora Barran? Usted fue un regalo del cielo, con su magnífica oferta y su interés personal por Billy. ¿Sabe algo de astronáutica?
- Yo... bueno, conozco los principios bastante bien. Podría arreglármelas con un poco de instrucción.
- La va a recibir. Ahora escuchen, yo no quiero ni ver ese dinero. Ustedes dos van a ir mañana a la mañana a inspeccionar la nave y le pueden poner todo lo que sea necesario además de lo que hay allí. Tiene alimentos, combustible, agua y oxígeno como para dos viajes, por si fuera poco.
- Bien - dijo Horowitz.
- Yo voy a arreglar lo de su instrucción en astronáutica, doctora Barran. Va a tener que inventar algún cuento, algo así como un proyecto secreto o una reclusión de un tiempo. Usted, Horowitz, puede desaparecer sin problemas.
- Oh, sí, seguro. Gracias a usted.
- De nada, por esta vez - dijo el comediante, y casi sonrío -. Van a necesitar un tripulante más: yo me encargaré de eso antes del despegue.
-¿Qué dirá de la nave? ¿Qué es lo que va a alegar?
- Una prueba de vuelo después de una revisión. Una avería en el espacio, la reparación, el vuelo de regreso; alguna cosa por el estilo. , Eso déjenselo a Kearsage.
- Debo admitir - dijo Horowitz - que no entiendo. Esta es una travesura que no le pagan con el dinero de los impuestos, y le está costando a usted un dineral. ¿Qué hay detrás de todo esto, charlatán?
- Es una buena pregunta - dijo el comediante con tristeza -. Los niños, nada más que eso.
- ¿Y el mérito va a ser todo suyo?
- No va a serlo, no puede serlo. Además, no quiero que sea así. Yo no puedo tener nada que ver con esta empresa; me arruinaría. Aterrizajes extraterrestres, poniendo en peligro la vida de todos los chicos de la Tierra; usted sabe lo que dirían. No señor, este bocado es suyo, Horowitz. Usted desaparece, y vuelve un día con la solución. Yo le pido perdón como un buen perdedor. Usted recupera su cargo de director si lo desea. Final feliz. Todos los chicos se curan - concluyó con repentina seriedad.
-¿Qué hay con usted y los chicos? - dijo Horowitz suavemente.
- Me gustan. - Se abrochó el sobretodo -. Buenas noches, doctora Barran. Por favor, vuelva a aceptar mis disculpas y espero que no piense demasiado mal de mí.
- No lo hago - contestó ella sonriente, y le extendió la mano.
- Pero, ¿por qué le gustan tanto los niños? - preguntó Horowitz.
Jeri Gonza se encogió de hombros y rió inexpresivamente.
- Nunca tuve uno - dijo con risita sofocada. Fue hasta la puerta y se detuvo frente a ella, repentinamente inmóvil. Sus hombros temblaban. Giró bruscamente, el famoso rostro tallado estaba húmedo, distorsionado, la boca torcida y atormentada -. Ni podré tenerlo nunca - susurró, y salió corriendo de la habitación.
Las semanas y los meses se sucedieron. Los casos de iapetitis sufrieron algunas variaciones, y surgió la esperanza de que el virus extraterrestre estuviera perdiendo su fuerza. Algunos de los casos más antiguos llegaron a mejorar un poco, y era una suerte que así fuera, pues aunque el crecimiento en general se detenía, había una tendencia a que el lado móvil creciera más que el otro, y durante el período de mejoría, ambos lados se igualaban. Pero entonces, la mejoría aminoraba trágicamente, y luego desaparecía.
Al parecer la frecuencia de la enfermedad también estaba disminuyendo. Como broche final, sólo hubo tres casos nuevos en un año. Causaron, no obstante, una gran agitación, ya que ocurrieron simultáneamente en una aldea de Bélgica en donde no había habido nunca ningún indicio previo de la enfermedad.
Jeri Gonza seguía presentando su audición semanal (salvo en las vacaciones) y seguía sorprendiendo a su público con su versatilidad para actuar, cantar, bailar y hacer payasadas. A veces hacia apariciones discretas, presentando y cerrando el programa, y después dejándolo en manos de un grupo teatral o un cuerpo de ballet. Durante la Celebración de los Viejos Tiempos aprendió a manejar una réplica perfecta de una avioneta de un siglo atrás, equipada con un motor de combustión interna, e hizo su primer vuelo temerario, solo, durante el programa, con una tri-TV instalada en el asiento del copiloto.
Otras veces, estaba en el aire él solo durante el programa entero, por lo general con una orquesta y algunos elementos de utilería. Una vez, en lo que quizá fue su mejor actuación, se vistió con unas desaliñadas ropas de ensayo y actuó sobre un escenario vacío, sin siquiera una silla, y sin ningún tipo de ayuda más que las luces y las cámaras y de vez en cuando algún efecto invisible de los hipnotizadores y los generadores de aromas. Representó totalmente solo un desfile, un aula de una escuela primaria, un zoológico durante un sismo y una anciana educando sobre el sexo a tres niños de cinco, diez y quince años de edad, todos a la vez.
Y entre y función (y a veces durante alguna de ellas), seguía hablando constantemente de la F.I. Visitaba a menudo a los niños, a cada uno de los cuatrocientos. Se entusiasmaba cuando mejoraban, y los animaba en sus inevitables recaídas. La única vez en que no presentó uno de sus espectáculos anunciados fue cuando aparecieron los tres casos en Bélgica. El espacio fue llenado con noticias acerca de la temible reaparición de la enfermedad y una gira filmada por todas las clínicas de la F. I. del mundo. No cabía duda: siguió siendo un gran hombre, un gran comediante hasta su último programa.
No sabía que era su último programa, lo cual en cierta forma era una lástima, porque de haberlo sabido hubiera estado más que bueno, hubiera estado grandioso. Era ese tipo de actor.
- De todas formas, estuvo bien, e intercalaba sus números con un entretenidísimo espectáculo de variedades. Apeló a su viejo truco de ubicarse entre bastidores y cantar usando una mímica perfecta para imitar a los más conocidos vocalistas, que se paraban en medio del escenario y formaban las palabras con los labios. Después imitó a una de las chicas japonesas que construían pirámides con sus cuerpos sobre una bicicleta, y se unió a una procesión de marsopas saltando desde el agua por medio de un artefacto con un resorte y robando pescados de la mano del domador.
Actuó, como prefería hacerlo, en un estudio espacioso sin público, pero con los efectos de sonido de un público presente. Recitó bien sus líneas, rellenó eficientemente con chistes improvisados cuando una, cantante se olvidó de cantar uno de los estribillos de su canción, y terminó haciendo con soltura su monólogo humorístico para el cierre. Fue una lástima que no sonriera durante esa función. Cuando los focos se apagaron y se encendieron las luces, se echó al hombro una camiseta y deambuló hasta las alas laterales donde lo esperaba como de costumbre Burcke, el hombre encargado de las emisiones.
-¿Qué tal estuvo, Burcke?
- Como nunca - dijo Burcke.
- Bueno, tú tampoco estás mal, ¿eh? - dijo el comediante -. Echemos un vistazo. - Uno de sus más grandes placeres, y uno de los motivos por los cuales sus espectáculos eran tan pulidos, era la tranquila retransmisión posterior, en donde se arrellanaba en una silla en la sala de proyecciones y miraba el programa que acababa de terminar del principio al fin. El y Burcke, junto con algunos miembros del reparto interesados, camarógrafos y privilegiados de afuera, se instalaron en la sala de proyecciones. Se tomó cerveza y se intercambiaron algunas trivialidades. Como de costumbre, todas se referían a Jeri Gonza, y cuando éste hizo un gesto descuidado con la mano, todos se callaron y el operador encendió el proyector.
El título y los nombres sobre un fondo movedizo de nubes. Los nombres desaparecen, y la cámara sube hasta las nubes, que se despejan para dejar ver una cadena de montañas. Abajo, entre las nubes, vista de un enorme lago brumoso. El agua empieza a agitarse y se vuelve turbulenta. Repentinamente las orillas se juntan y un chorro de agua sube hasta las altas nubes en una espesa columna. El lago vacío se va levantando entre las nubes, resultando ser la boca abierta de Jeri Gonza. La cámara retrocede para mostrar el rostro entero. Jeri Gonza pone cara de desconcierto, y con una mano extrae de su boca un pececito vivo.
GONZA: Bienvenidos al programa de Jeri Gonza. Es la una de la tarde (pausa). Eso pasa con la función cuando la hago durar mucho. ¿Qué hay allí? (pausa). ¿Qué hay allí a lo lejos? Un monte. ¿Qué hay allí sobre el monte? Una cabra. ¿Qué puede ser que monte una cabra? Pues, una cab... - Muchachos, manténgame enfocado a mí, que las cosas se ponen un poco difíciles fuera de cámara. Ahora juguemos, Tom; juguemos, Dick; juguemos, jocoso Harry. Jeri está aquí. Je, je, jo, jo; ya llega la función.
El foco palidece y todo queda negro. Pausa larga.
Jeri retiró la cerveza de sus labios y miró ferozmente la pared.
- Por el amor de Dios, ¿dejaste todo eso a oscuras?
- Así es - dijo Burcke tranquilamente.
- Hombre, eso sólo lo haces para la segunda presentación. No van a saber qué esperar con todo eso a oscuras tanto tiempo. Los pone a la expectativa; pero, ¡diablos!, les tienes que ofrecer algo muy bueno.
- Les estamos ofreciendo algo muy bueno - dijo Burcke -. Acá viene.
- El número del caballo, ¿no?
- No - respondió Burcke.
Escenario a oscuras. Un escritorio, un charco de luz. Primer plano de Burcke con la boca tensamente cerrada. En una cara tan sincera e interesante como ésa, la boca cerrada tiene un aspecto bastante inexorable.
BURCKE: Esta noche el programa de Jeri Gonza les trae una historia real. Aunque los papeles son desempeñados por actores profesionales, y algunas escenas han sido acortadas por razones de tiempo, pueden estar seguros de que éstos son hechos verídicos que pueden ser comprobados hasta el último detalle.
-¿Qué demonios es esto? - rugió Jeri Gonza -. ¿Esto salió al aire? ¿Es esto lo que se transmitió mientras yo me deslomaba con ese número del caballo?
- Siéntate - dijo Burcke.
Jeri Gonza se sentó atolondrado.
Burcke en el escritorio. Levanta un libro y le da un golpecito.
BURCKE: Este es el diario de navegación de una nave, el diario del Fafnir 203. Cómo llegó a parar a este escritorio, en su pantalla, es - debo prevenirles - una historia escandalosa. El Fafnir es un crucero de lujo con doce cabinas y una tripulación de doce personas, incluidos los camareros y los cocineros. El 203 era así antes de sufrir las modificaciones. Se lo volvió a diseñar para transportar a cuatro personas sin lugar de sobra, con dos cabinas transformadas en un taller de materiales y un laboratorio biológico, y todo lo necesario en materia de generadores de combustible y depósitos. Los tripulantes de la nave eran: la doctora Iris Barran, matemática.
Una vista de la cubierta de proa del Fainfir, con una chica de pie junto a una computadora.
El doctor George Rehoboth Horowitz, microbiólogo.
Un hombre de anteojos entra y se aproxima a la chica, que sonríe.
Yeaguer Kearsage, piloto de primera.
Kearsage es un enano de cara alargada y huesuda y expresión dura. Viene desde un primer plano y va hasta la consola de control.
Sam Flannel, sobrecargo.
Un corte para atravesar el mamparo de una cabina, y se ve un hombre corpulento atado con correas al asiento de aceleración, dormido o inconsciente.
- Ya entiendo - dijo Jeri Gonza en la sala de proyecciones -. Una broma. Es una broma. Bastante buena, muchachos.
- No es una broma, Jeri Gonza - dijo Burcke -. Ahora siéntate.
- Tiene que ser una broma - dijo Jeri Gonza en voz baja -. Pásenme una cerveza. Tengo que relajarme y disfrutar del chiste.
- Toma. Ahora cállate.
BURCKE: ... misión totalmente en contra de la ley y el reglamento. Destino: Iapetus. Objetivo: recolección del virus, o las esporas, de la terrible enfermedad infantil, la iapetitis, sobre la teoría de que el examen de éstas en su hábitat natural puede revelar su estructura interna exacta y deducirse una cura a partir de ella, o al menos una forma de inmunización. Dueño de la nave y director de la empresa (pausa larga): Jeri Gonza.
A catorce horas de estar viajando...
Desaparecen Burcke y el escritorio. Primer plano de la cubierta de proa. Horowitz cruza hasta una cabina lateral y se asoma para verlo a Flannel. Le toca la cara a éste y vuelve a la computadora y a Iris.
HOROWITZ: Está totalmente desmayado. El forzudo no sirve como astronauta.
IRIS: Todavía no entiendo su presencia aquí. ¿Para qué podía querer que viniera?
HOROWITZ: Tal vez él nos lo diga.
- Una pequeña explosión. Un agudo silbido.
KEARSAGE: ¡Una roca! ¡Una roca!
IRIS (asustada) : ¿Qué es una roca?
Kearsage se va acercando rápidamente hasta unos ganchos en él.: "mamparo, saca dos cascos y se los arroja a Horowitz e Iris. Corre hasta la cabina con dos más y coloca uno sobre la cabeza inerte de Flannel, ajustando la válvula de oxígeno. Se coloca el suyo. Vuelve para ayudar a Iris, y luego a Horowitz.
IRIS. ¿Qué es lo que pasa?
KEARSAGE: Nada que le preocupe a usted, señorita. Un meteorito. Uno pequeño. Ya voy a arreglar la perforación.
Desde la consola de control se percibe un repentino siseo estridente y sale una nube de vapor.
IRIS: ¿Qué es eso?
KEARSAGE: Si lo supiera...
Kearsage va hasta la consola, se arrodilla y se asoma por abajo. Gruñe y empieza a hurgar.
HOROWITZ: ¿De qué se trata?
KEARSAGE: Lo único que sé es que no debería estar así.
Horowitz se arrodilla a su lado y echa un vistazo.
HOROWITZ: ¿Qué es esto?
KEARSAGE: La parte inferior de la palanca de despegue. Tenía un alambre atado, y saltó ese perno cuando despegamos.
HOROWITZ: E hizo funcionar este mecanismo de tiempo... ¿A qué hora detonó?
KEARSAGE: Aproximadamente a las 14,30 después del despegue.
HOROWITZ: ¿Cree poder sacar el mecanismo de allí? Me gustaría ver qué contenía.
Kearsage quita el aparato y se lo da a Horowitz, quien lo lleva al laboratorio.
Se ve el interior de la cabina, con un primer plano de la cara de Flannel con el casco, Abre los ojos y tiene la mirada vacía. Está muy pálido, fuera de sí con un miedo latente. Repentinamente, el miedo deja de ser latente. Con gran dificultad levanta la cabeza y también la mano atada, lo suficiente como para ver su reloj. De repente empieza a gritar y a revolcarse. Las trabas están al lado de sus manos, pero él no logra encontrarlas. Iris y Kearsage entran corriendo. Kearsage se detiene para ver lo que está sucediendo, después extiende la mano y saca las trabas. Las correas se sueltan; Flannel se abalanza hacia la puerta aullando, volteando al enano y arrojando a Iris a un costado. Esta lanza un grito. Kearsage se pone de pie rápidamente y se lanza tras de Flannel como un terrier persiguiendo a un toro. Flannel se para junto al vehículo salvavidas y empieza a forcejear con las cuerdas.
KEARSAGE: ¿Qué demonios estás haciendo?
FLANNEL (balbuceando): 14,30... 14,30... Tengo que salir de acá, tengo que salir.. . (gritos).
KEARSAGE: ¡No toques eso, imbécil! ¡Esa no es la escotilla, es la traba! ¡Estamos girando para mantener la gravedad...! ¡Si haces eso el bote salvavidas va a salir despedido a cien kilómetros de aquí!
FLANNEL: ¡Oh, déjenme salir, es demasiado tarde!
Kearsage le da un golpe con las dos manos tan inesperadamente que Flannel se ve forzado a soltarse y se tumba hacia atrás. Kearsage salta encima de él, gira la válvula de oxígeno de su casco y se hace rápidamente a un lado. Flannel camina tambaleante hasta el bote salvavidas, vuelve a apoyar sus manos sobre la palanca equivocada, pero esta vez sus rodillas ceden. Su tez toma un tono violáceo. Horowitz sale corriendo del laboratorio. Kearsage extiende un brazo para detenerlo y ambos observan cómo Flannel se desploma, se revuelca y se retuerce. Levanta las manos y tira débilmente del casco.
HOROWITZ: ¡Por el amor de Dios, no deje que se quite el casco!
KEARSAGE: No se preocupe. No podrá hacerlo.
Flannel se queda quieto. Kearsage se acerca y abre un poco la válvula. Le hace una seña a Horowitz y entre los dos lo arrastran hasta la cabina y con bastante dificultad lo suben al asiento y lo vuelven a atar.
HOROWITZ: ¿Qué ocurrió? Tenía las manos llenas de reactivos allí dentro.
KEARSAGE: Locura espacial. Ocurre a veces, después de un, desmayo. Quería escapar. Trató de llevarse el bote salvavidas.
HQROWITZ: ¿Dijo alguna cosa?
KE"ARSAGE: Incoherencias. Decía 14,30, 14,30. Decía que era demasiado tarde, que tenía que salir.
HOROWITZ: El detonador, debajo de la consola, funcionó a las 14,30. Flannel lo sabia.
KEARSAGE: ¡Vaya! ¿Qué contenía?
HOROWITZ: Gas cianhídrico. Si no hubiera habido una perforación y no nos hubiéramos puesto los cascos, estaríamos perdidos.
KEARSAGE: Todos excepto él. Pensaba que iba a estar despierto vigilando la hora, y que cuando la cápsula estallara ya no iba a estar aquí, sino en el salvavidas camino a casa. Nosotros hubiéramos seguido volando hasta que se acabaran las pilas atómicas, en alguna parte cerca de Algol.
HOROWITZ: ¿Puede poner esas trabas, de tal manera que estén fuera de su alcance?
KEARSAGE: ¡Oh, sí! Por supuesto.
Las luces se apagan. Un loco ilumina a Burcke a un costado.
BURCKE (como narrador): Pudieron sacarle una explicación a Flannel, pero no dejó satisfecho a ninguno de ellos. Dijo no saber nada de los gases. Dijo que Jeri, sabiendo que era un astronauta sin experiencia, le había aconsejado que, en caso de sentirse demasiado mal, regresara en el salvavidas. Pero de hacerlo, tenía que ser antes de las 14,30 después del lanzamiento, pues de lo contrario no iba a ser posible reducir la marcha, retroceder y maniobrar para un aterrizaje. Flannel insistió en que sólo se trataba de eso. No quiso decir qué hacia a bordo, mas que salvaguardar los intereses de Jeri Gonza.
No pudieron extraerle más que eso, por ningún medio. Jeri no podía desear que la expedición fracasara, o que su nave fuese arrojada fuera del sistema solar. Por lo tanto tuvieron que admitir, sin mucha convicción que algún enemigo de Jeri Gonza había querido sabotearlos - alguien que ni siquiera conocían.
Las semanas transcurrieron dentro de la nave no sin dificultades, pero sin otro evento destacable más que el descubrimiento desconcertante de Iris Barran de que la nave no precisaba un astronavegante. Lo que el veterano Kearsage no podía resolver en su cabeza era fácilmente solucionado por la computadora. ¿Por qué, entonces había insistido Jeri Gonza en darle un curso de instrucción en astronáutica?
La cámara se aproximo a Saturno hasta que llena todo un cuadrante. Se ve la hilera de lunas.
Jeri Gonza observó la secuencia, a medida que Saturno se acercaba y las lunas pasaban rodando como abalorios rotos, y la pequeña Iapetus aparecía cada vez más cercana. Iapetus no es una luna como la mayoría, esférica u oblonga, sino más bien una roca, una montaña flotante de unos ochocientos kilómetros de diámetro. Y ante ellos estaba la solución al misterio de su luz cambiante. Algún cataclismo desconocido había rebanado Iapetus, de manera que poseía una cara escarpada, casi mil kilómetros cuadrados de una rasa llanura (o un peñasco, según se lo mire) constituida por un material basáltico de color gris claro. Como Iapetus siempre tiene una misma cara hacia Saturno, siempre aparece más brillante al asomarse por el Este que por el Oeste, debiéndose esto a que el albedo de la cara plana es mucho mayor que el de la superficie peñascosa e irregular.
- Burcke, Burcke, Burcke, viejo - murmuró el comediante en tono asombrado -: ¿quién diablos te escribe el libreto? ¿Quién escribe tu asqueroso libreto?
Instantánea del Fafnir aterrizando con la cola para abajo en una llanura rocosa. El horizonte se ve difuso y rodeado de la oscuridad del espacio. Los rocas son filosas, sin erosión. Una vista o lo lejos; se ven los gatos de estabilización extendidos al máximo. Dos figuras arrojan una escalera y otras dos descienden por ella.
Un primer plano de los cuatro al pie de la nave.
HOROWITZ (por el micrófono): Prueben sus transmisores. ¿Me escuchan?
TODOS: Probando. Lo escuchamos perfectamente,
HOROWITZ: Cada uno tome una línea. Caminen en línea recta usando la aleta de la nave para guiarse, y cuando hayan pasado la zona chamuscada por el aterrizaje, consigan un raspaje de las rocas cada dos o tres metros hasta que estén a una distancia en que el horizonte se vea tapando un tercio del casco de la nave. ¿Está claro esto? No se alejen más de eso. (Pausa). Y les puedo adelantar algo ya mismo. No vamos a encontrar nada, ni virus, ni esporas, ni nada de nada. ¡Por Dios, si acá no hace más de doce o trece grados Kelvin a la sombra! De todos modos... marchemos.
BURCKE (fuera de escena): Raspar y dar un saltito, raspar y dar un saltito. En una gravedad así, no se pueden hacer movimientos rápidos o violentos, o de lo contrario uno se eleva volando y tarda varios minutos en volver a tocar tierra. Raspar y arrastrarse, raspar y barrer. raspar y dar saltitos. Fue una cosa de horas.
KEARSAGE: Aquí hay algo.
Primeros planos de las caras de los Otros, volviendo la cabeza al escuchar la voz de Kearsage.
HOROWITZ: ¿De qué se trata?
KEARSAGE: Un montón de chatarra quemada. Diablos, ¿saben algo? La nave de Swope se tumbó. Puedo ver dónde cayó, dónde despego, arrastrándose por aquel borde grande allí.
HOROWITZ: Es notable que no se haya estropeado.
KEARSAGE: Se estropeó. No le pudo pasar nada al casco en esta gravedad pero arrancó las antenas sin duda alguna porque allí se divisa la de aterrizaje, de alcance, de transmisión... todas ellas, ¡por Dios! No me sorprende ahora que haya vuelto como un balazo. No se puede aterrizar con un Fafnir usando control manual, pero se puede probar, y él probó. Pobre Swope.
HOROWITZ: Vayamos todos hacia donde está Kearsage. Tal vez Swope recogió algo en el sitio donde raspó.
Vista de lejos de los cuatro trabajando alrededor de grandes marcas de quemaduras y raspajes.
BURCKE (narrando fuera de escena): Llenaron sus bolsas de muestras y las llevaron a bordo, y durante setenta y dos horas revisaron el polvo y las piedras con todos los métodos que se le ocurrieron a Horowitz... Era acertada su primera conjetura: La pequeña luna estaba tan desprovista de vida como el interior de un autoclave.
Vista de la cubierta de proa, pero invertido, con los controles arriba, y el piso donde antes estaba el mamparo posterior. Iris se mueve arrastrando lentamente los pies, poniendo placas magnetizadas sobre lo mesa de acero, cada uno de los cuales golpeo fuertemente al caer. Atrás, Flannel manipulo un pequeño micrófono electrónico, observando la pantalla y moviendo los perillas del teleobjetivo. Kearsage está dentro del nicho del bote salvavidas, trabajando.
- La esclusa de aire gira, se obre y entra Horowitz, con traje de astronauta y una bolsa. Está fatigado. Iris lo ayuda o quitarse el casco.
HOROWITZ: Ya es suficiente. Volvamos a casa. El deber es el deber, pero creo que ya cumplimos.
IRIS: ¿Que es eso de "casa"? Yo no recuerdo.
HOROWITZ: ¿A usted qué le parece, Kearsage? ¿Regresamos?
KEARSAGE: En cuanto terminen de examinar estas rocas.
HOROWITZ: ¿Qué está haciendo allí dentro?
KEARSAGE: Es sólo rutina. Pensé que quizá quisiera dar Ud. una vuelta por el otro lado en el salvavidas.
HOROWITZ: No, señor. Me acerqué lo suficientemente a pie. Yo diría que ya hemos terminado. Se podría hacer un largo cálculo para averiguar si la densidad de la materia submicroscópica de este lugar es suficiente como para acercar el casco, pero no tendría sentido. El virus de la japetitis no provino de Iapetus, y de eso, amigos, no cabe duda alguna.
KEARSAGE (fuera de escena): ¡Oh, Dios mío! (Se asoma, pálido.) George, venga aquí.
IRIS (con curiosidad): ¿Qué ocurre?
Se encaramo y desaparece durante un instante dentro del bote salvavidas, junto con Kearsage y Horowitz. Fuera de escena se oye un grito sofocado. Luego, salen uno por uno y se quedan mirando a Flannel. Percibiendo el silencio, éste levanto lo vista y se encuentra con sus miradas.
FLANNEL: ¿Qué tengo? ¿Me crecieron cuernos acaso?
HOROWITZ: Muéstrele, Kearsage.
Kearsage le hace señas paro que se acerque. Hoy una extraña expresión de macabra diversión en su nudoso rostro.
KEARSAGE: Ven a ver, amiguito. Después puedes incorporarte a la pandilla.
El hombre corpulento va hasta el bote salvavidas con paso desganado, y entra en él siguiendo o Kearsage. La cámara los sigue hasta el panel de control y enfoco debajo de él.
Hay una lata plateada con un pequeño cilindro en el extremo, amarrado a la palanca principal de control.
FLANNEL (señalando torpemente): Eso es... es lo mismo que...
KEARSAGE: Un poco más pequeño, pero no se necesita tanto para un bote salvavidas.
FLANNEL (enojado): ¿Quién diablos lo colocó allí? ¿Usted?
KEARSAGE: Yo no, amigo. Acabo de encontrarlo.
HOROWITZ: Ha estado allí todo el tiempo, Flannel. Kearsage tiene razón: tú también eres de la pandilla. ¿Estás seguro de que Jeri Gonza dijo que usaras el bote?
FLANNEL: Seguro que sí. El no pudo haber tenido nada que ver con esto. (De repente se da cuenta.) ¡Dios! Tendría que haberlo...
HOROWITZ: Vamos a tener tiempo de sobra para charlar sobre esto. Levantemos el equipo de experimentos y vayámonos de aquí.
FLANNEL (a nadie en particular): ¡Dios mío! ...
Jeri Gonza estaba en la sala de proyecciones recostado bebiendo a sorbos su cerveza y observando una instantánea de un Fafnir levantando vuelo desde una llanura rocosa.
-¿Realmente sacaste toda esta basura de ese libro, Burcke, muchacho?
- Del principio al fin - dijo Burcke mirando la pantalla.
- Ya - sabes - cómo es en el espacio, un hombre tiene que emplear su tiempo en algo. A veces escribe, y a veces son cuentos de hadas, y se puede obtener un buen programa de un cuento de hadas. Pero cuando se hace eso, hay que aclarar que se trata de un cuento de hadas. ¿Me vas siguiendo?
- Aja.
- ¿Esto es realmente lo que salió al aire esta noche?
- Ya lo creo.
- Pobre Burcke. Pobre, pobre Burcke - dijo Jeri Gonza, muy, muy suavemente.
Primer plano mostrando unos monos dando vuelta páginas del diario de la nave. La cámara se alejo y se ve a Burcke con el libro. Levanta la vista y, cuando habla, su voz es solemne.
BURCKE: Tiempo para pensar, para hablar. Tiempo para colocar las piezas en el mismo lugar y momento, juntarlos y ver qué queda.
Todo a oscuras; pero resulta ser el espacio estrellado. Vista panorámica de una nave, un pez plateada con uno cola escarlata. La cámara se acerca rápidamente, atravieso el casco y deja ver la cubierta de proa. Los cuatro están inactivos, realmente relajados, con intenciones de pensar antes de hablar, y de hablar con cuidado. Horowitz y Kearsage se hallan sentados frente a un tablero de ajedrez sin prestarle atención. Iris está echada sobre la cubierta con uno bolsa de muestras enrollada a modo de almohada. Flannel está arrodillado frente a un solitario. Horowitz lo observa.
HOROWITZ: Me gusta pensar en Flannel.
FLANNEL: ¿Pensar qué?
HOROWITZ: Bueno, pues, las distintas alternativas. Todas las posibilidades. Qué hubiera hecho Flannel si esto o aquello hubiera sido
FLANNEL: No tiene sentido pensar cosas; si esto, si lo otro. Pasó esto o aquello, y eso es todo. ¿Tiene alguna cosa en particular en mente?
HOROWITZ: En realidad, sí. Dado que tú tenias un trabajo que hacer, es decir, escaparte y dejarnos con la bomba de cianuro al comienzo del viaje...
FLANNEL (levemente enfadado): Le dije una y otra vez que eso no fue ningún trabajo. Yo no sabía nada del maldito cianuro.
HOROWITZ: Suponiendo que hubieras sabido de él, ¿hubieras venido? Y de haberlo hecho, ¿nos hubieras avisado? Y he aquí la pregunta principal que se me ocurrió: si la primera bomba hubiera fallado - cosa que efectivamente pasó - y no hubiera una segunda bomba para darte la pauta de que tú también estabas incluido en el Ultimo Viaje, ¿hubieras intentado concluir el trabajo de otra forma?
FLANNEL: Estaba pensando en eso, en qué hacer.
HOROWITZ: ¿Y qué decidiste?
FLANNEL: Nada. Ustedes encontraron la bomba en el bote así que dejé de pensar.
IRIS (repentinamente): ¿Por qué? ¿Eso realmente hacía alguna diferencia?
FLANNEL: Toda la diferencia del mundo. Jeri Gonza me dio instrucciones de subir al bote salvavidas antes de transcurridas catorce horas y media y volver a informarle cómo iban las cosas. Ahora, si hubiera estado solamente su bomba, era porque Jeri Gonza quería eliminarlos. Hubo un accidente y la bomba fracasó, así que yo me puse a pensar que estaba aquí trabajando para él y a preguntarme si no debería retomar el camino que la bomba no cumplió.
IRIS: Luego encontramos la segunda bomba y cambiaste de parecer ¿Por qué?
FLANNEL (exasperado): ¿Qué les pasa a todos ustedes, son tontos o algo así? Jeri Gonza me dijo que regresara para decirle cómo iban las cosas. Si me pide eso, y después me pone una bomba, ¿cómo puedo volver? Un hombre tiene que ser estúpido para pedirle a alguien que haga una cosa y después arreglar todo para que no pueda hacerlo, No es ningún estúpido, este Jeri Gonza, y ustedes bien lo saben, Bueno, entonces si no colocó la bomba para mí, tampoco colocó la bomba para ustedes, porque cualquiera se da cuenta de que el trabajo fue hecho por la misma persona. Y si no colocó la bomba para ustedes, no quería eliminarlos, así que dejé de pensar, ¿Es lo bastante sencillo para usted?
IRIS: No sé si es sencillo, pero es hermoso,
HOROWITZ: Bueno, al menos uno de nosotros está convencido de las buenas intenciones de Jeri Gonza. Aunque sigo sin verle el sentido de tomarse toda la molestia de ponerte a bordo para hacerte volver en seguida hasta el punto de partida.
FLANNEL: Yo tampoco. ¿Pero acaso tengo que entender todo lo que él me dice que haga? Hice muchas cosas para él sin saber de qué se trataban. Tú también, Kearsage.
KEARSAGE: Así es, Yo llevo este pedazo de hojalata de aquí para allá, y no me fijo en nada más y si me fijo me olvido, y si no lo olvido no hablo de ello. Así es como a él le gusta y nos llevamos lo más bien.
IRIS (con vehemencia): Yo creo que Jeri Gonza nos quiso matar a todos.
HOROWITZ: ¿Qué es eso... intuición? ¿Y no debería decir quiere"?
IRIS: Quiere, sí. Nos quiere matar a todos. No, no se trata de intuición. Todo encaja. Casi todo. Falta una pieza,
FLANNEL: Están locos.
KEARSAGE: Lo mismo digo.
HOROWITZ (afablemente): Cállense la boca los dos. Siga con eso, Iris. Quizás para usted encaja, para mí se intuye. Siga.
IRIS: Bueno, partamos de la hipótesis de que Jeri Gonza nos quiere muertos a los cuatro. Quiere más que eso: quiere que desaparezcamos del cosmos... sin cadáveres, sin tumbas, sin nada.
KEARSAGE: ¿Pero por qué?
HOROWITZ: Usted preste atención. Empezamos con los asesinatos y después averiguaremos el porqué. Ya va a ver.
IRIS: Bueno, la nave se va a encargar de la desaparición. El cianuro, los dos cianuros, se encargan de la muerte en sí. La nave sigue andando y andando hasta que se acaba el combustible, y eternamente después de eso. Estamos nosotros tres a bordo y Flannel se estrella con el vehículo pequeño; y si alguien se hace alguna pregunta al respecto, no se va a preguntar demasiado. ¿Tiene algún tipo de insignia ese bote, Kearsage?.
KEARSAGE: Siempre.
IRIS: Échele un vistazo, ¿puede? Gracias. Ahora, ¿qué pasa con los rastros que dejamos atrás nuestro? Bueno, despegamos ilegalmente, así que nadie fue notificado ni se registró la salida. Usted, George. Ya estaba oculto debido a la persecución de Jeri Gonza. Kearsage hace con tanta frecuencia viajes de duración indeterminada que no tardarían en olvidarlo. Flannel, bueno, no quiero ofender, Flannel, pero no creo que nadie se diera cuenta de que ha desaparecido para siempre. En cuanto a mí, Jeri Gonza en persona me hizo inventar una historia de investigación secreta que debía hacer a solas durante alrededor de año. ¿Qué pasa, Kearsage?
KEARSAGE: No puedo creerlo. No hay insignia. Limada, pulida y pintada encima. Los números borrados del cilindro de empuje. Hasta el nombre de fabrica del tablero de instrumentos. No --- no lo puedo creer.
HOROWITZ: Le aconsejo que escuche ahora a la dama.
IRIS: No hay insignia. De modo que hasta el pequeño choque del pobre de Flannel estaba bien camuflado. Hablando de Flannel, repito que la única forma de explicar por qué estaba a bordo con nosotros es aceptando que él también tenía que ser eliminado, Yo vine sin duda alguna bajo falsas pretensiones: no sólo que no era necesario un navegador espacial, sino que Jeri Gonza me hizo preparar especialmente. Ahora podemos echarle un vistazo a los motivos.
George Horowitz es el más obvio. Hace tiempo que ha sido una espina en el costado del comediante. No sólo llegó a la conclusión de que Jeri Gonza no tenía realmente intenciones de hallar una cura para la iapetitis, sino que lo dijo varias veces y sin disimulo. Además, George siempre ha estado a punto de vencer a la enfermedad, y esto asusta tanto a Jeri Gonza que está juntando todos los posibles pacientes para que George no tenga acceso a ellos, Y aparte, George, le caía mal.
¿Por qué matar a Flannel? ¿Está cansado de ti, Flannel? ¿Hiciste mal algún trabajo que él te ordenó hacer?
FLANNEL: No es necesario que me mate por eso, señorita Iris. Me puede despedir sin ningún problema. Me sentiría muy mal, pero no le causaría molestias. El sabe eso.
IRIS: Entonces: sabes demasiado. Debes de saber algo acerca de él que representa un peligro tan grave que no se va a sentir seguro hasta verte muerto.
FLANNEL: Pues que yo tenga idea, señorita, no hay una sola, cosa que yo conozca sobre él. Ni una sola. No que yo sepa.
HOROWITZ: Ahí está la clave, Iris. No sabe que lo sabe.
KEARSAGE: Pues entonces lo mismo va para mí porque si yo sé una sola cosa por la cual él me mataría, no tengo idea de qué es.
IRIS: Usted dijo "clave". La clave debe ser una combinación de cosas. Quizá si uno junta lo que Flannel sabe con lo que Kearsage sabe, representan un peligro para Jeri Gonza.
Flannel y Kearsage se miran sin comprender y se encogen simultáneamente de hombros.
HOROWITZ: Les puedo dar un ejemplo de un pedazo de información que todos tenemos y que es peligroso para él: Sabemos ahora que el virus de la enfermedad no se origina en Iapetus. Esto significa que el pobre Swope no fue el responsable de traerlo a la Tierra y, por lo tanto, la conclusión de que la niña de los Tresak - el primer caso de la enfermedad - la contrajo de las ruinas de la nave es errónea.
FLANNEL: Yo le llevé esa foto de la niña junto a la nave, yo la llevé a Jeri Gonza. Le gustó.
IRIS: ¿Por qué hiciste eso?
FLANNEL: Lo hice siempre. El me decía que lo hiciera.
HOROWITZ: ¿Llevarle fotos de niñas?
FLANNEL: Niñas, niños -.- pero lindos. Llegué a saber exactamente cuáles le agradaban. Le gustaba usarlos para su programa.
Iris y Horowitz se intercambian una mirada horrorizada por un instante, y luego se abalanzan sobre Flannel poco menos que físicamente.
IRIS: ¿Alguna vez le mostraste alguna foto de algún niño que más tarde contrajera la enfermedad?
FLANNEL (sorprendido): Pues... no lo sé.
IRIS (a los gritos) : ¡Piensa! ¡Piensa!
HOROWITZ (gritando también): ¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste! La chica de los Tresak... ¡Esa fotografía fue sacada antes que se enfermara!
FLANNEL Bueno, sí, ella sí. Y esa rubiecita que apareció en el teletón, que venía de Estonia y no sabía hablar inglés, pero no me están dejando pensar.
HOROWITZ: ¿Qué?
KEARSAGE: Me acuerdo de esa niña rubia. Yo la traje desde Estonia.
IRIS: ¿Antes o después que tuviera la enfermedad?
KEARSAGE - (encogiéndose de hombros): Todas esas son cosas en las que yo no me fijaba. Ella... ella parecía estar bien. Una niña realmente bonita.
IRIS: ¿Cuánto tiempo antes del teletón fue eso?
KEARSAGE: Alrededor de una semana. Un momento, puedo averiguar el día exacto. (Se levanto de la mesa y va hacia un armario, del cual extrae un cuadernillo de apuntes. Lo hojea.) Acá está. Nueve días antes.
IRIS (débilmente): El dijo. en el teletón, tres días... primeros síntomas -
HOROWITZ (excitado): ¿Puedo ver eso? (Toma la libreta, da vuelta a las páginas y la tira sobre lo mesa. En seguida corre hasta el laboratorio y regresa con unos archivos. Los reviso y saca una carpeta.) Iris, tome la libreta de Kearsage. Bien. Ahora dígame, ¿hizo un vuelo a Belén el nueve de mayo?
IRIS: El seis.
HOROWITZ: Roma, alrededor del doce de marzo.
IRIS: Doce de marzo, marzo... aquí está. El once.
HOROWITZ: Uno más: Indianápolis, a mediados de junio. Exactamente. El quince. ¿Qué es lo que tienes ahí?
Lo arroja sobre la mesa delante de ella.
HOROWITZ: Un archivo de los casos. Ordenados cronológicamente por la fecha conocida o estimada de los primeros síntomas, para encontrar la pauta en común. Con razón nunca la hubo. ¡Por Dios, si quería abrir una clínica en Australia, aparecían casos en Australia!
FLANNEL (desconcertado): No entiendo de qué está hablando.
KEARSAGE (solemnemente): Yo creo que sí.
IRIS: ¿Ahora les parece que no valía la pena eliminarlos a ustedes, que estaban allí en persona absolutamente en todos los casos, en el mismo lugar y al mismo tiempo que un niño se enfermaba?
KEARSAGE (con voz ronca): Conque valgo la pena ser eliminado. Yo... no lo sabía.
FLANNEL (estudiando el archivo de los casos): Aquí está aquella que vi en Bellefontaine esa vez, con un vestido rojo puesto. Y ese muchachito de acá apareció en una revista que encontré tirada en la calle de Little Rock, y tuve que ir hasta St. Louis para encontrarlo.
Kearsage salta sobre una silla y le da un puntapié en la cabeza a Flannel.
FLANNEL (aullando): ¡Oooh! ¿Por qué diablos haces eso, maldito...?
HOROWITZ: Terminen con eso, ustedes dos. ¡Terminen! Así está mejor. No hay lugar aquí dentro para esas cosas. Déjelo en paz, Kearsage. Ya recibirá su merecido. Por el amor de Dios, Iris, lo tuve delante de mis narices desde un principio, y no me di cuenta. - Hasta le dije una vez que estaba tan cerca porque podía sintetizar un virus que provocaba la enfermedad pero no podía hacerla durar. Es que tenía la idea fija de que era una enfermedad extraterrestre. ¿Por qué? Porque actuaba como un virus sintético, y ningún virus terrestre natural actúo de esta forma. El suero proveniente de esos chicos siempre actuaba del mismo modo... provocaba un tipo de japetitis que desaparecía en tres meses o menos. ¡Lo único que hay que hacer para detener la maldita enfermedad es dejar de inyectaría!
IRIS: Oh, ese hombre, el hombre hermoso e ingenioso con su familia esparcida por todo el mundo, los niños, pobrecillos, los más bonitos que podía encontrar y a quienes nunca, nunca dejaba de visitar regularmente... (Repentinamente, está llorando.) ¡Les tenía tanta lastima! ¿Se acuerda de la noche que... se desgarró diciéndonos que no podía tener hijos suyos?
KEARSAGE ¿De quién habla... Jeri Gonza? Por el amor de Dios, si tiene una ex esposa y tres hijos a quienes les paga para quedarse en España, y otra ex esposa en París con cinco hijos, tres de los cuales son del. Y después aquella otra en Pittsburgh... Hombre, ese comediante siempre está metido en líos. Odia a los niños. Realmente los odia.
(Iris empiezo o reírse, probablemente producto de la histeria.)
Todo quedo a oscuras; luego aparece el espacio estrellado. Otra vez oscuridad, un foco de luz y se ve o Burcke sentado ante el escritorio. Cierra el diario de la nave.
BURCKE: Lamento tener que decir que esta es una historia verídica. El Fafnir 203 aterrizó durante la noche hace seis días en un pequeño campo a cierta distancia de acá. El doctor Horowitz me telefoneó. Después de largas discusiones se decidió a presentar esta infortunada historia escrita por las cuatro personas que la vivieron. Están aquí conmigo ahora. Y les dejo con un hombre que ha sido muy difamado, con seguridad uno de los investigadores más notables en el campo de la medicina... el doctor Horowitz.
HOROWITZ: Gracias. Para empezar, quiero asegurarles a todos cuantos me estén escuchando que lo que se ha dicho acerca de la iapetitis es totalmente cierto: es un desorden sintético que, por su naturaleza misma, es inofensivo. Si se llega a contraer, desaparece espontáneamente en el curso de dos o tres semanas. Ni un solo niño ha muerto por la enfermedad, y aquellos que han sido víctimas durante un tiempo más largo - algunos hasta dos años - indudablemente han recibido un trato excelente. Hubo un atentado contra la vida de mis tres compañeros y la mía, por supuesto: pero es nuestro deseo que no se insista sobre la acusación.
BURCKE: Quiero pedir disculpas de todo corazón de parte mía y de mis colegas por cualquier molestia que esta emisora y sus afiliadas les haya causado a ustedes, el público. Por último, les pedimos que vean junto a nosotros una última toma, filmada hace apenas dos días atrás en la clínica de la F. I. de Montreal. Lo que ustedes pueden observar aquí en mi mano es un guante muy fino de goma que es casi invisible cuando está puesto. Adheridas a las yemas de los dedos hay un bosque microscópico de diminutas puntas de acero, muy puntiagudas y de tan sólo unas milésimas de centímetro de longitud cada una. Y en esta caja de metal, lo suficientemente pequeña como para caber sin ser notada en un bolsillo, está el virus sintético en estado gelatinoso.
Cambia de escena:
Una sala de hospital llena de bullicio. Hay niños en distintas etapas de la iapetitis, riéndose estrepitosamente de las travesuras, gruñidos y gorgoteos del gracioso hombre que va de cama en cama. Bip para un lado, bip-bip para el otro lado, y siempre, uno por uno acariciando a los niños en la nuca, mojando las yemas de los dedos en el bolsillo de la chaqueta cada vez que pasa de una cama a la otra.
Cambio, otra vez Burcke.
BURCKE: Buenas noches damas, caballeros, niños y niñas... Lo siento.
Las luces se encendieron en la sala de proyecciones. No había nadie allí con Jeri Gonza más que Burcke. Todos los demás se habían levantado silenciosamente y visto las últimas escenas desde la puerta, yéndose inmediatamente después.
-¿Esto realmente salió al aire? - preguntó el comediante, queriendo cerciorarse definitivamente.
- Sí.
Jeri Gonza lo miró sin expresión y se encaminó hacia la puerta del escenario. Se abrió antes de que llegara y entraron cuatro personas: Flannel, Kearsage, Horowitz e Iris Barran.
Sin decir una palabra, Flannel dio un paso hacia el comediante y le descargó un puñetazo en el estómago. Jeri Gonza cayó al piso lentamente boqueando.
- Hemos pasado mucho tiempo deliberando sobre qué hacer contigo - dijo Horowitz -. Flannel solo quería darte un golpe y no se conformaba con menos. Los demás pensamos que matarte sería demasiado bueno para ti, pero te queríamos muerto. Entonces escribimos ese guión. Ahora estás muerto.
Jeri Gonza se levantó después de un momento, atravesó la puerta y caminó hasta el centro del vasto escenario. Se quedó allí de pie durante toda la noche, y a la mañana siguiente había desaparecido.
FIN
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