EL DEMOSTRADOR DE LA CUARTA DIMENSIÓNMurray Leinster
Pete Davidson estaba prometido a la señorita Daisy Manners, del cabaret Green Paradise. Acababa de heredar todas las propiedades de un tío suyo que había sido una autoridad en la cuarta dimensión y era guardián de un canguro llamado Arthur que raramente se mostraba amable. Sin embargo, no era feliz y ello se demostró aquella mañana.
En el laboratorio de su tío. Pete garabateaba sobre el papel. Hizo sumas y se llevó las manos a la cabeza con desesperación. Luego hizo restas, divisiones y multiplicaciones. Pero los resultados, invariablemente, eran problemas tan imposibles de solucionar como las ecuaciones tetradimensionales de su difunto pariente. De vez en cuando, un rostro caballuno y esperanzado le lanzaba miradas escudriñadoras. Se trataba de Thomas, el criado de su tío, que Pete temía haber heredado también.
—Perdón, señor —dijo Thomas tanteando.
Pete se echó atrás en la silla, molesto.
—¿Qué pasa, Thomas? ¿Qué es lo que Arthur hace ahora?
—Está curioseando entre las dalias, señor. Quería preguntarle sobre la comida, señor. ¿Qué debo preparar?
—¡Cualquier cosa! —dijo Pete—. ¡Lo que sea! No. Espera. Pensándole bien, después de darle a los papeles de tío Robert me he quedado con el cráneo seco. Prepárame algo que sea rico en fósforo y vitaminas; las necesito.
—Sí, señor —dijo Thomas—. Pero el colmado, señor...
—¿Otra vez? —preguntó Pete desesperanzado.
—Sí, señor —dijo Thomas, entrando en el laboratorio—. Espero, señor, que sus asuntos vayan mejor.
Pete sacudió la cabeza, observando sus cálculos con desaliento.
—Pues no. Pagar la cuenta del colmado es aún una remota y brumosa posibilidad. Es horrible, Thomas. Recuerdo lo poco que le importaban a mi tío los pagos, mientras yo creía que la cuarta dimensión era un problema matemático y no libertino. Aunque tío Robert podía haberse organizado sus orgías con los cuantos y los continuos espaciotemporales. No hay derecho a recibir una herencia que no produce el menor beneficio.
Thomas hizo un sugestivo ruido de aprobación.
—Si sólo se tratara de mí... —continuó Pete con aire lóbrego—. Hasta Arthur, en su sencillo corazón de canguro, mantiene la esperanza. ¡Pero Daisy! ¡Aquí está la cuestión, muchacho! ¡Daisy!
—¿Daisy, señor?
—Mi novia —dijo Pete—. Trabaja en el cabaret Green Paradise. Técnicamente, es la propietaria de Arthur. Porque le dije, Thomas, que yo había heredado una fortuna. Y se va a llevar un chasco.
—Eso es muy malo, señor.
—Esa respuesta me parece más humorística que acertada, Thomas. Daisy no es una persona que se desilusione así como así. Cuando le explique que la fortuna de mi tío se encuentra en la cuarta dimensión, Daisy se hará la despistada y no me prestará oídos. ¿Has intentado ligarte alguna vez a una chica que se hace la despistada?
—No, señor —dijo Thomas—. Pero en lo que respecta a la comida, señor...
—Tendremos que pagar, ¡condenación! —dijo Pete en tono pesimista—. No tengo más que cuarenta centavos, Thomas, y no podemos permitir que al menos Arthur se muera de hambre. A Daisy no le gustaría. ¡Veamos!
Se apartó del escritorio y echó un vistazo al laboratorio con aire de ave de rapiña. No era exactamente un lugar cálido y acogedor. Había por allí una especie de armazón de varillas de hierro, de unos cuatro pies de altura. Thomas había dicho que se trataba de un teselacto, una especie de cubo que existía en cuatro dimensiones en vez de en tres.
A Pete le parecía más bien un instrumento medieval de tortura: algo que podía ser usado como argumento teológico contra la obstinación hereje. Pete no podía imaginar que alguien que no fuera su tío necesitara trasto semejante. Había también otras piezas de aparatos de todos los tamaños, aunque en su mayor parte desmontados. Semejaba el producto de alguien que ha invertido grandes cantidades de dinero y paciencia, esforzándose por lograr algo que podía resultar insatisfactorio una vez alcanzado.
—Aquí no hay nada que podamos dejar en prenda —dijo Pete deprimido—. Ni siquiera algo que pudiéramos utilizar como organillo, sustituyendo a Arthur por el mono tradicional.
—Está el demostrador, señor —dijo Thomas esperanzado—. Su tío de usted lo terminó, señor, y funcionaba, y a él le dio resultado, señor.
—¡Mira qué bien! —exclamó Pete—. ¿Qué es el demostrador ese? ¿Qué se puede esperar que haga?
—Caramba, señor, es el demostrador de la cuarta dimensión —dijo Thomas—. La gran obra de su tío, señor.
—Echémosle una ojeada entonces —dijo Pete—. Quizá nos den algo de comer si nos ponemos a demostrar la cuarta dimensión en los escaparates de las tiendas, anunciando cualquier baratija. Aunque no creo que a Daisy le entusiasme tal ocupación.
Thomas se acercó solemnemente hacia una cortina situada justo detrás del escritorio. Pete había pensado que ocultaba una alacena. Deslizó la cortina y ante sus ojos apareció un inmenso cachivache que parecía gozar de la solitaria virtud de lo terminado. Pete podía ver una monstruosa herradura de latón de siete pies de altura. Bajo ella, había una placa circular de vidrio de una pulgada de grosor, al parecer diseñada para rotar sobre sí. Debajo podía apreciarse una base sólida hasta la que corrían algunos tubos de cobre procedentes del congelador de una nevera.
Thomas giró un dial y el conjunto comenzó a zumbar. Pete observó.
—Su tío de usted solía hablar para sí mismo, aunque en voz alta, de este invento, señor —dijo Thomas—. Me atrevo a conjeturar que tiene que ser algún triunfo científico, señor. Para que se entere, señor, la cuarta dimensión es el tiempo.
—Me alegro de oír una explicación tan sencilla —dijo Pete.
—Sí, señor. Según entiendo, señor, si uno va en coche y ve que una linda chica está a punto de pisar una piel de plátano, señor, y uno deseara avisarle, por decirlo así, para evitarlo, tardaría en hacerlo digamos dos minutos, hasta pasada media milla más allá...
—Cuando la chica hubiera pisado ya la piel de plátano y la naturaleza hubiera seguido su curso natural.
—Pues no ocurriría así con este demostrador, señor. Para avisar a la damisela uno tendría que volver atrás la media milla y también el tiempo, señor, o de lo contrario sería demasiado tarde. Esto es, uno tendría que regresar no sólo la media milla sino también los dos minutos. De este modo, señor, construyó el demostrador su tío de usted.
—Y de este modo pudo hacer frente a una situación semejante cuando surgió la oportunidad —acabó Pete—. ¡Entiendo! Pero me temo que esto no soluciona nuestros problemas financieros.
La unidad refrigeradora cesó de ronronear. Solemnemente, Thomas encendió una cerilla de seguridad.
—Si puedo completar la demostración, señor —dijo ufano—. Apago la cerilla y ahora la coloco sobre la lámina de cristal entre los extremos de la herradura. La temperatura es ideal, de modo que no fallará.
De la base de la máquina surgieron cloqueantes sonidos de autosatisfacción. Se mantuvieron algunos segundos. Repentinamente, la amplia lámina de cristal giró aproximadamente el octavo de una revolución. Se escuchó un ruidoso zumbido. Se detuvo. De súbito había sobre la vítrea lámina una segunda cerilla de seguridad consumida. La máquina se puso a cloquear triunfalmente.
—¿Lo ve, señor? —dijo Thomas—. Ha producido otra cerilla quemada. Arrastrada desde el pasado, señor. Hasta que la lámina se movió hace escasos segundos, había una sola cerilla en ese lugar. Igual que con la chica y la piel de plátano, señor. La máquina fue hasta el lugar en que la cerilla se encontraba, y a continuación la trajo consigo hasta aquí y ahora.
La lámina giró otro octavo de revolución. La máquina cloqueó y zumbó. El zumbido se detuvo. Una tercera cerilla quemada pudo verse sobre la lámina de cristal. El ruido cloqueante comenzó una vez más.
—Puede mantenerse así indefinidamente, señor —dijo Thomas.
—Comienzo a ver —dijo Pete— la verdadera grandeza de la ciencia moderna. Con sólo dos toneladas de latón y acero, un coste de apenas doscientos mil dólares y el esfuerzo de toda una vida, mi tío Robert me ha dejado una máquina capaz de suministrarme cerillas quemadas durante incontables años. Thomas, ¡esta máquina es un triunfo científico!
Thomas sonrió alegremente.
—¡Espléndido, señor! Me alegro de que reciba su aprobación. Ahora, ¿qué he de hacer para comer, señor?
La máquina, tras cloquear y zumbar apropiadamente, produjo una cuarta cerilla quemada y, a continuación, volvió a cloquear en un tono aún más triunfal. Y de nuevo se preparó para lograr el, hasta aquí, inalcanzable pasado.
Pete miró con aire de reproche al sirviente al que, al parecer, también había heredado. Metió la mano en el bolsillo y sacó sus cuarenta centavos. La máquina zumbó. Pete inclinó la cabeza y se quedó mirando.
—Ya que hablamos de ciencia —dijo tras unos instantes—, tengo una idea muy comercial. Pero me ruboriza haberla concebido. —Se quedó observando el monstruoso y cloqueante demostrador de la cuarta dimensión—. Déjeme diez minutos solo, Thomas, voy a estar atareado.
Thomas desapareció. Pete se acercó al demostrador. Arriesgó una moneda, colocándola sobre la lámina de cristal. La máquina prosiguió su tarea. Cloqueó, zumbó, dejó de zumbar... y hete aquí que parió una segunda moneda de cinco centavos. Pete añadió una moneda de diez centavos a la segunda de cinco. Después de otro ciclo, se llevó con desesperación las manos a la cabeza y añadió lo que le quedaba de su capital: una moneda de veinticinco centavos. Luego, tras contemplar incrédulamente lo que estaba ocurriendo, comenzó a saber lo que era la plusvalía sin el factor trabajo.
Thomas golpeó en la puerta diez minutos más tarde.
—Le pido perdón, señor —dijo—. Acerca de la comida...
Pete se apartó del demostrador. Tragó saliva.
—Thomas —dijo con calma—, le dejaré a usted escoger el menú. Llene un cesto con esa calderilla y vaya a comprar. Y... Thomas, ¿no tendría usted una moneda mayor de veinticinco centavos? Una de cincuenta estaría bien. Me gustaría tener algo realmente impresionante para mostrárselo a Daisy cuando venga.
La señorita Daisy Manners, del cabaret Green Paradise, era la persona ideal para aceptar sin preguntas el demostrador de la cuarta dimensión y para hacer pleno uso de las modernas investigaciones científicas. Saludó a Pete con un gesto abstracto y le preguntó interesadamente a cuánto ascendía lo que había heredado. Pete la condujo al laboratorio y descubrió el demostrador.
—Estas son mis alhajas —dijo Pete con ánimo de impresionar—. Querida, te va a emocionar, pero... ¿no tendrías una moneda de veinticinco centavos?
—¡Qué caradura, pedirme dinero! —dijo Daisy—. Y como me hayas mentido con lo del dinero de la herencia...
Pete sonrió protectoramente. Sacó una moneda de su propio bolsillo.
—¡Observa, querida! ¡Voy a hacer esto para ti!
Se volvió hacia el demostrador y comenzó a dar explicaciones complacientemente mientras el inicial cloqueo surgía de la base. La lámina de cristal se movió, apareció una segunda moneda y Pete las volvió a colocar para que se multiplicaran mientras continuaba sus explicaciones. En un minuto se congregaron cuatro monedas. Nuevamente las dispuso para que se multiplicaran. Así, comenzaron a aparecer, ocho, luego dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho... En ese momento, el montón se desparramó y Pete cerró el mando de conexión.
—¿Lo ves, querida mía? ¡Para ti desde la cuarta dimensión! Mi tío lo inventó, yo lo heredé y... ¿quieres cambio?
Daisy parecía haberse recuperado de su asombro. Pete le alargó unos cuantos billetes de banco.
—De ahora en adelante, querida —dijo él—, siempre que quieras dinero no tienes más que venir aquí, darle a la máquina y... recogerlo. ¿No es maravilloso?
—Ahora mismo necesito más dinero —dijo Daisy—. Tengo que comprar el ajuar.
—¡Esperaba que te lo tomaras así! —exclamó Pete con entusiasmo—. ¡Allá va! A amontonar dinero.
El demostrador comenzó a cloquear y hacer ruido con los billetes sobre la lámina en vez de las monedas. Antes, evidentemente, había suspendido todas las operaciones y la unidad refrigeradora había gruñido trabajosamente durante un momento. Luego, resumió su engreimiento sumergiéndose en el pasado.
—No tenía ningún plan definido —explicó Pete— hasta que hablé contigo por teléfono. Tomaba las cosas como venían. También me preocupé por Arthur. Tú sabes cuánto le gustan los cigarrillos. Se los come, y aunque pueda resultar excéntrico en un canguro, los cigarrillos no le llevan la contraria. He usado el demostrador para conseguirle un inmenso caudal de cigarrillos de su marca favorita. Y he intentado abrir una cuenta corriente. Pensé que podría parecer extraño el que compráramos una casa en Park Avenue y ofreciéramos como pago todo un fajo de billetes como quien no quiere la cosa. Podría parecer que acabáramos de cobrar un chantaje.
—¡Ceporro! —dijo Daisy.
—¿Qué?
—Podías haber multiplicado esos billetes como hiciste con las monedas —dijo Daisy—. Tendríamos ahora un buen montón.
—Querida —dijo Pete acarameladamente—, ¿qué importa cuánto puedas tener tú, cuando yo puedo tener tanto?
—Sí —dijo Daisy—. Podrías enfadarte conmigo.
—¡Jamás! —protestó Pete. Luego, recordando, añadió—: Antes de que se nos ocurriera la idea de los billetes, Thomas y yo atestamos la caja del carbón con monedas de veinticinco centavos y de medio dólar. Todavía están ahí.
—Pedazos de oro sería maravilloso —sugirió Daisy tozudamente—, si es que puedes conseguir echarle el guante a alguno. Tal vez podamos.
—¡Ah! —exclamó Pete—. Thomas tenía un relleno de oro en un diente. Lo cogimos y obtuvimos media libra o así. Luego fabricamos con ella un pequeño ladrillo y lo pusimos de nuevo en el demostrador. Querida, te sorprenderías realmente si echaras una ojeada a la leñera.
—Y también joyas —dijo Daisy—. Sería más delicioso todavía.
—Si tanto te seducen las joyas —dijo Pete capciosamente—, no tienes que hacer sino mirar en el cubo de las verduras. Se nos estaba acabando el espacio de almacenaje cuando la idea nos asaltó.
—Creo —dijo Daisy con mucho entusiasmo— que haríamos bien en casarnos cuanto antes. ¿No crees?
—¡Claro, claro! ¡Vayamos y hagámoslo ahora mismo! ¡Voy a traer el coche!
—Hazlo, querido —dijo Daisy—. Yo vigilaré el demostrador.
Inclinándose, Pete la besó con éxtasis y desapareció del laboratorio. Llamó a Thomas, pero éste no apareció hasta después de la tercera llamada; pálido y desencajado.
—Mis disculpas, señor —dijo agitadamente—. ¿Debo hacer su equipaje?
—Voy a... ¿Hacer mi equipaje? ¿Para qué?
—Van a venir a detenernos, señor —dijo Thomas. Tragó saliva—. Pensaba que usted podría necesitarlo, señor. Un conocido del pueblo, señor, cree que estamos entre los enemigos públicos de peor calaña, señor, y nos trata en consecuencia. Me telefoneó las noticias.
—Thomas, ¿ha estado usted bebiendo?
—No, señor —dijo Thomas, palideciendo—. No todavía, señor. Pero es una sugerencia espléndida, señor, muchas gracias. —Luego, con desesperación, añadió—: Es el número, señor... los billetes de banco. Si lo recuerda, no cambiamos sino un montón de monedas en billetes, señor. Billetes de un dólar, de cinco, de diez, etcétera, señor.
—Claro —dijo Pete—. Lo que necesitábamos hacer. ¿Por qué no?
—¡La serie numérica, señor! Todos los billetes de un dólar que el demostrador multiplicó tienen la misma serie... e igual ocurre con los de cinco, los de diez, etcétera, señor. Alguna persona, con la manía o el deporte de comprobar la serie numérica de los billetes, señor, descubrió que había varios ejemplares con el mismo número. El servicio secreto averiguó el paradero. Y van a venir a por nosotros, señor. La pena por falsificación de dinero son veinte años, señor. Mi... amigo, el del pueblo, preguntó si teníamos intención de recibir a tiros a la policía, señor, porque en tal caso le gustaría presenciarlo.
Thomas se retorció las manos. Pete se lo quedó mirando.
—De modo —dijo Pete meditativamente— que es dinero falso. No se me había ocurrido antes. Tendremos que confesarnos culpables, Thomas. Y quizá Daisy no quiera casarse conmigo si voy a ir a la cárcel. Iré a comunicarle la noticia.
Luego se quedó parado. Oyó la voz de Daisy farfullando airadamente. Un instante después el tono subió. Se convirtió en una aguda y continua logorrea de soprano. Todavía aumentó más. Pete echó a correr.
Se precipitó en el laboratorio y se quedó de piedra. El demostrador estaba funcionando todavía. Daisy había visto a Pete apilar los billetes, y hacer de todos un solo montón para obtener una segunda pila más grande. Sin duda había ensayado ella la misma maniobra. Pero la pila se había hecho enorme y Daisy se había encaramado a la lámina de cristal, quedando bajo la acción del demostrador.
Cuando Pete entró en el laboratorio había tres Daisy. Mientras se estremecía de horror, las tres se convirtieron en cuatro. El demostrador cloqueó y zumbó, emitiendo un aullido de triunfo. A continuación produjo una quinta Daisy. Pete se abalanzó frenéticamente y desconectó los mandos, demasiado tarde, sin embargo, para evitar la aparición de una sexta réplica de la señorita Daisy Manners del cabaret Green Paradise. Ella dio una espléndida acogida a su hermana, pero Pete la contempló con el corazón paralizado de horror.
Porque todas las Daisy eran idénticas, no sólo con la misma manufactura exterior y —por decirlo así— la misma serie numérica, sino también con las mismas opiniones y testarudeces. Y todas y cada una de las seis estaban convencidas de que eran propietarias del montón de dinero que había sobre la lámina de cristal. Y todas y cada una de las seis estaban forcejeando por cogerlo. Y Daisy estaba como una furia, diciendo lo que pensaba de sí misma en términos por cierto no muy lisonjeros.
Arthur, igual que Daisy, poseía una afortunada virtud, pues no era uno de esos canguros que buscan las cosas para luego cabrearse con ellas. Haraganeaba pacíficamente por el césped, comiendo dalias y saltando una y otra vez por encima del cerco de seis pies, con la esperanza de que un perro se acercara y se pusiera a soltarle ladridos. O, a falta de perro, cualquier individuo que dejara caer una colilla digna de ser salvada.
Desde el primer momento, en aquel lugar se habían repetido tan placenteros sucesos con alguna frecuencia. El paseante ordinario y desprevenido que se daba de narices con un canguro de cinco pies en esta parte del mundo, dando saltitos hacia él, tenía una particular tendencia a dejar caer cualquier bulto que llevara en las manos y a echar a correr. A veces, entre los objetos que caían había un cigarrillo.
La gran cantidad de perros que merodeaban por allí no parecían muy preocupados por jugar con Arthur. Para éste, la idea de jugar con un perro foráneo —especialmente con uno que le ladrara— consistía en lanzarse contra él con las zarpas por delante y atizarle una coz que lo dejara fuera de combate.
Arthur haraganeaba y se sentía un poco hastiado. En su aburrimiento solía meter mano a cualquier cosa que le llamara la atención. Del laboratorio surgía un barullo impresionante, pero Arthur no se preocupaba de los ruidos familiares. Se interesó, no obstante, por los agentes del gobierno que aparecieron por allí. Eran dos y llegaron en un turismo. Se detuvieron a la entrada y se dirigieron con aire truculento hacia la puerta principal.
Arthur se aproximó dando saltos justo en el momento en que ellos aporreaban la puerta histéricamente. Había estado en la parte trasera desenterrando unas cuantas coles incipientes que Thomas había plantado, y lo había hecho para ver por qué no crecían más aprisa. Saltó con facilidad por lo menos treinta pies y se quedó apoyado contra la cola para contemplar interesadamente a los visitantes.
—¡D... Dios santo! —dijo el más bajo de los agentes intrusos. Había estado fumando un cigarrillo segundos antes. Lo arrojó al suelo y trató de sacar su pistola de la funda.
Aquel fue su error. A Arthur le gustaban los cigarrillos. Y aquél estaba apenas a quince pies de distancia. Arthur saltó hacia la colilla.
El polizonte graznó al ver a Arthur en pleno vuelo, dirigiéndose directamente hacia él. Arthur le miró más bien alarmado. El policía hizo fuego atolondradamente, pero no acertó y Arthur recuperó la calma. Los disparos no eran para él nada ofensivo, sólo ruidos producidos por el carburador desajustado da cualquier automóvil que pasara. Aterrizó grácilmente, casi sobre las punteras del policía... y el policía, histérico, lo atacó utilizando la pistola como porra.
Arthur era un canguro amable, pero se resintió del ataque activamente.
El polizonte bajito graznó una vez más mientras Arthur le echaba encima las zarpas delanteras. Su compañero reculó contra la puerta, dispuesto a vender cara su vida. Pero entonces —y ambas cosas ocurrieron a la vez—, mientras Arthur procedía a atizar un buen sopapo al polizonte bajito, Thomas, resignadamente, abrió la puerta contra la que se apretaba el otro policía, de modo que éste cayó hacia atrás, reculando y dando traspiés hasta dar con sus huesos en tierra.
Quince minutos más tarde, el policía bajito dijo con aspecto abatido:
—Ha sido una pesadilla. Gracias por quitarme ese monstruo de encima y también por la bebida. Pero nosotros veníamos a atrapar una banda de falsificadores que han estado fabricando billetes falsos demasiado buenos. Y aquí estamos. Ustedes pudieron recibirnos a tiros. Pero no lo hicieron. Así que podemos terminar la faena de una vez.
—Me temo —admitió Pete— que hayamos dejado demasiadas pistas. Quizá, como agentes del gobierno, puedan ustedes hacer algo con el demostrador de la cuarta dimensión. Ese es el cuerpo del delito. Se lo enseñaré.
Iba a dirigirse al laboratorio, cuando Arthur apareció con la venganza pintada en la cara. Los dos policías lo miraron con aprensión.
—Lo mejor será que le den un cigarrillo —dijo Pete—. Se los come. Se convertirá en amigo de ustedes para toda la vida.
—¡No, mierda! —exclamó el bajito—. Por ahora póngase entre él y yo. Quizá Casey quiera obtener su amistad, pero yo no.
—Yo no tengo cigarrillos —dijo Casey aprensivamente—. ¿Podría darle un habano?
—Tan temprano quizá le sea un tanto indigesto —consideró Pete—, pero puede intentarlo.
Arthur saltó. Aterrizó a dos pies de Casey, que le alargó un habano. Arthur lo olisqueó y lo aceptó. Se llevó un extremo a la boca y le dio un mordisco.
—¡Vaya! —exclamó Pete—. Le gusta. ¡Sigamos!
Llegaron al laboratorio. Entraron... y el tumulto se apoderó de ellos. El demostrador estaba funcionando y Thomas, pálido y desesperado, supervisaba su funcionamiento. El aparato estaba fabricando dinero a ríos. Mientras los montones se materializaban desde la cuarta dimensión, Thomas los iba reuniendo y entregando a Daisy, quien, en teoría, estaba en fila para recibir una división proporcional. Aunque Daisy estaba sosteniendo una furiosa pelea con sus réplicas, porque ésta o aquélla había intentado estafar a las demás.
—Éstas —dijo Pete sin la menor alarma— son mi novia.
Pero el policía en miniatura no tenía ojos sino para los montones de lechugas que venían de ninguna parte. De modo que empuñó un revólver ajustado a su corta estatura.
—Así que esconden la imprenta tras esa pared, ¿eh? —dijo el policía más listo del mundo—. ¡Echaré una ojeada!
Se acercó al demostrador. Apartó a Thomas y se inclinó sobre la lámina de cristal. Pete corrió, horrorizado, hacia el interruptor. Pero ya era demasiado tarde. La lámina giró un octavo de revolución. El demostrador zumbó alegremente; y el policía se duplicó justo en el momento en que los hábiles dedos de Pete desconectaban la marcha del aparato.
Los dos policías gemelos se miraron con inmensa e incrédula estupefacción. Casey lo vio y el cabello se le erizó. En aquel momento, Arthur posó una sugerente zarpa sobre el hombro de Casey. Desde luego, le había gustado el habano. La puerta del laboratorio había quedado abierta y había entrado para pedir otro puro. Pero los nervios de Casey se habían desatado. Gritó y aulló, atribuyendo a Arthur alevosas intenciones. Se lanzó contra el teselacto, enredándose en él.
Arthur era un canguro amable, pero también tenía su corazoncito y su sensibilidad. El graznido horrorizado de Casey le había molestado. Se lanzó ciegamente, lanzó a Pete contra el interruptor y saltó yendo a aterrizar entre los dos idénticos policías. Ambos reconocieron a Arthur y el pánico se apoderó de ellos, justo antes de que la lámina de cristal se pusiera en marcha nuevamente.
Arthur cayó bajo la acción del demostrador. La copia policial más cercana al canguro dio un prodigioso salto, volando hasta más allá de la puerta abierta. Pete se encaró con el otro, que había alzado su pistola y exigía explicaciones, volviéndose más y más ronco entre sus alaridos.
Pete intentó darle una explicación apelando a la chica que estaba a punto de pisar una piel de plátano, pero la terquedad del policía resultó inamovible. Gritó dando un ronquido, mientras un segundo Arthur saltaba de la lámina de cristal... y un tercero, y un cuarto, un quinto, un sexto y un séptimo Arthur aparecían en escena.
Le ladró a Pete y se rió a carcajadas de una multiplicada Daisy que se volvía loca mirando aquí y allá, contemplando todo el laboratorio lleno de canguros saltarines de cinco pies de altura, todos asombradamente complacidos y ansiosos de hacer amigos con los que jugar.
Arthur era el único que realmente podía aprobar el curso de los hechos. Durante mucho tiempo había estado solo. Pero ahora gozaba de numerosa compañía. De un solitario canguro, de hecho, se había convertido en su propia prole. Y presa de tan feliz excitación, Arthur olvidó todo decoro y se puso a jugar de forma histérica dando saltos de rana por todo el laboratorio.
El policía, a su modo, secundó el juego. Daisy gritaba furiosamente. Y Arthur —todos ellos— elegía nuevos puntos sobre los que efectuar sus lanzamientos, hasta que una de sus réplicas escogió el motor del demostrador. El mecanismo emitió chispas y le soltó una descarga eléctrica. Y Arthur, sallando aterrorizado por la ventana, fue perseguido por toda su camarilla, creyendo que aquello formaba parte del juego.
En un segundo quedó el laboratorio vacío de Arthurs. Pero el demostrador exultaba salvajes y quejumbrosos ruidos. Casey todavía estaba enredado entre los barrotes del teselacto, a través de los cuales contemplaba el paisaje con el aspecto del recluido en celda acolchada. Sólo uno de los duplicados pequeñajos permanecía en el edificio. Pero no tenía muchos deseos de quedarse. Y Daisy estaba demasiado irritada para pronunciar palabra: las seis. Pete era el único que se mantenía en calma.
—Bien —dijo filosóficamente—, parece que las cosas se has trastocado un poco. Aunque creo que al demostrador le ha ocurrido algo.
—Lo siento, señor —dijo Thomas palideciendo—, pero yo no he tocado el mecanismo.
Una de las Daisy dijo irritadamente a otra de las Daisy:
—¡Guárdate esos nervios! ¡El dinero que hay sobre la lámina es mío!
Ambas se destacaron. Tres más, protestaron con indignación, se unieron al barullo. La sexta —y la que a Pete le parecía la Daisy original—, con rapidez de relámpago, se puso a robar lo que podía de las pilas acumuladas por las otras.
Mientras tanto, el demostrador emitió extraños ruidos. Y Pete, alarmado, investigó. Encontró el lugar donde Arthur había golpeado y comprobó que, evidentemente, el impacto había desajustado la velocidad del demostrador. Al azar, puso una mano sobre un mando. El demostrador cloqueó aliviado. Entonces advirtió con terror indescriptible que cinco Daisy estaban sobre la lámina de cristal. Intentó desconectar la máquina... pero demasiado tarde. Cerró los ojos, esforzándose por mantenerse sereno, aunque admitiendo su desesperación. Se había sentido sumamente contento con una Daisy. Pero seis eran ya demasiadas Ahora, abrió los ojos para contemplar las once Daisy...
Una áspera voz resonó en su oído.
—¡Vaya! De modo que ahí es donde se esconde la imprenta y todo el trucaje de espejos que hicieron que yo viera doble. Voy a pasar a través de esa puerta trucada por la que desaparecieron las chicas. Y si hay algo que me moleste al otro lado, alguien lo va pagar.
El policía se encaramó sobre la lámina de cristal, inexplicablemente vacía ahora. El demostrador cloqueó. Zumbó. La lámina se movió... ¡hacia atrás! El policía desapareció de golpe. De igual modo que había venido del pasado, merced al reparador accidente, había sido devuelto a él. Porque un Arthur había movido el mando conductor hacia la posición neutral y Pete por azar, lo había movido al revés. Vio desvanecerse al oficial y supo entonces dónde se habían ido las supernumerarias Daisy... y también dónde estaban ahora los embarazosos billetes de banco. Suspiró aliviado.
Pero Casey —enredado en el teselacto— no sentía el mismo alivio. Se desasió de las providentes y salvadoras manos de Thomas y se lanzó de estampía hacia el coche. Allí encontró a su compañero, contemplando atónito los diecinueve Arthurs que jugaban al salto de la rana en el garaje. Tras oír las explicaciones, los hombres del gobierno se alteraron todavía más. Pete vio arrancar el coche, que se alejó a toda pastilla.
—No creo que vuelvan, señor —dijo Thomas.
—Ni yo tampoco —dijo Pete con serenidad. Se volvió hacia la Daisy que había quedado, asustada pero todavía sedienta de dinero—. Querida —le dijo tranquilizadora-mente—, todos esos billetes son falsos. Tendremos que devolverlos al pasado y contentarnos con el contenido de la leñera y el cubo de verduras.
Daisy intentó poner cara de pasmo, pero fracasó.
—¡Creo que te estás poniendo nervioso, encanto! —dijo Daisy con indignación.
FIN
Título original: The Fourth Dimensional Demonstrator
Traducción: Adela Miró Sans.
Aparecido en: Pioneros del futuro. Luis de Caralt editor, 1977.
Edición digital: Sadrac
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Murray Leinster (16 de junio de 1896 - 8 de junio de 1975) fue el seudónimo de William Fitzgerald Jenkins, un escritor estadounidense de ciencia ficción y ucronías. Leinster escribió y publicó más de 1.500 cuentos y artículos durante el transcurso de su carrera.1 Escribió 14 guiones de películas y centenares de guiones de radio y obras teatrales para televisión, inspirando varias series incluyendo "Tierra de Gigantes" y "El Túnel del Tiempo".
(Wikipedia)