domingo, 13 de octubre de 2019

Gabriel García Márquez - Ojos de perro azul - 1950

Ojos de perro azul 

Gabriel García Márquez

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”. Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidaremos nunca”. Salió de la órbita, suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”. La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: “No sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo: “Debes sentirlo ahora”. Y entonces comprendí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar (antes de que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella —sentada a mis espaldas— pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño; sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la pared”. Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos. “Creo que me voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada.” Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo contra eso”, dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo: “No. De todos modos me verás como me viste cuando estaba de espaldas”. Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre.
“Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como si te hubieran hecho a palos.” Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me habría gustado oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada a encontrarme en la realidad, a través de esa frase identificadora: “Ojos de perro azul”. Y en la calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que habría podido entenderle: “Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”. Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: “Ojos de perro azul”. Pero los mozos le hacían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los cristales empañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice: “Ojos de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo. “Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un hombre que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había mirado a los ojos y le dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”. Y ella le dijo: “Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo”. Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó un trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de perro azul” hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca. Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. “Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije. “Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siempre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte.” Y ella dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana siguiente”. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo”. Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde seguía sentado, meciéndome en el asiento. “Nunca me habías dicho eso”, dijo. “Ahora lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: “No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le dije: “Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las palabras”. Y ella dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso también lo he soñado”. Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo sabía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: “En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: ‘Ojos de perro azul’ ”, dije. “Si mañana las recordara iría a buscarte.” Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor”. Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hubiera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: “Estoy entrando”, y ella hubiera seguido con el papelito entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer: “... en calor”, antes de que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador.” Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera un cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las cosas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada. Ahora, junto al velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo recuerdo”. Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente: “Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso es. Ya empieza a recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos hemos encontrado en otros sueños”. Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, volví a decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa. Bastará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”. Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se movió. “Lo echarías todo a perder”, volvió a decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo”. Pero yo insistí: “No importa”. Y ella dijo: “Si diéramos vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”. Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mirarla. “Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato.” Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable: “No abras esa puerta”, dijo. “El corredor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón”. Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: “Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo”. Y ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar”. Afuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. “Mañana te reconoceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las paredes: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y ella, con una sonrisa triste —que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable—, dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el día”. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: “Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.
(1950)

Ruben Blades - Ojos De Perro Azul

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Laid Back - Healing Feeling - 2019



Laid Back es un duo danés de pop electrónico  formado en 1979, integrado por John Guldberg (voz, guitarra, bajo) y Tim Stahl (voz, teclados, percusión, bajo).  
Mejor conocidos por sus hits "Sunshine Reggae" and "White Horse" de 1982/1983 y "Bakerman" de 1989, ellos no han dejado en todos éstos años de hacer su música, elegante, divertida y relajante por partes iguales.Música con sabores caribeños (reggae y dub), electrónica y dance.

Laid Back - Give It Free

"Healing Feeling", su álbum de 2019 los muestra en plena forma con unas canciones agradabilísimas. aptas para bailar o relajarse.
Pero en todo caso es seguro que recorriendo los tracks de éste trabajo discográfico vamos a pasar un muy buen rato.

Laid Back - Love is a flower

Laid Back - Keep on Loving

Laid Back - Walk with the Dreamers


Laid Back - Healing Feeling

Laid Back - Enjoy The Vibes



Laid Back - Deep Inside Your Mind



Laid Back - I'm the Shy Guy


Pistas
01 Give It Free
02 Keep On Loving
03 Love Is A Flower
04 Walk With The Dreamers
05 Healing Feeling
06 Enjoy The Vibes
07 Number One
08 Next Life
09 Deep Inside Your Mind
10 I'm The Shy Guy

El álbum en la versión digital cuenta con un bonus track, una versión de un clásico, que con el tratamiento Laid Back suena bien.
Nos hacen olvidar al rato de que estamos prácticamente frente a una "herejía" sonora ;) 

Laid Back - House of the Rising Sun

sábado, 10 de agosto de 2019

Lloyd Cole - Guesswork - 2019


Otra sorpresa discográfica para mi en lo que va de 2019.Sorpresa fina y agradable que viene de la mano del veterano cantautor británico Lloyd Cole (Inglaterra, 1961), quien con sus Commotions cosechó unos éxitos decentes en los años ochenta.

THE AFTERLIFE

THE OVER UNDER

WHEN I CAME DOWN FROM THE MOUNTAIN

"Guesswork" fue lanzado el 26 de julio 2019 y en él Lloyd Cole presenta un puñado de canciones electrónicas que suenan frescas y actuales al mismo tiempo que remiten al sonido ochentero del synth pop clásico, a nombres como Brian Eno, Ultravox, OMD...con preciosos sintetizadores y melodías elegantes e irremediablemente, totalmente agradables.

MOMENTS AND WHATNOT

 Colaboran con él  el baterista, programador y productor Fred Maher y sus ex compañeros de Commotions Blair Cowan y Neil Clark.
VIOLINS


Lloyd escribió en su página de facebook el día del lanzamiento: "En lo que respecta a la carrera (es decir, exceptuando cuestiones de familia), este es el día más feliz que he tenido desde que "Rattlesnakes" se ubicó en el puesto # 13 en 1984...¿o fue el # 14? ´´Esta disco sacó mucho de mí. Estoy feliz de que parece que está haciendo lo que esperaba que hiciera".

TRACKS
Todas compuestas por Lloyd Cole, excepto "Remains" y "When I Came Down From The Mountain" (Lloyd Cole/Blair Cowan)
01 The Over Under
02 Night Sweats
03 Violins
04 Remains
05 The Afterlife
06 Moments and Whatnot
07 When I Came Down From The Mountain
08 The Loudness Wars


REMAINS

Ciertamente, aunque tengo mis tres o cuatro canciones preferidas, éste es un álbum que se disfruta de principio a fin, con Cole y su voz perfecta y su oficio para éstas melodías tejidas sobre finas texturas electrónicas .
"Guesswork" es desde ahora, uno de mis discos favoritos de mi pequeña y personal colección.

NIGHT SWEATS


CRÉDITOS
Lloyd Cole – Guitars, Synthesizers, Programming
Neil Clark – Guitars
Blair Cowan – Synthesizers, Programming
Fred Maher – Synthesizers, Programming
Producer
Lloyd Cole
Additional production
Fred Maher, Dave Derby
Executive production
Chris Hughes
Mixing
Olaf Opal
Mastering
Kai Blankenberg (Skyline Tonfabrik)
Cover portrait


THE LOUDNESS WARS


domingo, 28 de julio de 2019

Aquel rock... (de efe eme...)

Sin que mi intención sea herir los sentimientos y gustos de nadie, aquí va una lista de canciones de la mano de bandas que son para mi de segunda y hasta tercera división.Cuestión de gustos personales, desde luego.Pero también es cierto que cantamos e hicimos air guitar o air keyboard, etc. con ellas.
Y que, cosa de aquellos tiempos, teníamos el botón de PAUSE y REC pulsados esperando a que pasaran éstos temas en la fm para registrarlos en los viejos y queridos casettes de audio.Algo que a la juventud de hoy hay que explicarle.A ser posible con una presentación multimedia o video de youtube.
Con ustedes, nuestros intérpretes:

SURVIVOR - AMERICAN HEARTBEAT


JOURNEY - SEPARATE WAYS


KISS - I WAS MADE FOR LOVIN´ YOU


VAN HALEN - JUMP


DEF LEPPARD - PHOTOGRAPH


BOSTON - MORE THAN A FEELING


REO SPEEDWAGON - KEEP ON LOVING YOU


CHEAP TRICK - THE FLAME


Por supuesto, las siguientes no son bandas de segunda o tercera división, sin de primera primerísima, pero van aquí en sus facetas más melosas y/o comerciales...más amigables para las efe emes de ayer y hoy.Por cierto, entre las bandas escogidas para éste segmento hay hilos conductores, evidentes al menos para los fans de la música.

YES - LOVE WILL FIND A WAY


EMERSON, LAKE AND POWELL - LOVE BLIND


ASIA - ONLY TIME WILL TELL


WHITESNAKE - HERE I GO AGAIN


RAINBOW - SINCE YOU´VE BEEN GONE

viernes, 12 de julio de 2019

Les Luthiers - Teresa y el oso - 1976



Teresa y el Oso (Cuento)

Texto de carátula del disco:

Para la grabación del cuento sinfónico Teresa y el Oso de Johann Sebastian Mastropiero, Les Luthiers contrataron a 61 personas: 60 profesores de orquesta y uno de zoología. La limitada capacidad del estudio de grabación condicionó interesantes soluciones de espacio: un flautista delgado dentro de una tuba, el platillista como abrazado a un fagot, una oboísta a babuchas del timbalista, siete violines en el vestíbulo, los cuatro cornos desde sus casas por teléfono y la arpista en el bar de enfrente, lo que obligó a llevar su micrófono hasta allí y a pagarle un café con leche.

Salvo la princesa Teresa, que se identifica con el quinteto de cuerdas de la sinfónica, los otros personajes de Teresa y el oso están representados por instrumentos informales ejecutados por Les Luthiers. En orden de aparición:

Pajarillo Amarillo: Tubófono Silicónico Cromático
Jabalí Alí: Alt-pipe a vara
Molusco Pardusco: Gom-horn da testa
Mariposa Golosa: Dactilófono
Oso Libidinoso: Glamocot
Bruja Granuja: Glisófono Pneumático
Tres Gansos Mansos: Kazoos
Bajos Instintos: Bass-pipe a vara
Vaca Resaca: Yerbomatofono d'amore

Marcos Mundstock:

Aquella habría sido una tranquila mañana de otoño en el bosque, una mañana de otoño común y corriente, si no fuera que ya eran las cuatro de la tarde y estaban en verano. Todos los animales habían sido citados por la Princesa Teresa en un claro del bosque para averiguar cuál de ellos era su prometido, el Duque Sigfrido el Erguido. El duque había sido hechizado por la Bruja Granuja que, no sólo lo había transformado en algún animal del bosque sino que, además, le había quitado la memoria.

El Pajarillo Amarillo cantaba alegremente. (Suena el tubófono). El pajarillo decía: "Sólo el amor de la Princesa puede devolver la forma humana al Duque". En ese momento, se presentó el Jabalí Alí. (Suena el alt-pipe). El jabalí preguntó: "¿Por lo de la Princesa es aquí?". "Sí", dijo el pajarillo. "Nos han citado a todos. A propósito, ahí viene arrastrándose el Molusco Pardusco". (Suena el gom-horn). El molusco preguntó: "He perdido mi caparazón, ¿no lo vieron?"

En ese momento, apareció volando la Mariposa Golosa. (Suena el dactilófono). "¡Socorro!", se quejaba la mariposa, "¡Me persigue el Oso Libidinoso!". Y apareció corriendo tras ella el Oso Libidinoso. (Suena el glamocot). El oso perseguía a la mariposa ofreciéndole una margarita y recitándole un poema que decía: "Sublime éxtasis de amor, mariposa, que acelera mis latidos. Vayamos, vayamos, vayamos, vayamos, vayamos pronto". El molusco se interpuso. El oso bramó: "¿Y tú qué quieres, despreciable molusco?". "¿No vió mi caparazón?". El instante fue aprovechado por la mariposa, quien se escondió ayudada por el Pajarillo Amarillo.

Hacía ya tres lunas que la bruja había hechizado al duque. La hermosa Princesa Teresa deambulaba en su búsqueda, lamentándose de su suerte. La acompañaban en silencio sus fieles Gansos Mansos. El pajarillo anunció: "¡Ya llega la Princesa! ¡Qué triste está!", y apareció la Princesa.

Entonces, apareció la Bruja Granuja. (Suena el glisófono). La bruja se burlaba: "¡Nunca sabrás en qué animal he convertido al duque! ¡Ni siquiera él recuerda nada, ja ja ja!". La Princesa clamaba: "¿Dónde estás, Sigfrido, Sigfrido? ¿Qué clase de animal eres?". Los gansos consolaban a la Princesa: (Suenan kazoos) "¡Tranquilízate!", dijo el gansito pequeño. "Ten calma", agregó la gansa robusta. "Todo irá bien", dijo el ganso viejo. "¿No vió mi caparazón?". (Ésta última frase con voz del molusco)

De pronto, la gansa robusta lanzó un grito de indignación, le dio una tremenda bofetada a un cuarto ganso enorme que estaba a su lado y salió corriendo. El ganso enorme no era otro que... ¡el Oso Libidinoso disfrazado!, que corría a la gansa ofreciéndole una margarita al grito de: "¡Sublime éxtasis de amor, gansita, vayamos, vayamos pronto!". Los gansos fueron en ayuda de la gansa robusta, y la Princesa se quedó sola.

"No debo flaquear", díjose la Princesa, "no debo flaquear, debo encontrar al duque". Pero en ese momento se hicieron oír los bajos instintos de la Princesa: (Suena el bass-pipe) "Olvida al duque, recuerda los abrazos de aquel fornido palafrenero de palacio". "Pero debo cumplir con mi deber". "¿Y si algo falla y el hechizo se rompe sólo a medias? El duque podría quedar medio animal". "Bueno, en eso es igual el palafrenero".

Mientras esto sucedía en el bosque, veamos qué pasaba en una pacífica granja cercana. El granjero, silbando distraídamente, ordeñaba a la Vaca Resaca. La vaca rumiaba sus pensamientos... (Suena el yerbomatófono) y otras flores que había comido esa mañana. "¡Qué extraño!", pensaba la Vaca Resaca, "es la primera vez que me ordeña de tarde", y miró al granjero. Cuando lo vió, Resaca lanzó un mugido y salió corriendo. El granjero no era otro que... ¡el Oso Libidinoso disfrazado!, quien comenzó a perseguirla ofreciéndole una margarita al grito de: "¡Sublime éxtasis de amor, vaquita, vayamos, vayamos pronto!".

En el bosque, la Princesa, ayudada por los Gansos Mansos, ya había interrogado a casi todos los animales, pero no había logrado averiguar cuál de ellos era el duque. Una triste desazón invadió a la Princesa. De pronto, los gansos, viendo llegar al pajarillo y a la mariposa, bramaron: "Ustedes dos, ¿qué hacían la noche en que el duque fue hechizado?". "Nada, nada". "¡Confiesen!". "Y bien, sí, pero nos vamos a casar". Un fracaso más. Otra triste desazón invadió a la Princesa.

Teresa alzó sus bellos ojos, como implorando ayuda a los que la rodeaban. Hasta que su mirada se cruzó con la del jabalí. "¡Miren, sí, sí, no hay duda!", dijo la Princesa, "¡el jabalí tiene la misma mirada que el duque!". El jabalí, con sombría voz declaró: "Es que yo no soy un jabalí". "¡Oh!". "Yo soy... ". "¡él es... !". "Un duque hechizado". "¡El Duque Sigfrido!". "No, el Duque de Mantua". "¿Y qué haces aquí?", preguntó sorprendida la Princesa. "Me echaron de Rigoletto". La última posibilidad había fracasado. Otra triste desazón más invadió a la Princesa.

De pronto, de la espesura surgió el Oso Libidinoso y exclamó: "¡Aguarden, al ver a Teresa recuperé la memoria! ¡Ahora entiendo la causa de mi vergonzoso desenfreno, he sido víctima de un hechizo cruel! ¡Gracias, amor mío, por venir a salvarme! ¡Yo soy el Duque Sigfrido!". Dicho esto, el oso arrancó una margarita, y viendo la alegría en el rostro de la Princesa, se dirigió a su encuentro triunfalmente. El oso le ofreció la margarita a la Princesa pero, en ese momento, la Bruja Granuja se interpuso y con aire trágico gritó: "¡Tú no eres el duque, farsante! No puedo soportar este atropello. Yo no sirvo para bruja, lo hago para complacer a mi familia. El Duque Sigfrido es el molusco". Y la bruja se fue llorando mientras el oso, conmovido, corría tras ella, ofreciéndole la margarita.

Todos felicitaron al molusco, quien avanzó hacia la Princesa lentamente, como un duque. Mientras el molusco agradecía los aplausos, Teresa lo tomó con amor, y lo depositó suavemente sobre la palma de su mano. Y, ante el asombro y el esfuerzo de Teresa, el molusco se fue transformando en un joven esbelto y hermoso: el Duque Sigfrido.

Allí están Sigfrido y Teresa, con los corazones entrelazados, mirándose a las manos y con los ojos latiendo al unísono. Y ya inician su triunfal regreso al palacio. Los animales los escoltan en eufórico cortejo. Todos bailan alegremente. Y allá van, encabezando el cortejo, el duque, la Princesa, y su flamante dama de compañía que no es otra que... disfrazado, el Oso Libidinoso.

****

"Teresa y el oso"
Disco "Volumen 4"
Fecha:Noviembre de 1976
Duración 00:18:10

(Fuente: https://lesluthiers.org/verversion.php?ID=53)

LES LUTHIERS:
Ernesto Acher
Marcos Mundstock
Jorge Maronna
Carlos Nuñez Cortes
Carlos López Puccio
Daniel Rabinovich

jueves, 4 de julio de 2019

Tanith Lee - Rojo como la sangre (Red as blood) - 1979

"Rojo como la sangre"

Tanith Lee


La bellísima reina bruja abrió la caja de marfil del espejo mágico. De oro oscuro era el espejo, oro oscuro como el cabello de la reina bruja que caía en abundancia sobre su espalda. De oro oscuro era el espejo y tan antiguo como los siete atrofiados árboles negros que crecían más allá del pálido vidrio azul de la ventana.
—Speculum, speculum —dijo la reina bruja al espejo mágico—. Dei gratia.
—Volente Deo. Audio.
—Espejo, ¿a quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Con una excepción.
—Espejo, espejo, ¿a quién no vees?
—No veo a Bianca.
La reina bruja se santiguó. Cerró la caja del espejo y, caminando lentamente hasta llegar a la ventana, observó los viejos árboles a través de las hojas de vidrio de color azul pálido.
Otra mujer había estado frente a esta ventana hacía catorce años, pero ella no era como la reina bruja. Su cabello negro le llegaba a los tobillos y vestía una túnica carmesí que se ceñía bajo sus pechos, puesto que se encontraba en avanzado estado de gestación. Y esta mujer había abierto la ventana de vidrio que daba al invernadero, donde los viejos árboles se agazapaban en la nieve. Después, tomando una puntiaguda aguja de hueso, la había clavado en su dedo y vertido sobre la tierra tres brillantes gotas.
—Que mi hija tenga cabello negro como el mío —había dicho la mujer—, negro como la madera de estos retorcidos y arcanos árboles. Que tenga la piel como la mía, blanca como esta nieve. Y que tenga mis labios, rojos como mi sangre.
Y la mujer había sonreído y chupado su dedo. Llevaba una corona en su cabeza que brillaba en la oscuridad como si fuera una estrella. Jamás se acercaba a la ventana antes del anochecer, no le gustaba el día. Ella fue la primera reina y no poseyó un espejo.
La segunda reina, la reina bruja, sabía todo esto. Sabía cómo, al dar a luz, había muerto la primera reina. Su ataúd había sido conducido a la catedral y se habían ofrecido misas. Corría un horrible rumor: unas gotas de agua bendita habían caído sobre el cadáver y la carne muerta había despedido humo. Pero la primera reina había sido considerada como una desgracia para el reino. Después de su llegada se había producido una extraña plaga, una enfermedad devastadora para la que no hubo remedio.
Transcurrieron siete años. El rey desposó con la segunda reina, tan distinta de la primera como el incienso lo es de la mirra.
—Y ésta es mi hija —dijo el rey a su segunda reina.
Era una niña menuda de casi siete años de edad. El cabello negro caía hasta sus tobillos y su piel era blanca como la nieve. Sus labios eran rojos como la sangre y sonreía con ellos.
—Bianca —dijo el rey—, debes querer a tu nueva madre.
Bianca sonrió esplendorosamente. Sus dientes brillaban como puntiagudas agujas de hueso.
—Ven —dijo la reina bruja—. Ven, Bianca. Quiero que veas mi espejo mágico.
—Por favor, mamá —replicó suavemente Bianca—. No me gustan los espejos.
—Es muy modesta —se disculpó el rey—. Y delicada, también. Nunca sale de día. El sol la angustia.
Aquella noche, la reina bruja abrió la caja de su espejo.
—Espejo, ¿a quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Con una excepción.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.
La segunda reina regaló a Bianca un minúsculo crucifijo de filigrana dorada. Bianca no lo aceptó. Corrió hacia su padre y murmuró:
—Tengo miedo. No me gusta pensar en Nuestro Señor agonizando en Su cruz. Ella quiere asustarme. Dile que se lo lleve.
La segunda reina cultivaba blancas rosas silvestres en su jardín e invitó a Bianca a pasear por allí tras la puesta del sol. Pero Bianca se acobardó.
—Las espinas me pincharán —musitó a su padre—. Ella quiere que me haga daño.
Cuando Bianca tenía doce años, la reina bruja habló con el rey.
—Bianca debería recibir la confirmación —dijo—. De ese modo, podría comulgar con nosotros.
—Eso es imposible —replicó el rey—. Te lo explicaré. Ella no ha recibido el bautismo, porque en sus últimas palabras mi primera esposa se opuso a ello. Ella me lo suplicó, ya que su religión era distinta a la nuestra. Los deseos de los moribundos deben ser respetados.
—¿No debería gustarte ser bendecida por la Iglesia? —preguntó la reina bruja a Bianca—. ¿Arrodillarte en el reclinatorio dorado ante el altar de mármol? ¿Cantar a Dios, gustar el Pan ritual y probar el Vino ritual?
—Ella quiere que traicione a mi verdadera madre —dijo Bianca al rey—. ¿Cuándo dejará de atormentarme?
El día que cumplió trece años, Bianca se levantó de la cama y vio en ella una mancha roja, roja como una flor roja.
—Ya eres una mujer —explicó su aya.
—Sí —contestó Bianca.
Se acercó al joyero de su verdadera madre, extrajo la corona que había llevado ella y se la puso en la cabeza.
Al caminar bajo los viejos árboles negros, la corona brilló como una estrella.
La enfermedad devastadora, qae había dejado en paz al reino durante trece años, volvió a manifestarse repentinamente. Y no había remedio.
La reina bruja se sentó en una silla muy alta ante una ventana verde claro y blanco oscuro. En sus manos sostenía una Biblia forrada en seda rosada.
—Majestad —dijo el cazador, al tiempo que hacía una profunda reverencia.
Era un hombre fuerte y apuesto, de cuarenta años y experto en el oculto saber de los bosques, el oculto saber de la tierra. También era capaz de matar sin un solo titubeo, pues tal era su oficio. Podía acabar con el frágil y esbelto ciervo, las aves alígeras y las liebres de terciopelo de ojos tristes y prescientes. A él le daban pena, pero aun así, las mataba. La piedad no podía detenerle. Era su oficio.
—Mira el jardín —ordenó la reina bruja.
El cazador observó el jardín a través de un oscuro vidrio blanco. El sol se había hundido en el horizonte. Una doncella paseaba bajo un árbol.
—La princesa Bianca —dijo el cazador.
—¿Y qué más?
El cazador se persignó.
—Por Nuestro Señor, mi reina —dijo—. No lo diré.
—Pero lo sabes.
—¿Y quién no lo sabe?
—El rey no lo sabe.
—No lo sabe.
—¿Eres valiente? —preguntó la reina bruja.
—En verano he cazado y matado al jabalí. En invierno he masacrado lobos.
—¿Pero eres lo bastante valiente?
—Si tú lo ordenas, señora —replicó el cazador—, me esforzaré en serlo.
La reina bruja abrió la Biblia en una determinada página y extrajo de ella un crucifijo de plata, muy delgado, que había reposado junto a las palabras: No temerás el terror de la noche... Ni la pestilencia que se pasea en la oscuridad.
El cazador besó el crucifijo y se lo puso en torno a su cuello y por debajo de su camisa.
—Acércate —ordenó la reina bruja—, y te explicaré qué debes decir.
Al cabo de un rato, el cazador entró en el jardín cuando las estrellas relucían en el firmamento. Avanzó a grandes pasos hacia el atrofiado árbol enano bajo el que se hallaba Bianca y se arrodilló.
—Princesa —dijo—. Perdóname, pero debo darte malas noticias.
—Dámelas —replicó la muchacha, jugando con el largo tallo de una flor macilenta y nocturna que había arrancado.
—Tu madrastra, esa bruja detestable y celosa, quiere verte muerta. No puedes hacer otra cosa que no sea huir del palacio esta misma noche. Si me lo permites, te acompañaré hasta el bosque. Allí se hallan personas que cuidarán de ti hasta que puedas regresar sin ningún temor.
Bianca le miró fijamente con ojos que expresaban confianza.
—Siendo así, iré contigo —contestó.
Salieron del jardín por una puerta secreta, cruzando un pasadizo subterráneo, un huerto enmarañado y un sendero tortuoso que se extendía entre enormes setos crecidos en exceso.
La noche era una vibración profundamente azulada y titilante cuando llegaron al bosque. Las ramas de los árboles se cruzaban y entrelazaban, como formando una ventana, y el cielo resplandecía tenuemente, pareciendo extenderse al otro lado de hojas de vidrio de un color azulado.
—Estoy cansada —se quejó Bianca en un suspiro—. ¿Puedo descansar un momento?
—Por supuesto —respondió el cazador—. Los zorros acuden de noche a ese claro, allí. Mira en esa dirección y los verás.
—Cuan inteligente eres —repuso Bianca—. Y cuan apuesto.
La muchacha se sentó en el césped y contempló el claro. El cazador sacó silenciosamente su cuchillo y lo ocultó en los pliegues de su capa. Luego se agachó junto a la doncella.
—¿Qué estás cuchicheando? —inquirió el cazador, poniendo su mano sobre el negro cabello de Bianca.
—Una poesía que mi madre me enseñó, sólo eso.
El cazador la agarró por los pelos y la obligó a levantar la cabeza, de modo que el cuello de la muchacha estuviera dispuesto para acuchillarlo. Pero no usó su arma. Porque allí, en su mano, sostenía la cabellera de oro oscuro de la reina bruja, y veía su rostro sonriente. Riendo, la mujer le rodeó con sus brazos.
—Mi buen servidor, mi dulce servidor —dijo ella—, sólo deseaba probarte. ¿Acaso no soy una bruja? ¿Acaso no me amas?
El cazador se estremeció, porque la amaba y ella le abrazaba con tal fuerza que el corazón femenino parecía latir dentro de su propio cuerpo.
—Aparta el cuchillo —ordenó la mujer—. Despréndete de ese absurdo crucifijo. No necesitamos nada de eso. El rey no es ni la mitad de hombre que tú.
Y el cazador la obedeció, arrojando cuchillo y crucifijo entre las raíces de los árboles. Se apretó contra ella y la mujer hundió el rostro en su cuello. El dolor de su beso fue lo último que sintió en este mundo.
El cielo se ennegreció, el bosque todavía más. Ni un solo zorro correteaba en el claro. La luna fue elevándose y tiñendo de blanco las ramas y los vacíos ojos del cazador. Bianca limpió sus labios con una flor muerta. . —Siete dormidos, siete despiertos —dijo Bianca—. Madera por madera. Sangre por sangre. Tú por mí.
Se oyó un sonido como el de siete inmensas rasgaduras que provenía de más allá de los árboles, un sendero tortuoso, un huerto y un pasadizo subterráneo. Y otro sonido que parecía el de siete inmensas pisadas. Más cerca. Más cerca todavía.
Hop, hop, hop, hop. Hop, hop, hop.
En el huerto, siete temblores de la negrura.
En el sendero tortuoso, entre los elevados setos, siete negras figuras arrastrándose.
Matorrales crujiendo, ramas restallando.
Siete seres retorcidos, deformes, encorvados y atrofiados avanzaron penosamente por el bosque en dirección al claro. Un pelaje musgoso, negro y leñoso, máscaras desprovistas de secretos. Ojos como grietas relucientes, bocas cual húmedas cavernas. Barbas de liquen. Dedos de cartílagos rámeos. Sonriendo. Arrodillándose. Rostros apretados contra la tierra.
—Bien venidos —dijo Bianca.
La reina bruja estaba de pie frente a una ventana de vidrio cuyo color semejaba el del vino diluido. Miró el espejo mágico.
—Espejo, ¿a quién ves?
—Te veo a ti, señora. Veo un hombre en el bosque. Estaba cazando, pero no al ciervo. Sus ojos están abiertos, pero está muerto. Veo al resto del reino. Con una excepción.
La reina bruja se tapó las orejas con. ambas palmas de la mano.
En el exterior, el jardín estaba vacío. Le faltaban sus siete árboles negros, enanos y atrofiados.
—Bianca —dijo la reina.
Las ventanas habían sido cubiertas con colgaduras y no daban luz. La luz brotaba de un recipiente poco profundo. Luz en un haz, como trigo color pastel. Iluminaba cuatro espadas que apuntaban a este y oeste, a norte y sur.
Los cuatro vientos y el polvo gris plata del tiempo habían irrumpido en la cámara.
Las manos de la reina bruja flotaban como hojas desprendidas a merced del aire.
—Páter omnípotens, mítere digneris sanctum Angelum tuum de Infernis —recitaron los resecos labios de la reina bruja.
La luz decayó y se hizo más brillante.
Allí estaba el ángel Lucefiel, entre las empuñaduras de las cuatro espadas, lúgubremente dorado, con el rostro en la sombra y sus alas áureas abiertas y guarneciendo su espalda.
—Puesto que me has llamado, conozco tu deseo —dijo—. Es un deseo triste. Quieres dolor.
—Tú hablas de dolor, señor Lucefiel. Tú, que sufres el más despiadado dolor de todos. Peor que los clavos en los pies y muñecas. Peor que las espinas, la esponja de vinagre y la lanza en el costado. Ser convocado por amor del diablo, cosa que yo no hago, hijo de Dios, hermano del Hijo.
—Entonces, me reconoces. Te concederé lo que pides.
Y Lucefiel (llamado por algunos Satán y Rex Mundi y, sin embargo, la mano izquierda, la mano siniestra de la concepción de Dios), arrebató un rayo del éter y lo arrojó a la reina bruja.
El rayo la alcanzó en el pecho. Se derrumbó.
El haz de luz se elevó e iluminó los ojos dorados del ángel, unos ojos terribles, aunque luminosos a causa de la compasión. Las espadas se hicieron añicos y Lucefiel desapareció.
La reina bruja se levantó del suelo de la cámara. Había dejado de ser bella. Era una bruja arrugada y babeante.
El sol nunca lucía en el corazón del bosque, ni siquiera al mediodía. Las flores crecían en la turba, pero eran incoloras. Por encima de ellas, el techo verdinegro albergaba retículos de una espesa y sombría luz verdosa en los que polillas y mariposas albinas se agitaban febrilmente. Los troncos de los árboles eran lisos como los tallos de algas submarinas. Durante el día revoloteaban los murciélagos y otras aves que creían ser como ellos.
Había un sepulcro cubierto de musgo goteante. Los huesos yacían esparcidos en torno al pie de siete árboles enanos y retorcidos. Parecían árboles. A veces se movían. Otras veces, algo que semejaba un ojo o un diente brillaba en la sombría humedad.
En el umbráculo de la puerta del sepulcro estaba sentada Bianca, peinando su cabello.
Agitados movimientos turbaron la espesa oscuridad.
Los siete árboles volvieron sus cabezas.
Una bruja surgió del bosque. Era una mujer jorobada y su cabeza casi calva estaba inclinada hacia el suelo como si fuera un ave rapaz, un buitre.
—Por fin hemos llegado —dijo la bruja con la voz de un buitre.
Se acercó. Sus huesos crujieron cuando se paso de rodillas y hundió su rostro en la turba repleta de flores sin colorido.
Bianca volvió a sentarse y la contempló. La bruja se levantó. Sus dientes formaban una empalizada amarillenta.
—Te traigo el homenaje de las brujas y tres presentes —dijo la anciana.
—¿Y por qué?
—Una niña tan despierta, con sólo catorce años... ¿Por qué? Porque te tememos. Te traigo presentes para congraciarnos contigo.
Bianca rió.
—Enséñamelos —ordenó.
La bruja movió su mano, haciendo un pase en el aire verdusco. Apareció un cordón de seda, curiosamente trenzado con cabellos humanos.
—Aquí tienes un cinto que te protegerá de las artimañas de los curas, del crucifijo y el cáliz, de la detestable agua bendita. En él están anudados los cabellos de una virgen, de una mujer no mejor de lo que debería ser y de una mujer muerta. Y aquí tienes... —un segundo pase y surgió en su mano un peine de laca, color azul sobre verde— ...un peine del mar profundo, una joya de sirena, para fascinar y seducir. Peina tus cabellos con él y el aroma del océano henchirá el olfato de los hombres y quedarán ensordecidos por el ritmo de las mareas, las mareas que atan a los hombres como si de cadenas se trataran. Y por último, ese antiguo símbolo de perversidad, la fruta escarlata de Eva, la manzana roja como la sangre. Muérdela, y el entendimiento del Pecado, del que la serpiente se jactó, te será dado a conocer.
La bruja ejecutó su último pase en el aire y ofreció la manzana, junto con el cinto y el peine, a Bianca.
Bianca miró un instante los siete árboles atrofiados.
—Me gustan sus presentes, pero no confío mucho en ella.
Las escuetas máscaras atisbaron desde sus toscas barbas. Sus ojillos destellaron. Sus garras ramosas restallaron.
—Es igual —decidió Bianca—. Dejaré que me ate el cinto y peine mi pelo.
La bruja obedeció, sonriendo bobamente. Se arrastró hasta Bianca como un sapo y ató el cordón. Peinó los cabellos de ébano. Brotaron chispas blancas del cinto. Surgieron fulgores como el ojo del pavo real del peine.
—Y ahora, bruja, da un mordisco a la manzana.
—Será un orgullo contar a mis hermanas que he compartido esta fruta contigo —respondió la bruja.
La vieja mordió la manzana, masticó ruidosamente, tragó el bocado y chasqueó los labios.
Bianca cogió la fruta y mordió un trozo.
Bianca chilló... y se atragantó.
Se puso en pie de un brinco. Sus cabellos se arremolinaron en torno a ella como una nube de tormenta. Su rostro se puso azul, luego gris, finalmente blanco de nuevo. Cayó sobre las pálidas flores y quedó inmóvil, sin respirar.
Los siete árboles enanos batieron sus extremidades y sus rámeas cabezas de oso. Fue en vano. Faltos del arte de Bianca, no podían saltar. Estiraron sus garras y rasgaron los escasos cabellos y el manto de la bruja, que se escabulló entré ellos. Huyó a la zona del bosque iluminada por el sol, siguió por el tortuoso sendero, pasó el huerto y se introdujo en un pasadizo subterráneo.
La bruja volvió al palacio, entrando por la puerta secreta, y subió por una escalera oculta hasta la cámara de la reina. Estaba el doble de encorvada que antes y sostenía sus costillas. Abrió la caja de marfil del espejo mágico con una mano extremadamente flaca.
—Speculum, speculum. Dei gratia. ¿A quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Y veo un ataúd.
—¿De quién es el cadáver que yace en el ataúd?
—Eso no puedo verlo. Debe de ser el de Bianca.
La bruja, que en otro tiempo había sido la bellísima reina bruja, se hundió en su silla alta ante la ventana de vidrio color pepino y blanco oscuro. Sus drogas y pócimas estaban dispuestas para anular el terrible conjuro de vejez que el ángel Lucefiel había ejecutado en ella, pero no las tocó todavía.
La manzana había contenido un fragmento de la carne de Cristo, la sagrada hostia, la Eucaristía.
La reina bruja cogió su Biblia y la abrió al azar.
Y atemorizada, leyó la palabra Resurgat.
El aspecto del ataúd era vitreo, de un vidrio lechoso. Había tomado esa forma después que un humo tenue y blanco hubiera brotado de la piel de Bianca. La muchacha despidió humo igual que una hoguera sobre la que cae una gota de agua extinguidora. El trozo de pan eucarístico se había atravesado en su garganta. La Eucaristía, agua extinguidora para su hoguera, hizo que Bianca humeara.
Después llegó el frío rocío del anochecer y el viento aún más gélido de la medianoche. El humo de Bianca se congeló en torno a su cuerpo. La escarcha se formó rodeando todo el bloque de hielo nebuloso que contenía a Bianca, en un exquisito trabajo de ornamentación en plata.
El corazón frígido de Bianca no podía calentar el hielo, como tampoco podía hacerlo la oscura luminosidad verdosa de un día sin sol.
Podía verse a la muchacha, tumbada dentro del ataúd, a través del vidrio. ¡Qué hermosa estaba Bianca! Negro de ébano, blanco de nieve, rojo de sangre.
Los árboles pendían sobre el ataúd. Pasaron los años. Los árboles tendieron sus ramas en torno al féretro, abrigándolo con sus brazos. De sus ojos brotaron lágrimas de hongos y resina. Verdes gotas de ámbar se solidificaron sobre el ataúd de vidrio como si fueran joyas.
—¿Qué es eso que yace bajo los árboles? —preguntó el príncipe cuando su cabalgadura le llevó hasta e! claro.
Una luna dorada parecía acompañarle, brillando en torno a su áurea cabeza, en la armadura de oro y en la capa de blanco satén decorada en oro, sangre, tinta y zafiro. El caballo albo pisoteó las descoloridas flores, mas éstas volvieron a erguirse una vez las pezuñas acabaron de pasar. Del fuste de la silla pendía un escudo, un escudo muy extraño. En un lado tenía la cabeza de un león, en el otro la de un cordero.
Los árboles crujieron y sus cabezas se abrieron para formar enormes bocas.
—¿Es éste el féretro de Bianca? —inquirió el príncipe.
—Déjala con nosotros —contestaron los siete árboles.
Tiraron de sus raíces. La tierra tembló. El ataúd de hielo vitreo sufrió una gran sacudida y se partió en dos mitades.
Bianca tosió.
La sacudida había arrojado de su boca el fragmento de hostia.
El féretro estalló en un millar de trozos y Bianca se sentó. Miró al príncipe y sonrió.
—Bien venido, amado mío —dijo.
Se puso en pie, sacudió sus cabellos y empezó a caminar hacia el príncipe y su caballo blanco.
Pero Bianca pareció entrar en una sombra, en una sala púrpura. Luego en otra habitación carmesí cuyas emanaciones la alancearon como cuchillos. Después entró en una sala amarilla en la que oyó un sonido de lloros que desgarró sus oídos. Bianca se sintió desnuda, sin cuerpo. Era un corazón latiente. Los latidos de su corazón se convirtieron en dos alas. Bianca voló. Primero fue un cuervo, luego una lechuza. Voló hasta el centelleante vidrio de una ventana. El fulgor la tiño de blanco. Blanco de nieve. Era una paloma.
Se posó en el hombro del príncipe y ocultó su cabeza bajo un ala. Ya no tenía nada de color negro, nada de color rojo.
—Ahora empieza de nuevo, Bianca —dijo el príncipe.
La tomó de su hombro. En su muñeca había una señal que semejaba una estrella. En otro tiempo, un clavo había sido hincado allí.
Bianca se alejó hacia el techo del bosque. Llegó a una ventana de exquisito color vino. Estaba en el palacio. Tenía siete años de edad.
La reina bruja, su nueva madre, colgó un crucifijo de filigrana en torno a su cuello.
—Espejo —dijo la reina bruja—. ¿A quién ves?
—Te veo a ti, señora. Y al resto del reino. Veo a Bianca.

*****

*Tanith Lee (Londres, 19 de septiembre de 1947 – 24 de mayo de 2015) fue una escritora británica de fantasía, ciencia ficción y horror.
Lee publicó su primer relato, Eustace, en 1968. Tras publicar un par de libros infantiles, su carrera como escritora despegó a raíz de la publicación de su primera novela para adultos, The Birthgrave, en 1975, que fue un éxito de ventas y fue nominada al premio Nébula. A partir de entonces se dedicó completamente a la escritura y su carrera ha sido prolífica, siendo autora de más de 70 novelas para jóvenes y adultos, y de más de 250 relatos cortos, aunque muy poca parte de su obra ha sido traducida al español.
Ha obtenido dos veces el premio World Fantasy al mejor relato corto, por The Gorgon (1983) y Elle Est Trois (La Mort) (1984), así como el premio British Fantasy por la novela Death's Master (1980). Las ediciones españolas de Volkhavaar y El señor de la noche ganaron el premio Gigamesh a la mejor novela de fantasía en 1986 y 1987 respectivamente.​


Red as blood (1979)
"Rojo como la sangre", publicado en Ciencia ficción. 40ª selección. Barcelona, Bruguera, 1980, p. 109-127. Traducción de César Terrón.
(Origen: http://escritorasfantastikas.blogspot.com/2011/04/lectura-radiofonica-de-rojo-como-la.html)




sábado, 8 de junio de 2019

Alan Parsons - The Secret - 2019


Hace ya unos meses (bueno...¿dos?...porque es cuando salió a la venta) que tengo la flamante producción 2019 de Alan Parsons, pero por los problemas de siempre por mi parte (faltas de tiempo...y de constancia) no lo había reseñado aquí. 

"The Secret" es un disco conceptual para el que el mago (yo le decía así desde antes de éste lanzamiento así que no es broma) Parsons eligió el tema de la magia.Y precisamente podemos comprobar en éste trabajo que la magia del universo Parsons, desde el Project y luego de él, está prácticamente intacta.


Abre el álbum una interpretación bastante literal y sin sorpresas, según algunos críticos, de la famosa pieza clásica de "El aprendiz de brujo" de Paul Dukas.Con la participación estela de nada menos que el guitarrista Steve Hackett, uno de los favoritos de un servidor.A mi, la versión me gusta.Y como muchos de los que nos criamos viendo la película Fantasía de Disney, sigo viendo a Mickey queriendo ahorrarse trabajo animando una escoba, aún con la guitarra eléctrica de Hackett...¡Además, qué maravillosa conjunción de cosas que me gustan, de referentes visuales, narrativos y sonoros!
No hay queja...
The Sorcerer's Apprentice (con Steve Hackett)


Miracle (con Jason Mraz)

Cuando una fórmula funciona y nos gusta...supongo que no podemos quejarnos de que un artista que nos gusta nos de "más de lo mismo"...Es bastante el caso de éste álbum, que a diferencia del precedente de 2004 "A Valid Path" en que el sonido Parsons se aggiorna además de aventurarse en otras aguas sonoras, parece ahora copiar la plantilla de los álbumes y temas de los años de oro del Project, además con una selección de voces que también parecen imitar bastante al elenco más o menos estable de vocalistas que por entonces contrataban Parsons y Eric Woolfson...
Así es que todos los temas son nuevos pero nos "sonarán", y todos, absolutamente, están preciosamente producidos y arreglados, como es costumbre de nuestro anfitrión sonoro, nuestro encantador de serpientes y oídos AP. ;)


En el caso del siguiente tema tenemos al propio mago cantando unas loas a sí mismo, una verdadera autocelebración, que en el videoclip promocional en plan pirata repasa su carrera de una forma muy divertida y original, mientras la música nos sonará, oh que cosas, a otra copia más de "Eye in the Sky".Y no sólo se lo perdonamos, se lo celebramos también nosotros.

As Lights Fall

Entre los músicos participantes está prácticamente toda la banda de Parsons con la que registró el concierto en Colombia de 2013 ( véase https://cuidadoquehayropatendida.blogspot.com/2018/04/the-alan-parsons-symphonic-project-live.html) salvo el guitarrista.Y uno de los miembros destacados es el multiinstrumentista y vocalista Todd Cooper.

One Note Symphony


Sometimes (Con Lou Gramm)

Soiree Fantastique


¿Me parece a mi o el siguiente tema es el "momento beatle" del disco? Sea como sea se agradece el descaro musical de referenciar y apuntar a algo "tan alto"...

Fly to Me

Requiem



Los que le pudimos ver "cara a cara" en el escenario sabemos el gran intérprete que es P.J. Olsson, estrecho y a éstas alturas decano colaborador de Parsons.Y...hablando de colaboradores y decanos, tenemos la intervención por primera vez en un disco de Parsons en muchos años al guitarrista de The Alan Parsons Project, con su sonido único...el señor Ian Bairnson.

Years of Glory

The Limelight Fades Away


PROGRAMA 
(Tema/autoría/ voz principal)
01«The Sorcerer's Apprentice (Paul Dukas)» 5:44
02«Miracle (Guy Erez, Andy Ellis y Alan Parsons)» Jason Mraz 3:22
03«As Lights Fall (Dan Tracey y Alan Parsons)» Alan Parsons 3:58
04«One Note Symphony (Todd Cooper, Tom Brooks y Alan Parsons)» Todd Cooper 4:43
05«Sometimes (Patrick Anthony Caddick y Alan Parsons)» Lou Gramm 5:08
06«Soirée Fantastique (Todd Cooper, Doug Powell, Tom Brooks y Alan Parsons)» Alan Parsons y Todd Cooper 5:27
07«Fly to Me (Mark Mikel, Jeff Kollman y Alan Parsons)» Mark Mikel 3:45
08«Requiem (Todd Cooper, Doug Powell, Boh Cooper y Alan Parsons)» Todd Cooper 4:02
09«Years of Glory (P.J. Olsson y Alan Parsons)» P.J. Olsson 4:05
10«The Limelight Fades Away (Jordan Huffman, Dan Tracey y Alan Parsons)» Jordan Huffman 3:36
11«I Can't Get There from Here (Patrick Read Johnson, David Russo, Jared Mahone y Alan Parsons)» Jared Mahone 4:38


I Can't Get There From Here

PERSONAL
Voz: Jason Mraz, Lou Gramm, Alan Parsons, Todd Cooper, P. J. Olsson, Jordan Huffman, Jared Mahone, Mark Mikel
Voces adicionales: Alan Parsons, Todd Cooper, Dan Tracey, Jordan Huffman, P. J. Olsson, Carl–Magnus "C-M" Carlsson, Andy Ellis, Doug Powell
Narración: Alan Parsons
Guitarras: Steve Hackett, Jeff Kollman, Dan Tracey, Tony Rosacci, Ian Bairnson, Alan Parsons
Teclados, sintetizador: Andy Ellis, Tom Brooks, Dan Tracey, Alan Parsons
Piano: Pat Caddick, Angelo Pizzaro, Tom Brooks
Bajo: Nathan East, Guy Erez, Jeff Peterson
Batería: Vinnie Colaiuta, Danny Thompson, Carl Sorensen
Saxo: Todd Cooper
Orquesta: CMG Music Recording Orchestra of Hollywood
Cello: Michael Fitzpatrick
Percusión: Alan Parsons, Todd Cooper
Ukulele: Jake Shimabukuro
Trombones: Oscar Utterström
Trompetas: Vinnie Ciesielski
Ingenieros de sonido: Noah Bruskin, Alan Parsons, Grant Goddard


jueves, 2 de mayo de 2019

"Los últimos vermicelli" por Roberto Fontanarrosa

Los últimos vermicelli


El ruido de la puerta metálica al cerrarse le hizo pensar al gordo en algo definitivo. Algo definitivo como el cerrarse de la tapa de un ataúd, por ejemplo. Pero, de inmediato, un glorioso aroma a tuco, a salsa de tomates, lo sacó de ese pensamiento.

—¿Lo siguieron? —preguntó Bobina.

—No sé. Creo que no. Puede ser —contestó el gordo.

—¿No sabe o puede ser?

—Eh... —el gordo trató de poner atención en lo que le decían—... no sé muy bien. Pero es posible, es posible. Creo haber visto a alguien siguiéndome.

—¡Crespo! —gritó Bobina.— Andá fíjate.

El gordo se secó la transpiración con un pañuelo. Ese aroma a tuco lo devolvía al patio de la casa materna, a su infancia. Olfateó el aire con fruición.

—Esto es bárbaro —sonrió.

—Hay que andar con cuidado —Bobina le señaló un pasillo, invitándolo a pasar.

— Esto no es joda. Merighi lo miró al gordo un ratito.

—¿Quién le dijo dónde estábamos?

El gordo, con las manos, se secó la transpiración de la papada.

—Heredia me había dicho cómo llegar —explicó.— Hace bastante ya de esto.

—Heredia —repitió Merighi— ¿Sabe lo que pasó con Heredia?

—Sí —el gordo bajó la cabeza.

—¿Por qué tardó tanto en venir?

—La verdad... la verdad...

—No pensó que se la agarrarían con usted también...

—Y sí... —sonrió, avergonzado, el gordo.— Qué se yo...

—Se han largado con todo. No va a quedar ninguno de los que están afuera.

—Pero... —vaciló el gordo— ¿Por qué? Se habían quedado tranquilos. Habían aflojado.

—Pero... —pareció ofuscarse Merighi.— ¿En qué mundo vivís, querido?— de improviso había pasado a tutearlo.

—El Encuentro. El Encuentro. —Sí. El Encuentro. Merighi hizo girar algo su sillón y con un movimiento ágil para su obesidad encendió un pequeño televisor ubicado a su lado, sobre un cajón.

—Mirá —dijo. No tuvieron que esperar mucho. Un minuto después aparecía el anuncio del "Quinto Encuentro Mundial de Físicoculturismo".

— Lo pasan mil veces por día. Hay afiches en todas partes. Joden el día entero con eso.

—No... no veo televisión.

—Vienen tipos de todas partes del mundo. Va a estar la prensa internacional. ¿Te creías que iban a permitir que quedara algún gordo a la vista? El gordo no contestó nada. Merighi volvió a agacharse y, con un gesto de fastidio, apagó el televisor.

—Nos quieren hacer cagar a todos —dijo.

 —Esto... —el gordo paseó la vista por el extraño lugar—... parece bastante seguro. ¿Qué era?

—Una cámara frigorífica. Un sótano frigorífico, mejor dicho. Para guardar carne. El gordo no pudo menos que reírse.

—Se sigue usando para lo mismo —rió, también, Merighi. El clima, algo hostil de la conversación se había distendido.

—Es cierto —el gordo se pasó la mano por la mejilla, como sorprendido de no hallar sudor.— Está más frío acá.

—El frío a nosotros no nos hace nada.

El gordo volvió a mirar hacia el techo, hacia los rincones atiborrados de provisiones, y su nariz detectó nuevamente aquel aroma que lo había estremecido.

—¿Qué son? —Merighi tiró la pregunta, como una adivinanza. El ingreso en ese tema le ablandaba el carácter. El gordo aspiró ansiosamente el aire, con delectación.

—Déjeme... déjeme... —cerró los ojos— vermicelli a la Strómboli. —Con... —Con atún... perejil picado... —Perejil picado y... ¿qué más? El gordo volvió a aspirar. —Hay... hay... ¡Hay hongos ahí!

—Sí, sí —acordó Merighi.— Pero hay algo más.

—Panceta, lógicamente... —Perejil picado, hongos, panceta... ¿Y qué? Algo más. El gordo comprendió que estaba siendo sometido a un examen. Tal vez era el examen de ingreso. Aspiró como un animal salvaje venteando el peligro.

—Romero —arriesgó.

—Casi, casi. Laurel. —Ah... laurel.

—Pero está bien. Está bien —aprobó Merighi.

— Con un poco de tiempo le vas a ir agarrando la mano.

En ese momento entró Bobina. Bobina debía pesar unos 130 kilos, calculó el gordo, viéndolo moverse con dificultad, respirando agitadamente, bastante ridículo, sosteniendo con toda su monumental humanidad un pequeño pedazo de pan en su mano derecha extendida, como si trajese un diamante.

—Probá —le dijo el Bobina a Merighi. Merighi abrió la boca y se comió el pedazo de pan embebido en tuco.

—Le falta sal — desdeñó.

—¿Te parece? —la cara de Bobina era de sorpresa. Merighi afirmó con la cabeza. Bobina desanduvo sus pasos hacia la cocina, pero la voz de Merighi lo detuvo.

—Che... —señaló al gordo.— Condarco, el escritor.

—Sí. Lo recibí yo —Bobina le dio la mano.— El famoso escritor. No me explico cómo a usted no se la dieron antes. El gordo se encogió de hombros.

—Por ahí yo les era más útil vivo —supuso.— O por ahí pensaban que si me la daban habría alguna repercusión internacional. Merighi meneó la cabeza, escéptico.

—Lo de las dietas es mundial, Condarco. En Estados Unidos ya casi no quedan tipos como nosotros. En Rusia menos. En Alemania han desaparecido casi dos millones de gordos.

—A mí me habían intervenido el teléfono —dijo el gordo.— Y también creo que me controlaban la balanza.

—El problema nuestro es que no pasamos inadvertidos. No nos podemos confundir entre la gente.

—¿Se enteró de lo de Heredia? —preguntó Bobina.

—Sí —suspiró el gordo.

—Pero peor fue lo de Albarello —agregó Merighi.

—¿Qué pasó? —Se quebró. Lo metieron preso y le ofrecieron someterse a una dieta estricta para rebajar 30 kilos.

—Para llegar al límite de los 80.

—A 75. Ahora son 75

—Merighi mostró los cinco dedos bailoteantes de su regordeta mano derecha.

—¿75? —se alarmó el gordo.

—75. Albarello se negó. No quería traicionar. Y el boludo, en protesta, hizo una huelga de hambre. Rebajó 47. Ahora es uno de ellos y me juego los huevos que fue quien denunció a Heredia. Se hizo un silencio abrumador, por un rato. Bobina lo cortó golpeando el marco de la puerta con una palmada.

—Bueno, che... —pareció disculparse, señalando hacia la cocina o, al menos, hacia el sitio de donde provenía el aroma a tuco.

—Llamalo a Torrente que venga —ordenó Merighi. Luego, dándole un envión insólitamente ágil a su sillón giratorio, alcanzó unos papeles de encima de un estante y volvió con ellos hasta detrás del escritorio. Allí comprendió el gordo la razón por la cual Merighi no se ponía nunca de pie. La gordura lo había encajado entre los posabrazos y el respaldo del sillón. Era como una torta que había desbordado su molde al crecer.

—¿Sabés lo de las recetas? —preguntó Merighi, sacudiendo ante sí los papeles.

—Sí. He oído de eso. ¿"Fahrenheit", no?

—Sí. No podemos correr el riesgo de que ellos se apoderen de las recetas. Por otra parte, ya han quemado todos los libros y tratados de cocina.

—Yo los había enterrado en el fondo de casa —suspiró el gordo.— Pero después de lo que le pasó a Spotorno, los saqué de allí y los quemé.

—Por eso, por eso. Pero cada uno de nosotros ha memorizado una receta.

—Acá tengo, en código, cuál receta sabe cada uno. Torrente sabe como 500. Él puede pasarte la que vos quieras memorizar.

—Yo sé una de memoria —se ufanó el gordo.

—¿Cuál? —"Civet de liebre".

—A la puta —se pasó la lengua por los labios, Merighi.

— Esa no la tenemos.

—Yo sabía. No es muy conocida —el gordo estaba orgulloso.

—¿Cómo es?

El gordo se estiró hacia atrás en el sillón, entrecerró los ojos, apoyó su mano derecha sobre el pecho y recitó.

—Una liebre joven. Un cuarto litro de vino tinto. Un vaso de cognac. Un pocillo de aceite, laurel, tomillo. Una cebolla. Una rama de apio. Tres zanahorias tiernas, sal, pimienta en granos. Un hígado de liebre. Merighi escuchaba, contemplendo el cielo raso, el ceño fruncido.

—Lavar la liebre en agua corriente durante una hora o más, hasta que la carne tome color rosado. Quitar el hígado y reservarlo. Cortar en presas, colocarlas en una fuente honda y cubrirlas con la siguiente marinada: mezclar en un bol el vino tinto, coñac, aceite, laurel... Promediando la vívida descripción de la receta, Condarco no pudo contenerse y se puso de pie. Atacó los últimos párrafos con verdadero fervor, con sensibilizada fibra. —... agregar el hígado pasado por tamiz, ligar a la salsa y servir inmediatamente en la misma cazuela, acompañada de trocitos de panceta salteada y champiñones calientes.
Al callar el gordo, ambos hombres quedaron en silencio, emocionados. Merighi abrió la boca como para decir algo, pero nunca alcanzó a expresarlo. Una tremenda explosión seguida de un estruendo ensordecedor sacudió todo. Cayeron desde el cielo raso pedazos de mampostería y entre el ruido de miles de las latas de conserva que golpeaban contra el suelo pudo oírse el tableteo muy cercano de las ametralladoras.


—¡Al fondo! ¡Al fondo! —atinó a vociferar Merighi maniobrando con su sillón entre los escombros. Ya todo era un infierno de estampidos, alaridos, voces de mando y el resonar de botas por las escaleras. El gordo, en pánico, torpemente, alcanzó la puerta y se lanzó hacia donde se suponía estaba la cocina, al fondo. Merighi, con un último envión obtenido al propulsarse contra su propio escritorio, estaba alcanzando la puerta cuando un escopetazo le estalló en el pecho. El impacto no lo arrancó del sillón pero hizo que éste, con su pesada carga, rodara nuevamente hacia adentro perdiendo poco a poco la velocidad hasta dar con el respaldo contra la pared opuesta. Allí quedó Merighi, ya muerto, con la cabeza gacha moviéndose levemente ante una lluvia de fideos dedalito que caía desde el acribillado paquete de un estante alto. El gordo no tuvo más suerte. La ráfaga de ametralladora lo tomó por la espalda y le dio un empujón final para alcanzar la puerta de la cocina. Antes de caer definitivamente vio, en el suelo de baldosas blancas, los inmensos cuerpos de cuatro gordos, como ballenas que hubiesen encontrado la muerte en una playa. Bobina, entre ellos. De repente, tan de repente como había comenzado, todo cesó. Se acallaron los disparos, escuchándose solamente alguna orden aislada, el ruido de vidrios al ser pisados por una bota. El oficial Markevitch entró en la cocina. Tenía aún la pistola en la mano, pero pronto comprendió que ya no le era necesaria. La devolvió a su cartuchera y comenzó a inspeccionar, con paso tranquilo, el lugar. Detrás de él entró un soldado sosteniendo una ametralladora, aún humeante.

—Hijos de puta —dijo el soldado observando con curiosidad los jamones colgando del techo, las botellas de vino, los frascos de especias, el atiborramiento de provisiones que no dejaban, prácticamente, ver las paredes.

—¡Cómo le daban a la comida! ¡Dale y dale! ¡Meta tragar!

—Es lo único que les interesa, Flores. Su única religión. Han convertido sus cuerpos en tachos de basura. Se meten cualquier cosa adentro —Markevitch había recogido un tomate a medio pelar entre sus manos y ahora lo dejaba caer al suelo. En la cocina, sobre una de las hornallas, todavía se calentaba el tuco, burbujeando en una inmensa olla. A su lado, en un colador, también enorme, estaban los fideos. Markevitch se paró frente a ellos y se quedó mirando. Aspiró hondo.

—Flores —ordenó— dígale al sargento Carelli que no deje de revisar bien todo. Puede haber puertas, pasadizos ocultos. Vaya. Sin volverse, escuchó que el soldado salía. Cubriendo con sus espaldas la puerta de la cocina, el oficial tomó un pedazo de pan y lo ensopó cuidadosamente en el tuco, luego se lo llevó a la boca. Al saborearlo experimentó un instante de éxtasis y apenas pudo reprimir la fuga de una lágrima. Flores no había vuelto todavía. Tomó el pan entero, le arrancó la corteza y sumió la miga blanda otra vez en el tuco. Lo comió apresurado, algo inquieto. Flores no llegaba. Tomó otro trozo generoso de pan y, cuando iba a meterlo en la olla, escuchó un taconeo a sus espaldas.

—Señor... —comenzó el soldado, vacilando al verlo con el pan en la mano—... el sargento Carelli dice que no hay nada anormal.

—Acerqúese, Flores. Quería hacerle probar esto —con seriedad, el oficial Markevitch prosiguió con el movimiento inoportunamente interrumpido e introdujo el pan en la olla.

—¿Qué es eso? —dudó Flores.

—Tuco.

—¿Tuco? —el soldado Flores echó hacia atrás la cabeza como si Markevitch le hubiese acercado a los labios un insecto inquietante.

—Pruébelo.

El soldado tomó el pan y lo comió. Tras un gesto de confusión o temor, elevó las cejas como admitiendo una evidencia.

—Es horrible —aseveró.

—Es para poner a la pasta —el oficial señaló los fideos.

—¿Eso es la pasta? —el soldado Flores por fin se hallaba frente a aquello sobre lo cual tanto lo habían prevenido en los cursos especiales.

—¡Esto! Puras calorías. Colesterol. Lípidos. Una mierda, soldado.

—La famosa pasta —musitó Flores, absorto.

—Hay toneladas de pasta acá. Hemos dado con un verdadero arsenal. Tendremos que dinamitarlo.

—Límpiese acá —cambió abruptamente la conversación Flores, señalándose su propia comisura derecha de los labios. Markevitch se apresuró a limpiarse con la palma de la mano.

—¡Vamos Flores! —ordenó, con brusquedad.— Maneje bien hasta el cuartel y no le diré a nadie que estuvo probando el tuco.

Al salir, Markevitch se detuvo un instante junto a la mesa de la cocina. Allí había, abierta, una caja redonda de cartón conteniendo dulce de leche. Un dulce de leche oscuro, brillante y denso. Aún sobresalía de la caja el mango de una cuchara sopera. Markevitch la contempló un par de minutos, paralizado. Pero apretó los dientes y se contuvo.

—Hijos de puta —pensó, apresurando el paso. Ya afuera, de vuelta al camión que los había transportado hasta la descubierta guarida, Markevitch se recostó en el asiento y se quedó pensando.

—A veces —dijo, como para sí— no sé si esto lo hacemos por un mejoramiento de la raza... o por envidia. Pero Flores, atento al tráfico, no pareció entenderlo.

Roberto Fontanarrosa.(*)


(*)Roberto Alfredo el Negro Fontanarrosa (Rosario, 26 de noviembre de 1944 - ibídem, 19 de julio de 2007) fue un humorista gráfico y escritor argentino.

Roberto Fontanarrosa nació en la ciudad de Rosario, en 1944. Durante su infancia vivió en el centro de la ciudad en un antiguo edificio en la esquina de Catamarca y Corrientes (más precisamente en Catamarca 1421).

Fue a la escuela primaria Mariano Moreno y comenzó la secundaria en la escuela Industrial (hoy Politécnico). Su carrera comenzó a finales de los años 60 como dibujante humorístico en la Revista Boom de Rosario (1968) luego en Zoom y Deporte 70 destacándose rápidamente por su calidad y por la rapidez y seguridad con que ejecutaba sus dibujos. Estas cualidades hicieron que su producción gráfica fuera copiosa. Por el año 1973 dibuja en las revistas Hortensia y Satiricón y en el diario Clarín. Entre sus personajes más conocidos están el matón Boogie El Aceitoso y el gaucho Inodoro Pereyra y su perro Mendieta. Sobre la introducción de este último personaje en sus tiras, Fontanarrosa explicó: “Es muy difícil meter un caballo en un cuadrito de historieta, por lo tanto apareció un perro. Y se llama Mendieta porque me causaban gracia los perros con nombres humanos.”1​

Su fama trascendió las fronteras de Argentina. Por ejemplo, Boogie, el aceitoso empezó a publicarse en un diario de Colombia, y luego fue publicado muchos años por el semanario mexicano Proceso.2​

Se le conocía su gusto por el fútbol, deporte al cual le dedicó varias de sus obras. El cuento 19 de diciembre de 1971 es un clásico de la literatura futbolística argentina. Como buen «futbolero» siempre mostró su simpatía por el equipo al que seguía desde pequeño, Rosario Central. En 1954 el pequeño Fontanarrosa, con diez años, fue a la cancha por primera vez a ver al club de sus amores que jugaba frente a Tigre.

Una de sus citas más conocidas sobre el fútbol es: "Si hubiera que ponerle música de fondo a mi vida, sería la transmisión de los partidos de fútbol".

En los años setenta y ochenta, se lo podía encontrar tomándose un café en sus ratos libres en el bar El Cairo (esquina de calles Santa Fe y Sarmiento), sentado a la metafórica «mesa de los galanes», escenario de muchos de sus mejores cuentos. Desde los años noventa, la mesa se mudó al bar La Sede hasta la reapertura de El Cairo.

Fontanarrosa era un verdadero habitué :“Yo, al cielo, le pondría canchitas de fútbol y un par de bares, porque en el bar estás en tu casa y a la vez estás balconeando la calle.”

Se casó dos veces. Con su primera esposa tuvo a su único hijo, Franco. Su segunda esposa, Gabriela Mahy, lo conoció en 2002 y contrajeron matrimonio en noviembre de 2006, previo divorcio.
(Wikipedia)